Desear es lo más simple y humano que existe. ¿Por qué, entonces, nuestros deseos nos resultan inconfesables? ¿Por qué es tan difícil ponerlos en palabras? Tan difícil que terminamos por esconderlos; construimos para ellos una cripta en alguna parte de nosotros, donde permanecen embalsamados, a la espera.
No podemos trasladar al lenguaje nuestros deseos porque los hemos imaginado. En realidad la cripta sólo contiene imágenes, como un libro de figuras para niños que todavía no saben leer, como las images d'Epinal de un pueblo analfabeto. El cuerpo de los deseos es una imagen. Lo inconfesable del deseo es la imagen que nos hemos hecho de él.
Comunicar a aguien los propios deseos sin las imágenes sería brutal. Comunicarles las propias imágenes sin los deseos, un aburrimiento (como contar los sueños o los viajes). Pero, en ambos casos, resulta fácil. Comunicar los deseos imaginados y las imágenes deseables es la tarea más ardua. Por eso la postergamos. Hasta el momento en que comenzamos a comprender que el asunto quedará para siempre sin despachar. Que nosostros mismos somos deseos inconfesados, para siempre prisioneros de la cripta.
El mesías viene por nuestros deseos. Él los separa de las imágenes para satisfacerlos. O, mejor dicho, para mostrarlos ya satisfechos. Aquello que hemos imaginado ya lo hemos tenido. Quedan, imposibles de satisfacer, las imágenes de lo que ha sido satisfecho. Con los deseos satisfechos, él construye el infierno; con las imágenes que no pueden ser satisfechas, el limbo. Con el deseo imaginado, con la pura palabra, la beatitud del paraíso.
[Giorgo Agamben, "Desear", Profanaciones, Barcelona, Anagrama. Trad. de Edgardo Dobry.]
lunes, 30 de agosto de 2010
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1 comentario:
finalmente
decía yo, preguntaba si
"idea de la prosa" no pide a gritos al menos una pequeña aparición?
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