martes, 22 de junio de 2010

Alberto Girri: El amor no es fácil ni pronta demencia

El amor

... bello era trattare al quanto d’amore.
                          (Dante, Vita Nuova)
I

No te quiero como una mancha inerme entre dos fechas
con los habituales testigos que componen toda historia
disueltos en la cruz de la ventana —transida vena—.
No es el amor ni es negocio del alma,
es un agradecimiento dispar y sin rigor,
redención parapetada en los atardeceres
que demora el aire muerto de los espejos,
mi orgullo esquivo
y tu aliento mojando la ciudad dormida y admirable.

No es el amor ni es negocio del alma,
es la acción particular del tiempo,
y debes saberlo,
porque las horas que declaro ciertas
estaban gobernadas por el único metal que escucha:
el fuego.

Las magias empezaban,
cuando la seda lejana de una corneta
llegaba desde el río humoso, alzaba su voz, radiante aviso,
y en las aguas mugían —¿por qué no? — los toros inmolados a Neptuno.
Empezaban
junto a los pudorosos y distantes versos ingleses
donde el anónimo amador
decía que el amor bueno es siempre moderado
y dura toda la vida.

Junto a la estampa representando la fantasía,
esa mujer tan accesible y suntuosa,
rondada su frente por las hojas.
¡Qué compacta cabellera!
¡Qué manos tan lindas crispadas sobre las telarañas!
Estampas de la moda elegante ilustrada,
con patos, sombrillas, perfectos jardines disfrazando la tierra,
y los helechos finamente muertos.

No es el amor ni es negocio del alma,
es mejorar con palabras lo que creemos oír por primera vez.

Las pruebas del amor, mitad esperanza, mitad sueño,
varían desde la enajenación hasta una flor ciega,
pero nos damos cuenta que ese seguro misterio
está ordenado para que los hombres se crean iguales
o mejores.

No es el amor ni es negocio del alma,
ahora, la hiedra del deseo, la revolución del deseo, la honradez del deseo,
el deseo probando en su cárcel al cuerpo dócil.

El deseo,
mira qué reinado tan triste.

II

Lo olvidan,
porque el amor no es una quieta felonía
hecha para deleitar la suficiencia.

Y nadie sabe qué misteriosa costumbre de huérfano,
qué sentenciado linaje de mentira,
impulsa a cada cual a buscar su énfasis.

Basta ser avizor y buen jinete del ocio
para verlos subidos a los hombros semejantes,
arder en mudos círculos,
calculando sistemas de vida con egoísmo tan fino
que por cada cosa pisoteada -la ausencia, la pasión de las manos-
se desangran de respeto,
mientras los convierten en una frecuentada vegetación de ejemplos vacíos,
oráculos del cuerpo y nada más.

Y casi todos piden justificación,
si la verdad es blanca por hábito,
si la bondad es apenas una sombra muy nombrada,
piensa cómo duermen, duermen solamente,
esas increíbles, rutinarias lombrices,
que se llaman a sí mismas dedos de la tierra, oídos de la tierra,
y son incapaces de recordar el camino hecho.

Piensa que nacieron humanas,
y que alguna vez merecieron la sombra algodonosa de un parque,
el sagrado temor por ciertos olores,
y aun el amor:
sin detenerse, porfiado y ciego como un péndulo,
o sea la forma más pobre de la soledad.

Lo olvidan,
porque el amor no es fácil, ni pronta demencia,
ni oficio,
y toda fe tiene sus despropósitos.
Pero son valientes, son valientes sin saberlo
esos bellos y feos espectros
en su prolija abdicación del ánimo.

[Alberto Girri, "El amor", Playa sola (1946), en Obra Poética I, Corregidor, Buenos Aires, 1977.]

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