John Cheever. La geometría del amor

La geometría del amor
John Cheever


Era una de esas tardes lluviosas en las que el departamento de juguetes de Woolworth's, en la Quinta Avenida, está lleno de mujeres que parecen recién salidas de un lecho adúltero, y en ese momento compran un regalo para su hijo pequeño antes de regresar a casa. Aquella tarde concreta había unas ocho o diez, bonitas, fragantes y bien vestidas, pero con el aire cariacontecido de las mujeres a quienes poco antes ha desnudado un caradura cualquiera en una anónima habitación de hotel del centro de la ciudad cuando están a punto de volver al hogar, a recibir los abrazos de un niño cariñoso. Era Charlie Mallory, que acababa de comprar un destornillador en el departamento de ferretería, quien había llegado a dicha conclusión. No era un juicio de orden moral. Se le ocurrió generalizar principalmente para conferir algún interés y animación a la lasitud de una tarde de lluvia. Las cosas iban muy despacio en su oficina. Después del almuerzo, había empleado su tiempo en reparar un fichero. Para eso quería el destornillador. Una vez formulada esa conjetura, miró más de cerca los rostros de las mujeres y le pareció hallar en ellos alguna confirmación de su fantasía. ¿Qué otra cosa que no fueran las congestiones y los desengaños del adulterio podía prestarles un aire tan espiritual, tan lloroso? ¿Por qué suspiraban tan profundamente al tocar las cosas con que juega la inocencia? Una de las mujeres llevaba un abrigo de piel parecido al que Mallory había regalado en Navidad a su mujer, Mathilda. Observando con más atención, vio que no sólo era el abrigo de Mathilda, sino Mathilda en persona.
—Vaya, Mathilda —exclamó—. ¿Qué haces tú aquí?
Ella levantó la cabeza del pato de madera que había estado examinando. Lenta, muy lentamente, la mirada de disgusto de su rostro se transformó en ira y desdén.
—No me gusta que me espíen —dijo en voz alta, y las otras compradoras alzaron la mirada, disponiéndose a presenciar una escena.
Mallory se sintió perplejo.
—Pero si yo no te estoy espiando, cariño —repuso—. Yo sólo...
—No hay nada más despreciable que seguir a la gente por la calle —dijo ella; su semblante y su tono de voz eran teatrales. Su auditorio permaneció atento, y rápidamente se sumaron al grupo las clientas de las secciones de ferretería y accesorios de jardín—. Perseguir a una mujer inocente por las calles es la ocupación más baja, enfermiza y vil que existe.
—Pero, cariño, estoy aquí por casualidad.
Ella rió despiadadamente.
—¿Por casualidad en la sección de juguetes de Woolworth's? ¿Esperas que me lo crea?
—Vengo de la sección de ferretería —explicó él—, pero eso no hace al caso. ¿Por qué no nos tomamos una copa y cogemos el tren temprano?
—Yo no tomo copas ni cojo el tren con un espía —replicó ella—. Voy a salir de estos almacenes, y si me sigues o me molestas de alguna forma, diré a la policía que te detenga y te metan en una celda.
Cogió y pagó el pato de madera y subió majestuosamente la escalera. Mallory esperó unos minutos y luego volvió a pie a la oficina.

Mallory era ingeniero y trabajaba por su cuenta, y aquella tarde su oficina estaba vacía: su secretaria se había marchado a Capri. En el contestador automático no había ningún mensaje para él. No había correo.
Estaba solo. Más que infeliz, se sentía atónito. No era que hubiera perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que observaba había perdido su coherencia y su simetría. ¿Cómo explicar racionalmente aquel grotesco encuentro en Woolworth's? Y así y todo, ¿cómo aceptar lo irracional? Ya había intentado en otras ocasiones recurrir al olvido, pero no podía olvidar la enérgica voz de Mathilda ni el extraño decorado del departamento de juguetes. Los malentendidos con su mujer eran dramáticos, se daban a menudo, y por lo general les hacía frente con su mejor voluntad, tratando de descifrar la serie de contingencias que habían culminado en aquella escena. Aquella tarde se sentía decaído. El encuentro parecía resistirse al análisis. ¿Qué podía hacer? ¿Consultar a un psiquiatra, a un consejero matrimonial, a un sacerdote? ¿Suicidarse? Con esta última idea en la cabeza, se acercó a la ventana.
El día seguía nublado y lluvioso, pero aún no había anochecido. El tráfico discurría lentamente. Vio pasar a sus pies una camioneta, luego un descapotable, un camión de mudanzas y un vehículo que anunciaba: LIMPIEZA EN SECO Y TINTE EUCLIDES. Este ilustre nombre lo llevó a pensar en el triángulo rectángulo, en los principios del análisis geométrico y la doctrina de la proporción de conmensurables e inconmensurables. Necesitaba una nueva forma de raciocinio, y Euclides podía echarle una mano. Si conseguía analizar sus problemas según los procedimientos geométricos, ¿no podría quizá resolverlos? ¿O crearía, al menos, un clima que condujera a la solución? Cogió una regla de cálculo y recurrió al sencillo teorema de que si dos de los lados de un triángulo son iguales, los ángulos opuestos a estos lados son también iguales; y a la inversa, si dos de los ángulos de un triángulo son iguales, los lados opuestos a ellos serán también iguales. Trazó una línea que representaba a Mathilda y los rasgos más sobresalientes que conocía de ella. La base del triángulo eran sus dos hijos, Randy y Priscilla. Él, por supuesto, venía a ser el tercer lado. El elemento crítico en la línea de Mathilda, que amenazaba con hacer su ángulo desigual a los de Randy y Priscilla, era el hecho de que desde hacía poco tiempo tenía un amante fantasma.
Era una impostura corriente entre las amas de casa de Remsen Park, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana, Mathilda se vestía con sus mejores galas, se ponía un poco de perfume francés y el abrigo de piel e iba a la ciudad en uno de los últimos trenes de la mañana. A veces comía con alguna amiga, pero por lo general almorzaba en uno de esos restaurantes franceses de las calles setenta tan concurridos por mujeres solas. Normalmente tomaba un cóctel o media botella de vino. Quería parecer disipada, misteriosa, una víctima de ese amargo acertijo que es el amor, pero, si algún desconocido ponía el ojo en ella, caía en un paroxismo de timidez, recordando casi con pánico su querido hogar, las caritas frescas de sus hijos, las begonias de los arriates. Por la tarde asistía a una función vespertina o veía alguna película extranjera. Prefería temas fuertes, que la dejasen emocionalmente exhausta, o, como ella solía decirse, «vacía». De vuelta a casa en uno de los últimos trenes, se mostraba tranquila y triste. A menudo lloraba mientras preparaba la cena, y si Mallory le preguntaba qué le ocurría, suspiraba por toda respuesta. Durante un tiempo, él sospechó algo, pero una tarde en que subía andando por Madison Avenue la vio con sus pieles tomando un bocadillo en la barra de un bar, y llegó a la conclusión de que las pupilas de sus ojos estaban dilatadas por la oscuridad de un cine y no por causa de una pasión amorosa. Era una impostura inofensiva y usual, y con un poco de caridad forzada se podía considerar incluso útil.
Así pues, la línea trazada por estos elementos formaba un ángulo con la línea que representaba a sus hijos, y lo único cierto en todo esto era que él los quería. ¡Los amaba! No podía concebir ignominia ni maldad capaces de separarlo de ellos. Al pensar en sus hijos, le parecían el mobiliario de su alma, dintel y tejado de su ser.
La línea que lo representaba a él era la más proclive a errores de cálculo. Se consideraba a sí mismo sincero, sano e instruido (¿quién era capaz de recordar tanto sobre Euclides?), pero al despertar por las mañanas con la sensación de ser útil e inocente, le bastaba hablar con Mathilda para que tanto optimismo se disipase. ¿Por qué sus propios ingenuos compromisos con la vida parecían hostigarlo hasta el punto de arrinconar lo mejor que había en él? ¿Por qué lo calumniaban llamándolo espía cuando simplemente vagaba al azar por el departamento de juguetes? Pensó que su triángulo tal vez le proporcionase la respuesta, y en cierto modo así fue. Los lados del triángulo, determinados por las informaciones pertinentes, eran iguales, y por tanto, también lo eran los ángulos opuestos a dichos lados. De pronto se sintió mucho menos perdido, más contento, esperanzado y magnánimo. Pensó, como todo el mundo piensa una o dos veces al año, que estaba empezando una nueva vida.
En el tren de vuelta a casa, se preguntó si le sería posible establecer analogías geométricas para el aburrimiento de los viajeros cotidianos, las necesidades del periódico vespertino y la apresurada carrera hacia el aparcamiento. Cuando por fin llegó, Mathilda ponía la mesa en el pequeño comedor. Sus primeras pullas se proponían anularlo: «Esquirol de Pinkerton —dijo—. Lapa.» Él oyó sus palabras sin cólera, inquietud ni frustración. Era como si cayesen a unos pasos de donde él estaba. ¡Qué tranquilo se sentía, qué feliz! Incluso la angularidad de Mathilda parecía conmovedora y amable; caprichosa criatura de la familia humana.
—¿Por qué estás tan contento? —le preguntaron sus hijos—. ¿Por qué, papá?
Dentro de poco, todo el mundo diría lo mismo: «¡Cómo ha cambiado Mallory. Qué feliz se lo ve!»
La noche siguiente, Mallory encontró en el desván un texto de geometría y refrescó sus conocimientos. El estudio de Euclides le proporcionó un estado de ánimo compasivo y tranquilo, y le enseñó, entre otras cosas, que la confusión y la desesperanza últimamente le habían ofuscado la mente y las emociones. Era consciente de que lo que consideraba un hallazgo podía muy bien ser una ilusión, pero seguía disfrutando de sus ventajas prácticas. Se sentía mucho mejor. Estimaba que había rectificado la distancia existente entre su realidad y aquellas otras que atormentaban su espíritu. Quizá de haber tenido una filosofía o alguna religión podría haber prescindido de la geometría, pero las prácticas religiosas de su vecindario le parecían tediosas y poco convincentes, y no sentía inclinación por la filosofía. La geometría le servía perfectamente para la metafísica del sufrimiento comprendido. La principal ventaja de ésta consistía en que, una vez planteados en términos lineales, podía observar los talantes y los descontentos de Mathilda con ardor y compresión. No era un triunfador, pero estaba completamente a salvo de convertirse en víctima. A medida que continuaba sus estudios y prácticas, descubrió que la brusquedad de los maîtres en los restaurantes, las frías almas de los oficinistas y la grosería de los agentes de tráfico no podían ya hacer mella en su tranquilidad, y que aquellos opresores, al percibir su fortaleza, se volvían a su vez menos bruscos, fríos y groseros. Era capaz de conservar durante todo el día la convicción de inocencia que lo embargaba todas las mañanas al despertarse. Pensó en escribir un libro sobre su descubrimiento: La emoción euclidiana: geometría del sentimiento.
Por esa época tuvo que ir a Chicago. El día era nublado y cogió el tren. Despertó un poco antes del alba, plenamente útil e inocente, miró por la ventanilla y vio una fábrica de ataúdes, un cementerio de coches, chabolas, campos de juegos invadidos por la broza, cerdos engordando con bellotas y, a lo lejos, la monumental tristeza de Gary, Indiana. El tedioso y melancólico espectáculo repercutió en su espíritu como una muestra de la estupidez humana. Nunca había aplicado su teorema al paisaje, pero descubrió que formando un paralelogramo con los componentes del momento podía ahuyentar la desolada panorámica hasta hacerla inofensiva, práctica e incluso encantadora. Desayunó copiosamente y tuvo una buena jornada de trabajo. Ese día no necesitó apelar a la geometría. Uno de sus socios de Chicago lo invitó a cenar. No se atrevió a rechazar la invitación, y a las seis y media estaba ante una casita de ladrillo visto, en una zona de la ciudad desconocida para él. Aun antes de que le abrieran la puerta presintió que iba a necesitar a Euclides.
Dentro, la anfitriona estaba llorando. Tenía una copa en la mano.
«Está en la bodega», gimoteó, y entró en una salita sin indicar a Mallory dónde estaba la bodega ni cómo se llegaba a ella. La siguió a la sala. Ella se arrodilló y empezó a poner un marbete en la pata de una silla. Mallory reparó en que la mayoría de los muebles estaban etiquetados. Las etiquetas decían: GUARDAMUEBLES DE CHICAGO. Bajo el encabezamiento, la mujer había escrito: «Propiedad de Helen Fells McGowen.» McGowen era el apellido del amigo de Mallory.
—No pienso dejarle nada al muy h.d.p. —sollozó—. Ni una astilla.
—Hola, Mallory —dijo McGowen, cruzando la cocina—. No le hagas caso. Una o dos veces al año se enfada, etiqueta todos los muebles, y hace como que los va a guardar en un almacén, alquilar una habitación amueblada y trabajar en Marshall Field's.
—Qué sabrás tú —dijo ella.
—¿Alguna novedad? —preguntó McGowen.
—Acaba de telefonear Lois Mitchell. Harry se emborrachó y metió al gatito en el túrmix.
—¿Viene ella para aquí?
—Por supuesto.
Sonó el timbre de la puerta. Entró una mujer despeinada y con las mejillas húmedas.
—Oh, ha sido terrible —dijo—. Los niños estaban delante. El gatito era suyo, y lo adoraban. No me hubiera importado tanto si no hubiesen estado los niños.
—Vámonos de aquí —dijo McGowen, volviéndose hacia la cocina.
Mallory lo siguió; cruzaron la cocina, en la que no había el menor rastro de cena, y por una escalera bajaron a una bodega amueblada con una mesa de ping-pong, un televisor y un bar. McGowen le sirvió una copa.
—Ya ves, Helen era rica —dijo—. Es uno de sus problemas. Su familia era muy rica. Su padre tenía una cadena de lavanderías que llegaba hasta Denver. Introdujo espectáculos en directo en sus establecimientos: cantantes de folk, conjuntos de jazz... El sindicato de músicos empezó a meterse con él y lo perdió todo de la noche a la mañana. Ella sabe que voy tonteando por ahí, pero si no me acostase con otras mujeres, Mallory, no sería sincero conmigo mismo. Quiero decir que hubo una época en que me entendí con la Mitchell, esa que está arriba, la del gatito. Es fantástica. Si te apetece, puedo arreglarlo. Hará cualquier cosa por mí. Por lo general, le daba alguna cosilla. Diez pavos o una botella de whisky. Una vez, en Navidad, le regalé una pulsera. Mira, su marido anda con el rollo del suicidio, venga tomar somníferos, pero siempre le lavan el estómago a tiempo. Una vez intentó ahorcarse...
—Tengo que irme —dijo Mallory.
—Espera un poco, espera un poco —dijo McGowen—. Déjame que te endulce la copa.
—En serio, tengo que irme —insistió Mallory—. Tengo mucho trabajo pendiente.
—Pero no has comido nada. Espera un poco y calentaré cualquier cosa.
—No hay tiempo —dijo Mallory—. Tengo mucho que hacer.
Y subió sin despedirse siquiera. La señora Mitchell se había ido, pero la mujer de McGowen seguía colocando etiquetas en los muebles. Mallory salió y cogió un taxi de vuelta al hotel.
Sacó su regla de cálculo e intentó poner en términos lineales la embriaguez de la señora McGowen y el destino del gatito de los Mitchell, trazando la relación entre el volumen de un cono y el de su prisma circunscrito. ¡Oh, Euclides, ilumíname ahora! ¿Qué quería Mallory? Quería resplandor, belleza y orden, nada menos; quería racionalizar la imagen del señor Mitchell colgado del cuello. ¿Era exigente y cobarde el modo apasionado en que Mallory aborrecía la miseria? ¿Se equivocaba al buscar definiciones del bien y del mal, al creer en el inalienable poder del remordimiento, en la belleza de la piedad? Había un dilatadísimo número de imponderables en el cuadro, pero trató de limitar su ecuación a los hechos de la velada, y eso lo mantuvo ocupado hasta después de medianoche, hora en que se metió en la cama. Durmió bien.

La estancia en Chicago había sido un desastre por lo que se refería a los McGowen, pero económicamente había resultado provechosa, y los Mallory decidieron viajar, como solían hacer siempre que andaban bien de dinero. Fueron a Italia y se alojaron en un hotelito cerca de Sperlonga en el que ya habían estado en otra ocasión. Mallory estaba feliz, y no necesitó a Euclides en los diez días que pasaron en la costa. Antes del vuelo de regreso pasaron por Roma, y el último día fueron a comer a la Piazza del Popolo. Pidieron langosta, y se rieron, bebieron y rompieron con los dientes el caparazón del crustáceo, hasta el momento en que Mathilda se puso melancólica. Dejó escapar un sollozo y Mallory comprendió que iba a necesitar a Euclides otra vez.
Mathilda estaba taciturna, pero la tarde parecía prometer a Mallory que podría, gracias a su plan y a la geometría, aislar los componentes de la melancolía de su mujer. El restaurante ofrecía un espléndido campo para la investigación. El lugar era fragante y ordenado. Los demás clientes eran simpáticos italianos, todos ellos desconocidos, y supuso que carecían del poder de hacer que Mathilda se sintiese tan desgraciada como evidentemente se sentía. A ella le había gustado la langosta. La mantelería era blanca, la plata bruñida, y el camarero amable. Mallory examinó el local —las flores, las pilas de fruta, el tráfico en la plaza que se veía por la ventana— y no pudo hallar la causa de la tristeza y la amargura de Mathilda.
—¿Quieres un helado, una fruta? —le preguntó él.
—Si quiero algo, ya lo pediré —replicó ella, y lo hizo.
Llamó al camarero y, lanzando a Mallory una negra mirada, pidió un helado y un café para ella. Después de pagar la cuenta, Mallory le preguntó si quería un taxi.
—Qué idea tan estúpida —dijo ella, frunciendo el ceño con asco, como si le hubiera sugerido despilfarrar sus ahorros o exhibir a sus hijos en un escenario.
Volvieron andando al hotel, uno detrás del otro. La luz era brillante y el calor intenso, y daba la impresión de que las calles de Roma siempre habían estado calientes y siempre lo estarían, hasta el fin del mundo. ¿Habría sido el calor la causa de su depresión?
—¿Te molesta el calor, cariño? —le preguntó, y ella se volvió y le contestó:
—Me pones enferma.
La dejó en el vestíbulo del hotel y se fue a un café.
Resolvió sus problemas con la regla de cálculo en el dorso de un menú. Al volver al hotel, ella había salido, pero regresó a las siete y se echó a llorar en cuanto llegó a la habitación. La geometría de la tarde le había demostrado a Mallory que la felicidad de su mujer, al igual que la suya y la de sus hijos, se resentía por culpa de una corriente de emoción caprichosa, insondable y submarina que serpenteaba misteriosamente a través del carácter de Mathilda y afloraba con turbulencia, a intervalos irregulares y sin causa conocida.
—Lo siento, cariño —dijo—. ¿Qué pasa?
—En esta ciudad, nadie entiende el inglés —respondió ella—. Absolutamente nadie. Me he perdido y he preguntado a unas quince personas el camino de vuelta al hotel, pero nadie me entendía.
Se metió en el cuarto de baño y cerró de un portazo. Tranquilo y feliz, él se instaló junto a la ventana a observar el paso de una nube con la forma exacta de una nube y el nacimiento de esa luz metálica que algunas veces cubre los cielos de Roma justo antes del anochecer.

Algunos días después del regreso de Italia, Mallory tuvo que volver a Chicago. Terminó sus asuntos en un día —evitó a McGowen— y cogió el tren de las cuatro en punto. A las cuatro y media aproximadamente se encaminó al vagón cafetería para beber algo, y al ver a lo lejos las formas de Gary, repitió aquel teorema que la vez anterior había logrado corregir el ángulo de su relación con el paisaje de Indiana. Pidió una copa y miró por la ventanilla en dirección a Gary. No había nada que ver. Debido a algún error de cálculo, no sólo le había arrebatado sus poderes a Gary, sino que la había perdido de vista. No había lluvia, bruma ni oscuridad repentina que justificasen el hecho de que para sus ojos la ventanilla del tren estuviese vacía, Indiana se había esfumado. Se volvió hacía una mujer que se hallaba a su izquierda y le preguntó:
—Eso es Gary, ¿verdad?
—Claro —dijo ella—. ¿Qué le pasa? ¿No lo ve?
Un triángulo isósceles suavizó la aspereza con que le había respondido la mujer, pero no vio rastro de las demás ciudades del itinerario. Volvió a su compartimento solo y asustado. Sepultó la cara entre las manos, y al levantarla pudo ver con toda claridad las luces del paso a nivel y de los pueblecitos, pero nunca había usado la geometría para aquellas cosas.
Aproximadamente una semana más tarde, Mallory enfermó. Su secretaria, que había vuelto de Capri, lo encontró inconsciente en el suelo de la oficina. Llamó a una ambulancia. Lo operaron y su estado fue considerado crítico. No pudo recibir visitas hasta pasados diez días, y la primera en ir a verlo fue, por supuesto, Mathilda. Él había perdido veinticinco centímetros del tracto intestinal, y tenía tubos sujetos a ambos brazos.
—Vaya, tienes un aspecto estupendo —exclamó Mathilda, fingiendo una expresión distraída para ocultar su consternación y sobresalto—. Qué habitación tan agradable, con estas paredes amarillas. Si uno cae enfermo, supongo que es mejor que sea en Nueva York. ¿Te acuerdas de aquel horrible hospital de pueblo en que nacieron los niños?
Se sentó, pero no en una silla, sino en el alféizar de la ventana. Mallory se recordó a sí mismo que nunca había oído hablar de un amor capaz de templar un poco el poder divisorio que el dolor tiene; un amor que pudiese salvar la distancia que separa al sano del enfermo.
—En casa todo va estupendamente —dijo ella—. Nadie parece echarte de menos.
Como era la primera vez que estaba gravemente enfermo, ignoraba las pocas dotes de su mujer como enfermera. Era como si se tomase a mal el hecho de que él estuviera enfermo, pero Mallory interpretó su enfado como una torpe expresión de amor. Mathilda nunca había sabido disimular, y no logró ocultar que consideraba egoísta la enfermedad de su esposo.
—¡Qué suerte tienes! —dijo ella—. Me refiero a que es una suerte que esto te haya pasado en Nueva York. Dispones de los mejores médicos y enfermeras, y éste debe de ser uno de los mejores hospitales del mundo. En realidad, no tienes que preocuparte de nada. Te lo dan todo hecho. Por una vez en la vida, ojalá pudiera quedarme en cama una o dos semanas bien atendida.
Era Mathilda quien hablaba, su querida Mathilda, fidelísima a sí misma en su angularidad, en aquel lícito interés por su propia persona, interés que ninguna fuerza del amor podía explicar o atemperar. Así era ella, y él agradeció la falta de sentimentalismo que mostraba. En la habitación entró entonces una enfermera con una taza de caldo en una bandeja. Le puso una servilleta bajo la barbilla y se preparó para darle de comer, ya que él no podía mover los brazos.
—Oh, déjeme a mí, déjeme —dijo Mathilda—. Es lo menos que puedo hacer.
Era la primera manifestación de que tenía algo que ver con la patética escena (a pesar de las paredes amarillas). Cogió de manos de la enfermera el cuenco de caldo y la cuchara.
—Hum, qué bien huele —dijo—. Me dan ganas de tomármelo yo. Se supone que la comida de los hospitales es espantosa, pero ésta parece ser una excepción.
Acercó una cucharada a la boca de Mallory, y entonces, aunque no fue culpa suya, derramó la taza de caldo sobre el pecho y las sábanas de su marido.
Llamó a la enfermera y luego frotó enérgicamente la mancha de su blusa. Cuando la enfermera comenzó la lenta y complicada tarea de cambiar la ropa de la cama, Mathilda miró su reloj y comprobó que era hora de irse.
—Vendré mañana —dijo—. Les diré a los niños que estás muy bien.
Era su Mathilda, y lo comprendía, pero cuando se hubo marchado advirtió que la comprensión tal vez no bastase para soportar otra visita suya. Sintió claramente que la convalecencia de sus intestinos había sufrido un revés. Mathilda era capaz incluso de acelerar su muerte. Cuando la enfermera terminó de cambiarle y le dio otra taza de caldo, Mallory le pidió que le acercara la agenda y la regla de cálculo que tenía en el bolsillo de su traje. Trazó una sencilla analogía geométrica entre su amor por Mathilda y su miedo a la muerte.
Al parecer, surtió efecto. A las once de la mañana siguiente, llegó Mathilda y él la vio y la escuchó, pero ella había perdido la virtud de trastornarlo. Había rectificado el ángulo de su esposa. Ella se había acicalado para su amante fantasma, y siguió ponderándole el buen aspecto y la inmensa suerte que tenía. Le indicó que le hacía falta un afeitado. Cuando se fue, Mallory preguntó a la enfermera si podía llamar al barbero. Ella le explicó que éste sólo venía los miércoles y los viernes, y que los enfermeros estaban en huelga. Le procuró un espejo, jabón y una maquinilla de afeitar, y Mallory vio su rostro por primera vez desde el ataque. Al verse demacrado, recurrió de nuevo a la geometría e intentó formar una ecuación entre su voraz apetito, sus esperanzas sin límite y la fragilidad de su cuerpo. Razonó con todo cuidado, porque era consciente de que un error como el cometido en el caso de Gary pondría fin a los acontecimientos que habían comenzado cuando pasó bajo su ventana aquella camioneta de LIMPIEZA EN SECO Y TINTE EUCLIDES. Desde el hospital, Mathilda fue primero a un restaurante y más tarde al cine, y cuando regresó a casa, la mujer de la limpieza le dijo que Mallory había muerto.