Contra esta sabiduría pueril, que afirma que la felicidad no es algo que se pueda merecer, la moral ha elevado desde siempre su objeción. Y lo ha hecho con las palabras del filósofo que menos ha comprendido la diferencia entre vivir dignamenre y vivir feliz. “Aquello que en ti tiende con ardor a la felicidad es la inclinación; aquello que luego somete esta inclinación a la condición de que debes ser, primero, digno de la felicidad, es tu razón”, escribe Kant. Pero con una felicidad de la cual podemos ser dignos, nosotros (o el niño que hay en nosotros) no sabemos bien qué hacer. ¡Qué desastre si una mujer nos ama porque nos lo merecemos! ¡Y qué aburrida la felicidad como premio o recompensa por un trabajo bien hecho! Que el vínculo que hay entre magia y felicidad no es sencillamente inmoral, que éste puede incluso ser testimonio de una ética superior, se muestra en la antigua máxima según la cual quien cobra conciencia de ser feliz es porque ya ha dejado de serlo. Así, la felicidad tiene con su sujeto una relación paradójica. Aquel que es feliz no puede ser consciente de serlo: el sujeto de la felicidad no es un sujeto, no tiene la forma de una conciencia, aunque sea la mejor de ellas. Aquí la magia hace valer su excepción, la única que permite a un hombre decirse y saberse feliz. Quien goza por encanto de algo rehúye a la hybris implícita en la conciencia de la felicidad, porque la felicidad de la que se siente dueño en cierto sentido no le pertenece. Así Júpiter, que se une a la bella Alcmena asumiendo la figura del esposo, Anfitrión, no goza de ella como Júpiter. Ni mucho menos, a pesar de las apariencias, como Anfitrión. Su alegría pertenece enteramente al encanto, pues sólo se goza consciente y puramente de aquello que se ha obtenido por los caminos transversales de la magia. Sólo el encantado puede decir, sonriendo: "yo"; y, en verdad, sólo es merecida la felicidad que nunca soñaríamos con merecer.
reservada solamente a los demás (felicidad significa precisamente: para nosotros), sino que ella nos espera sólo en el punto en el cual no nos estaba destinada, en el que no era para nosotros. Es decir, por arte de magia. En ese punto, cuando se la hemos arrebatado a la suerte, ella coincide enteramente con el hecho de sabernos capaces de magia, con el gesto por el cual alejamos de una vez para siempre la tristeza infantil.
Si es así, si no hay otra felicidad que sentirse capaces de magia, entonces se vuelve transparente también la enigmática definición que de la magia dio Kafka, cuando escribió que si se llama a la vida con el nombre justo, ella acude, porque "esta es la esencia de la magia, que no crea, sino llama". Esta definición está de acuerdo con la antigua tradición, que cabalistas y nigromantes han seguido escrupulosamente en todos los tiempos, según la cual la magia es esencialmente una ciencia de los nombres secretos. Toda cosa, todo ser tiene de hecho, más allá de su nombre manifiesto, un nombre escondido, al cual no puede dejar de responder. Ser mago significa conocer y evocar este archinombre. De allí, las interminables listas de nombres -diabólicos o angélicos- con los cuales el nigromante se asegura el dominio sobre las potencias espirituales. El nombre secreto es para él sólo el símbolo de su poder de vida y de muerte sobre la criatura que lo lleva.
Pero hay otra tradición, más luminosa, según la cual el nombre secreto no es tanto la cifra de la servidumbre de la cosa a la palabra del mago como, sobre todo, el monograma que sanciona su liberación del lenguaje. El nombre secreto era el nombre con el cual la criatura era llamada en el Edén y, pronunciándolo, los nombres manifiestos, toda la babel de los nombres, cae hecha pedazos. Por esto, según la doctrina, la magia llama a la felicidad. El nombre secreto es, en realidad, el gesto con el cual la criatura es restituida a lo inexpresado. En última instancia, la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto: trastorno y desencantamiento del nombre. Por eso el niño nunca está tan contento como cuando inventa una lengua secreta. Pero su tristeza no proviene tanto de la ignorancia de los nombres mágicos como de su dificultad para deshacerse del nombre que le ha sido impuesto. No bien lo logra, no bien inventa un nuevo nombre, tiene en sus manos el salvoconducto que lo lleva a la felicidad. Tener un nombre es la culpa. La justicia es sin nombre, como la magia. Privada de nombre, beata, la criatura llama a la puerta del país de los magos, que hablan sólo con gestos.
[Giorgo Agamben, "Magia y felicidad", Profanaciones, Barcelona, Anagrama, 2005.]
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