Yo tenía un amigo que siempre decía que existe un pulso entre las cosas y las palabras en el que las segundas tratan de dar cuenta de las primeras. Era un amigo que, como se desvivía por hacer tabla rasa de todo, quería excavar un túnel hacia el origen del lenguaje y conocer el nombre original y verdadero de las cosas. Según él, un sombrero, por ejemplo, nunca era un sombrero. Le vi un día de lluvia riendo sin sombrero a solas por la calle y me pareció descubrir en ese momento que él siempre había andado en busca de un lenguaje de antes del diluvio. Para mí fue siempre un amigo diferente a todos, y su recuerdo me recuerda que un día el nombre verdadero de las palabras se extravió.
Siempre me ha interesado la historia de las derivas silenciosas. Me fascinan los tropismos, por ejemplo, esos movimientos subterráneos donde se originan los comportamientos, las sensaciones, los actos. Los tropismos son esas vibraciones imperceptibles que modifican las relaciones entre los seres humanos, pero sin que nosotros lo notemos, porque se extravían antes de que podamos captarlos. Fue Nathalie Sarraute quien, con rigurosa atención, dio expresión literaria a esas derivas, situadas en la frontera misma entre lo que vemos y la vida de nuestra mente. No está al alcance de todo el mundo seguir el rastro fantasmal de los tropismos.
A veces pienso que la zona donde andan perdidos los verdaderos nombres de las palabras es un bosque vecino al que habitan, en su extravío, esos tropismos, que a su vez son familiares de aquel odradek que poseía una movilidad extraordinaria y nunca se dejaba atrapar, ese carrete de hilo plano que se extravió en la imaginación de Kafka y nunca llegó a ser. Y otras veces pienso que todos ellos, tropismos, odradeks y los verdaderos nombres de las cosas y de las palabras fundaron el territorio de los libros fantasmas, de los libros que pudieron ser y nunca han sido, esos libros que la imaginación del autor ha ido proyectando mientras escribía su novela, pero que, a cada momento, cuando se disponía a escribir la línea siguiente, cambiaba por otra idea de novela.
No todos los lectores saben que, en cada recodo del libro que uno está haciendo, otro libro posible aparece y es rechazado y enviado a la nada. Esos libros, sensiblemente diferentes al que acabaremos publicando, no conocen nunca el día de su escritura, no son en realidad escritos nunca, pero cuentan, están ahí, forman parte de la historia invisible de la literatura. Los críticos deberían tenerlos en cuenta, aunque la pregunta siempre es la misma: ¿cómo van a hacerlo si esos libros existen pero no están visibles, transcurren sus vidas entre los tropismos y los nombres olvidados de las palabras y las cosas, en medio de una densa niebla odradek que es necesario atrapar? ¿Y qué crítico, además, estaría dispuesto a perseguir la fantasmal traza del viaje del autor a través del desierto de unas páginas que no están, pero que, sin embargo, son muy importantes porque condicionaron muchas de las historias del libro? Porque esas páginas, en un momento dado, estuvieron y se comunicaron con las otras páginas e influyeron en algunos acontecimientos de la historia narrada para poco después extraviarse como si fueran tropismos, odradeks o bien los verdaderos nombres de las cosas, esos nombres que tanto hacían reír a mi amigo Paco Monge, que un día también se extravió. Se perdió y me envió desde un país lejano una pregunta que no he olvidado, la recuerdo muy bien: "¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?".
[Enrique Vila-Matas, "Tropismos y odradeks", El País, Cataluña, 11/01/2004.]
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