[El texto precedente es la retranscripción de dos entrevistas realizadas en 1975 y 1977 por Norman Biron para la emisión "Libros y Hombres" de Radio-Canada. Traduccion: Alejandro Pablo Pignato.]
Pregunta: Usted dice al comienzo de Roland Barthes por Roland Barthes: "Son solo las imágenes de mi juventud las que me fascinan". ¿Podría hablarnos brevemente de este período de su vida?
Respuesta: Si, con gusto. Lo expliqué y lo dije en varias oportunidades: vengo de una familia a la que se puede ubicar socialmente en una burguesía liberal, pero una burguesía como había a menudo en esa época, empobrecida. Fui educado únicamente por mi madre, ya que mi padre murió en la primera guerra mundial y tuve que pasar con ella dificultades materiales muy grandes. Pasé mi infancia temprana en una ciudad de provincia francesa, Bayonne, en la cual residían mis abuelos paternos y esta ciudad me marcó, efectivamente, en la medida en que es una ciudad preciosa, pero además es una ciudad, diría yo, típicamente provincial, tal como pudieron describir precisamente los grandes novelistas franceses; pienso, por supuesto, en Balzac a incluso en Proust. Luego mi madre vino a instalarse en París y yo la seguí: estudié en París. Si digo que eran sobre todo las imágenes de mi juventud las que me fascinaban, era también conforme a un proyecto, tal vez más hermético o más teórico: pienso que a partir del momento en que alguien que escribe entra, digamos, en escritura, en el trabajo de escritura, su cuerpo ya no está en el mismo lugar. El cuerpo que va en la escritura ya no es el mismo que el que podemos ver en las fotografías, y lo que quise mostrar en fotografía, es el joven hombre que era en el momento precisamente en el que aún no escribía, en el cual estaba, como dije, "en la vida improductiva". Pero a partir del momento en que comencé a escribir, mi cuerpo civil, mi cuerpo biográfico, si se lo puede llamar así, ya no interesa y es por eso por lo que suspendí la imaginería a la cual me veía obligado por las leyes de la colección después de mi juventud.
P.: ¿Cómo llegó a escribir y qué representa para usted el acto de escribir?
R.: Siempre tuve ganas de escribir cuando era adolescente. Luego, después de una cierta latencia; desembarqué en la vida intelectual casi inmediatamente después de la liberación de París, en el momento en que el escritor que uno leía, aquel que mostraba el camino, el que enseñaba un camino nuevo, era Sartre. Ahora bien, una de las acciones más importantes de Sartre fue, precisamente, desmistificar la literatura en su aspecto institucional, reaccionario y sacro, de alguna manera; fue una de sus grandes empresas. Participé pues, modestamente, en esta empresa y en consecuencia, tuve en ese momento, con la escritura relaciones más ambiguas que ahora, en la medida en que había, me parece, tareas, combates más urgentes, en el plano de la desmistificación ideológicamente en especial.
Pero luego este tema de la escritura llegó a mi vida en forma de una reivindicación de goce, de una reivindicación de placer -con ayuda, también, de todo lo que se escribía a mi alrededor en la vanguardia- y es el momento en el que escribí, hace un año o dos, El placer del texto. Hubo entonces, allí, de mi parte, una toma un poco nueva de responsabilidad con respecto a la escritura, lo reconozco. Usted sabe que es muy difícil definir la escritura en nuestros días, no se puede describirla en términos pasados, eso ya no va, pero digamos que la escritura es a la vez evidentemente un campo de goce y un campo de responsabilidad; y son estos dos remos, si se puede decir, los que hay que tener con una misma rienda.
P.: si nos referimos a Mitologías, al Imperio de los signos o aun al Placer del texto, uno se da cuenta de que usted escribe sobre todo por fragmentos. ¿Por qué?
R.: Sí, es correcto, en todo caso, tomé conciencia de esto muy recientemente, me gusta escribir fragmentos, es decir trozos de discursos muy discontinuos. En primer lugar, por una reacción táctica contra el género disertivo, el género de la disertación, este modelo de escritura que viene, por supuesto, de la cultura escolar y contra el cual pienso que siempre es bueno reaccionar. Además, usted tal vez lo sabe, siento una gran admiración personal por las formas de expresión extremada y voluntariamente breves, por una estética de la brevedad tal como se la puede conocer en esos minúsculos pero admirables poemas japoneses que se llaman haiku; pienso también en las piezas breves de músicos como Webern. Me fascina la brevedad como principio estético. Traté entonces, en mis últimos trabajos, en El placer del texto y en Barthes por sí mismo, de practicar sistemáticamente esta escritura discontinua, que, además, tiene para mí la ventaja de descentrar el sentido. La disertación, si se quiere, siempre tiende a imponer un sentido final: se construye un sentido, un razonamiento para concluir, para dar un sentido a lo que uno dice. Ahora bien, usted sabe muy bien que, para mí, el gran problema es el de eximir el sentido, imprimirle una suerte de trastorno... de alguna manera.
P.: ¿Qué influencia ejerció en usted, por ejemplo, Gide? ¿En su libro, uno no encuentra: "Gide es mi lengua original, mi Ursuppe, mi sopa literaria"?
R.: Sí, dije eso en ese libro, ya que hablaba de mí. Entonces tengo en cuenta, por supuesto, mi adolescencia, la que nadie podía conocer. Ahora bien, siendo adolescente, leí mucho a Gide, Gide tuvo mucha importancia para mí. Pero destacaré, con cierta malicia, que sin embargo, hasta ahora, nadie se lo había imaginado; nunca nadie me dijo que había en lo que yo había hecho la mínima parcela de influencia gidiana. Ahora bien, ahora que insistí en esto, parece que encuentran muy naturalmente unas especies de filamentos hereditarios entre Gide y lo que pude hacer: esto es decirle a usted que, sin embargo, es una comparación que sigue siendo muy artificial. Gide fue importante para mí cuando era adolescente, esto no quiere decir en absoluto que esté presente en mi trabajo.
P.: ¿Podría explicar esa frase que parece resumir su libro: "Escribir el cuerpo"?
R.: Sí, siempre aparece el mismo problema. Bueno, el cuerpo -el cuerpo humano, el cuerpo de cada uno- se transformó en más que un objeto: un problema, del cual se ocupan actualmente muchos epistemólogos, por medio de tipos de discurso, por medio del psicoanálisis. Entonces, creo, en efecto, que ahora se trata de hacer pasar ese cuerpo que nos es totalmente desconocido, ese cuerpo interno, ese cuerpo de la cenestesia, ese cuerpo también del goce y ese cuerpo también del inconsciente, de saber como pasa en la escritura. Sabemos bien que finalmente la escritura está hecha con el cuerpo, pero por medio de qué relevo, sigue siendo algo extremadamente enigmático. Porque, si somos varios los que estamos de acuerdo en el hecho de que hay un goce de escribir, no lo hemos dilucidado teóricamente.
P.: ¿Qué lugar le da usted a la realidad de las palabras "deseo", "placer" y "levante"?
R.: "Deseo" es una palabra que realmente le pertenece a mucha gente, no solo de hecho sino también en teoría. En todo caso, es la gran palabra del psicoanálisis y mucha gente se ocupa del deseo. En cuanto al "placer" yo lo utilicé un poco como reacción táctica para tratar de sacar aquello que es, en la teoría marxista o psicoanalítica, un poco censurador, un poco legal, un poco "superyoico", como se dice, con respecto a la escritura. Quise reintroducir, en el hecho literario, el postulado del placer. Pero una vez más avancé esta palabra no tanto por deseo de profundizar la teoría sino por una suerte de intervención táctica, como una reacción, para restablecer un poco algo que me parecía que estaba reprimido -y ¿reprimido por quién?- por la gente en general con la cual estoy de acuerdo, con la cual trabajo.
Un poco es por esto por lo que escribí El placer del texto. En cuanto al "levante", es una palabra obviamente trivial, del vocabulario familiar, del vocabulario amoroso, erótico. Si lo usé varias veces es porque, para mí, remite a una actitud muy importante, que es, digamos la de puntuar, apuntar, salir, de alguna manera, del encanto de cualquier primer encuentro -ya sea, por supuesto, con compañeros amorosos, pero también con palabras, con textos- este encanto de la primera vez, si se quiere, este encanto de lo nuevo absoluto, de lo inaudito, que le da en el momento, completamente, el peso de la repetición, de estereotipos, y es un poco todo eso lo que pongo en términos de "levante".
P.: ¿De dónde le vino esta necesidad de Fragmentos de un discurso amoroso ?
R.: Yo diría que hay dos orígenes, un origen objetivo y un origen más personal y, en todo caso, más misterioso. El origen objetivo, es que, usted no lo ignora, soy director de estudios en l'École des Hautes Études y, en función de ello, tengo seminarios de investigación. Y, desde hace algunos años, esta investigación semiológica se orienta, con gusto, hacia lo que se llama ahora el discurso o la discursividad, hacia tentativas de clasificaciones y de análisis de modos de enunciación. Luego, en esta perspectiva, quise estudiar objetivamente un tipo de discurso que se supone que es el discurso que sostiene un sujeto enamorado de tipo romántico, relacionado con el amor-pasión. Para ello quise utilizar un texto tutor, de alguna manera, que me daría ejemplos de discursos amorosos, y elegí un discurso amoroso que tiene una especie de amplitud e insistencia mitológica, el Werther de Goethe. Esto significa, ¿por qué uno escribe un libro? ¿Por qué de un seminario de investigación tuve que hacer una obra de escritura? Entonces ahí, son determinaciones mucho más complicadas, mucho más sutiles y probablemente mucho más desconocidas por mí.
P.: Justamente, escribir, ¿no es ir en búsqueda del "inexpresable amor"?
R.: Si, en cierto sentido sí. Es decir que una de las experiencias del sujeto enamorado que yo puse en escena, del cual simulé el discurso, es que precisamente el sentimiento amoroso habla mucho. Es muy charlatán, al menos en la cabeza del enamorado, pero de hecho el que habla tiene la impresión, por otra parte torturadora, de que realmente no puede nunca expresarse, nunca puede expresar ese sentimiento amoroso.
P.: Roland Barthes, ¿quién es "el otro"?
R.: Llamé "el otro" con una pequeña "o" (porque la distinción es importante desde que el psicoanálisis se apoderó de esta noción) al objeto amado. Si lo llamé "el otro" sin darle apellido, ni nombre, ni incluso pronombre, si me atrevo a decir, era justamente para disponer de una expresión francesa que es, de alguna manera, neutra, que no se refiere a un sexo definido. Porque estoy persuadido de que el amor-pasión no reconoce, de alguna manera, sexo y que, en consecuencia, no debía señalar el sexo del que hablaba o del que era... o de la que era amado/a (ya ve que mi vacilación prueba que en francés uno está obligado a elegir entre el masculino y el femenino) y la expresión "el otro" me permitía no elegir. Agrego que es una expresión consagrada por el psicoanálisis. Lo que uno llama "el pequeño otro", el otro escrito con una "o" minúscula, es en la descripción psicoanalítica, precisamente el objeto del sentimiento amoroso.
P.: ¿Usted habla de la espera del otro?
R.: La espera es una de las innumerables figuras -así es como llamé estas especies de episodios de lenguaje interior- que intenté describir. La espera, esperar al otro, esperar a aquel o a aquella a quien uno ama, es una figura cardinal del sentimiento amoroso. El enamorado pasa su vida, su tiempo, esperando. Si va a una cita, siempre es el o la que espera.
P.: ¿Cómo ve usted el encuentro?
R.: Yo distinguí entre lo que llamé el "encanto", es decir el momento en el cual uno está encantado por la imagen del otro -lo que se llaman comúnmente el flechazo- ese momento único, aunque a veces sea reconstruido après coup, y el "encuentro" que definí, más bien, como un período. Es el período que sigue inmediatamente al encanto, es un período feliz (también podría haber llamado a esta figura "idilio") en el que hay una suerte de maravillamiento perpetuo en descubrir al otro, en descubrir cómo el otro le conviene, en descubrir que uno podría -y que uno podrá- ser feliz con el otro. Es un período, a menudo, seguido de un largo túnel de dificultades, de angustia, de sufrimiento, de celos, de duda, que fueron abundantemente descritos por la literatura.
P.: En lo más íntimo del encuentro, aparece, a menudo, la afirmación, un poco gastada, del "te quiero". ¿No es una afirmación trágica, a menudo una afirmación sin respuesta, pero a veces una revolución?
R.: Si, traté, efectivamente, de analizar, de una manera que le parecerá, tal vez, sofisticada (no sé, habría que preguntarle a los lectores), esta expresión universalmente banal (cuantas veces, en el momento mismo en el que estamos manteniendo esta conversación, hay en el mundo seres que intercambian esta frase " te quiero" -en todo caso seres que se lo dicen uno al otro-). Es una expresión a la vez muy banal, muy gastada, pero que es, sin embargo, muy enigmática, porque uno no puede decir que lleva una información -si uno aparta el caso de la confesión de amor cuya forma estereotipada sería más bien: "pues finalmente lo quiero" (que es un hemistiquio...). El "te quiero" es más bien una suerte de grito irreprimible cuyo sentido es muy enigmático, ya que una vez más no es información. Interpreto esto como una suerte de proferimiento mágico que llama una respuesta no menos mágica que sería: "yo también lo quiero". Y de hecho, cuando uno dice a un ser "te quiero", lo hace para obtener de él la respuesta mágica: "yo también lo quiero".
"Revolución" porque efectivamente, en el plano del fantasma, el sujeto enamorado imagina que cuando reciba esta respuesta maravillosa, se producirá una verdadera revolución en su vida y en el mundo. Es lo que está muy bien ilustrado por el cuento La bella y la bestia . La Bestia ama a la Bella, la Bella no ama a la Bestia y, en un momento dado, la Bella es vencida por los discursos de la Bestia , y cuando la Bestia le dice: "La amo, Bella", la Bella responde: "Yo también lo amo, Bestia". En ese momento, la palabra mágica, habiendo sido proferida y obtenido respuesta, la Bestia se despoja de su piel hedionda de bestia y un hermoso joven aparece. Se produce entonces una revolución.
P.: Emotivamente la palabra "corazón" también tiene gran importancia...
R.: Es una palabra que, en realidad, no he analizado. Más bien traté de trazar celdas en las que existen problemas de lenguaje. El corazón, en francés, es una palabra que tiene toda una historia romántica y que, por eso mismo, en la medida en que tendemos, hoy en día, a desazonar el romantisismo, a tomarlo un poco en broma, llevó consigo esta depreciación. Usamos esta metáfora en forma desabrida y un poco pusilánime, en tanto que, en realidad creo que el corazón remite a una emotividad extremadamente fuerte que es, por otra parte, penetrada de sexualidad, y es lo que explica que la sentimentalidad amorosa no sea insulsa, que por el contrario sea una fuerza.
P.: La palabra "amor" ¿no está, a menudo, ligada a las palabras "suicidio" y "muerte"?
R.: Sí, el sujeto enamorado que describí es esencialmente, según el ejemplo mismo de Werther, un sujeto que ama un objeto que no puede amarlo a él, ya sea porque no lo quiere, o porque no esté libre, y en consecuencia se trata de un amor que uno llama banalmente "infeliz". En la desesperación amorosa, la idea de suicidio es una idea inmediata, es una idea que el sujeto enamorado tiene muy fácilmente. Aquí, evidentemente utilicé el suicidio de Werther. Werther determinó epidemias de suicidio amoroso...
P.: ¿El enamorado no se hunde, a menudo, en la angustia de la ausencia, que es una forma de muerte?
R.: La ausencia es una de las pruebas más duras del estado amoroso, en la medida en que datos totalmente materiales y concretos, una ausencia práctica del otro, hacen aparecer finalmente todo lo que falta al deseo, que concierne al deseo. Y la ausencia, en el fondo, no hace sino poner en escena esta falta del deseo.
P.: Roland Barthes, ¿cómo se puede vivir la soledad?
R.: Yo diría que es el problema esencial del libro, en la medida en que es el problema que lo une a nuestra época. Porque, de todos modos, este libro no es un libro en el aire, gratuito. Tuve la idea de que el sujeto que se entregaba a este amor-pasión o que era poseído por él era alguien que se sentía profundamente solo en el mundo actual, por una razón histórica, es que el mundo actual vive mal el amor-pasión, lo reconoce mal. Ciertamente, el amor-pasión forma parte de una cierta cultura, de la cultura popular, en forma de películas, novelas, canciones, pero, en la clase intelectual a la cual pertenezco, que es mi medio natural, el amor-pasión no está para nada en el orden del día de la reflexión teórica, de los combates de la inteligencia. Por consiguiente, para un intelectual hoy, estar enamorado, es estar realmente sumergido en la última de las soledades.
jueves, 26 de agosto de 2010
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