Preguntarse, cada tanto
Qué hacer
del viejo yo lírico, errático estímulo,
al ir avecinándonos a la fase
de los silencios, la de no desear
ya doblegarnos animosamente
ante cada impresión que hierve,
y en fuerza de su hervir reclama
exaltación, su canto.
Cómo, para entonces,
persuadirlo a que reconozca
nuestra apatía, convertidas
en reminiscencias de oficios inútiles
sus constantes más íntimas, sustitutivas
de la acción, el sentimiento, la fe;
su desafío
a que conjuremos nuestras nadas
con signos sonoros que por los oídos andan
sin dueños, como rodando, disponibles
y expectantes,
ignorantes
de sus pautas de significados,
de dónde obtenerlas:
y su persistencia, insaciable,
para adherírsenos, un yo
instalado en otro yo, vigilando
por encima de nuestro hombro
qué garabateamos;
y su prédica
de que mediante él hagamos
florecer tanto melodía cuanto gozosa
emulación de la única escritura
nunca rehecha por nadie,
la de Aquel
que escribió en la arena, ganada
por el viento, embrujante poesía
de lo eternamente indescifrable.
Preguntárnoslo, toda vez
que nos encerremos en la expresión
idiota del que no atina a consolarse
de la infructuosidad de la poesía
como vehículo de seducción, corrupción,
y cada vez
que se nos recuerde que el verdadero
hacedor de poemas execra la poesía,
que el auténtico realizador
de cualquier cosa detesta esa cosa.
[Del libro Quien habla no está muerto, de Alberto Girri. Publicado por Sudamericana, 1975.]
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Alberto Girri
Alberto Girri nació y murió Buenos Aires (1919-1991), ciudad a la que agradeció el anonimato y la posibilidad de aislarse. Su primer libro Playa sola es publicado en 1946. Colaborador de el suplemento literario de La Nación y de Sur es considerado entre la "generación de los cuarenta", aunque el estilo de su obra es tan personal que se resiste al encasillamiento. Los versos de Girri son mas ascéticos que las ideas que representan, quizá en concordancia con su pensamiento de que "lo espiritual de la vida está en el despojamiento y no en la posesividad". Su producción principal se compone de más de treinta volúmenes de poesía y varios libros de prosa. Girri fue también un entusiasta traductor y divulgador de la obra de Elliot, Spender y Wallace Stevens, con los que compartía la visión estética de que la poesía es un vehículo del pensamiento filosófico.
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Alberto Girri: una entrevista
¿Buenos Aires es un lugar propicio para escribir, seguir con su obra?
¿Por qué no? Nací en esta ciudad, la conozco bastante, y en raptos de optimismo pienso si la entonación de mis poemas no corresponderá al pulso íntimo de lo que son (o fueron, para ser veraz), sus calles, gentes. Un peculiar distanciamiento, cierto sentimentalismo. Es cierto, el Buenos Aires de hoy sugiere un cuerpo en decrepitud. Una fachada detrás de la cual se mueve la desidia, la autodestrucción. Y, sin embargo, también de allí se extrae una convivencia; ¿quien sabe, de seguro, par qué necesitamos ser condicionados?
Además, si se aceptan tales reglas de juego, se adecua uno a tales cosas, renuncia a otras, las condiciones propicias no difieren de las de cualquier gran ciudad. El anonimato, la posibilidad de aislarme, son ventajas de las que nunca Buenos Aires me privó del todo. El lugar es importante, de acuerdo, pero lo decisivo es que la vocación (sus particularidades, vicios...) se arraige en uno haciéndola coincidir con energias, ámbitos y circunstancias que la sostengan.
Esa actitud requiere carácter, disciplina.
Soy muy rutinario. Creo en la posibilidad de una variación continua dentro de lo mismo. Por eso, todos los días hago, más o menos, iguales cosas. Trabajar regularmente a ciertas horas, recorrer algunos bares a otras, sumergirme en algún cine de Lavalle, comer con amigos, escritores o no, tomar casi siempre las mismas calles. Una a una, esas módicas experiencias resultan, no importa cuánto las reitere, novedosas y fértiles.
A su modo, suena a una actitud más bien optimista.
Optimismo, pesimismo. Hasta hace unos años, hubiera contestado que la certeza está en el pesimismo. Después, empecé a verlo como una posición un tanto rígida, que si por una parte optimismo y pesimismo parecen contradictorios, irreductibles, también pueden complementarse. Claro, imposible ser pesimista y optimista, pero es como si, invariablemente, en coda situación, un término sirviera de sostén al otro, y viceversa.
De lo que acaba de describir acerca de cómo son sus días, podría concluirse que su medio de vida es la literatura, ¿o no?
Una suerte de parásito laborioso. En gran parte de mis años, alterné la literatura con trabajos diversos. Profesor de enseñanza secundaria, empleado público, asesor de una editorial, corrector en otra, etc. A partir de 1967, gracias al Premio National y al Municipal, mis salvadoras fuentes de recursos son las pensiones a las que esos premios dan derecho. La palabra pensión está confesando una vida francamente austera; pero, ¿no es el tiempo que dispone para sí el único bien real de un escritor?
Siguiendo con el tema de Buenos Aires, ¿hace muchos años que vive en este mismo departamento, a metros del río?
Unas cuatro décadas; cifra simbólica, coincide con la aparición de mi primer libro, Playa sola, del 46. Usted ve, dos cuartos, semiderruido, mezcla de cueva y de taller de artesano. La zona, en cambio, fue encantadora, un abarrote pintoresco de extraños negocitos, tiendas de siriolibaneses, conventillos y cafetines; la vieja redacción de Sur, enfrente del de Santa Catalina, y la vieja Facultad de Filosofía y Letras.
¿Cómo es vivir con poco?
¿Qué es poco? ¿Qué, mucho? Admiro los principios estoicos, y aplicarlos. Prescindir de inutilidades sería el punto de partida. Asimismo, desdeño todo estadio intermedio, pienso que para alcanzar cierta libertad real uno debiera sólo atender a los extremos: el estilo de los de arriba, y el de los de abajo, bien abajo.
¿Cuáles son?
La mendicidad, digamos. Y, lo aristocrático. Como recomendaría Cioran, dos categorías que se oponen a no importa qué cambio, a no importa qué desorden renovador. Es obvio, no soy progresista.
En lo concreto, ¿usted cómo se aproxima a esos extremos?
Lo concreto reside en la actitud. Yo puedo ser un pobre de solemnidad, pero tener ideales burgueses, por lo tanto eso es lo concreto. Y, a propósito, en Buenos Aires no existen ya ciertos tipos humanos, arrasados por el consumismo, las demagogias, el populismo mal entendido. Entre otros, lo que antes se denominaba el reo.
¿Ud. se considera tal?
Reconocerlo, sería como admitir que estoy representando un papel. El reo, su escepticismo de la eficacia de la acción, en general; el contemplador de la vida, entre irónico y comprensivo, igual a sí mismo por una percepción de que lo espiritual de la vida está en el despojamiento, no en la posesividad. El auténtico aristócrata, ejemplar igualmente raro, coincidiría con los ideales y conducta del reo. Ambos, signados por la voluntad de ser lo que se es; extraños al tan argentino "quiero y no puedo".
¿Cuáles son las virtudes más notorias del porteño?
Más bien, cuáles fueron: el individualismo, el culto de la amistad, la generosidad, una pueril confianza en el azar, el sentimentalismo.
¿Y sus defectos?
La arrogancia, el diletantismo.
¿Y Ud.?
Iguales defectos y virtudes, más algo del nihilismo del tango.
Háblenos del tango, nuevamente de moda ahora.
Sería hablar de una infancia trascurrida entre fines de la década del 20 y principios de la del 30, en una ciudad para la que esa música era casi el exclusivo modo de dar fe de la idiosincracia de la gente. Lo que resta del tango, y de los porteños, nada tiene que ver con lo que yo recuerdo. No sufro el virus de la nostalgia, simplemente se dio así; la altanería se convirtió en agresividad, y el sentimentalismo en cursilería, y la elegancia natural del tango cayó en la pretensión, el fárrago. Ni mencionar los delirios interpretativos a cargo de psicólogos, sociólogos, futurólogos del tango.
En realidad, pocas veces escucho tangos, salvo cuando amigos entrañables como Tuco Paz me incitan. Sin embargo, permanece mi afecto par los de Julio y Francisco De Caro, "que le pusieron manija al tango", decía González Tuñón. La inigualada estilización de esas composiciones excluye todo pintoresquismo, música de tango que es música a secas, y en no pocas ocasiones estuvieron en mis afanes por la literatura. Quizás, tanto como en algunos libros, aprendí de su espíritu a perseguir ese ideal de unidad y equilibrio a que todo escritor aspira, y la lección de su parquedad, el apartarse de lo trillado y la falsa elocuencia. Y hasta la amorosa lucidez con que la propia obra debe ser contemplada, juzgada.
No podría faltar su opinión sobre Gardel, ¿verdad?
Gardel es igual que la buena prosa. Economía, desnudez, ningún divagar inútil, ninguna afectación; ni trémolos ni vibratos de dudoso gusto, un canto con todas las exigencias de la buena prosa. Puesto de otro modo, un estilo que con entera conciencia artística reproduce las leyes madres de la escritura: ley de la simplicidad, ley del climax, ley de la variedad. Así, el curso de la voz de Gardel nunca es recta, sino que avanza por sucesivas curvas; siempre un crescendo y un disminuendo, nunca un nivel uniforme, y como moviéndose hacia su objetivo emocional y estético claramente previsto, sin azares ni indecisiones.
¿Por qué no le gustaría a Borges?
Y además, agrega Borges que a Gardel no le gustaba el tango. Que a Borges no le gustara Gardel es coherente; Borges piensa en un tango arquetípico, imposible de ser encarnado, o piensa en el tango de etapas primitivas, con estribillos circunstanciales, adosados a una música para bailar. En cambio, la afirmación de que a Gardel no le gustaba el tango incita a la pregunta: ¿Le gustaba a Borges la poesía, o ni siquiera se planteó la cuestión, tratando llanamente de hacer poesía, como Gardel creaba en su canto; y a la vez meros instrumentos, intermediarios, los dos, de lo que iban creando?
Leí, en alguna parte, que hizo Ud. una aproximación, par lo menos insólita, entre Gardel y T. S. Eliot...
Se la repetiré. Imaginemos que el gran poeta; amante del music hall, hubiera pasado por el Río de la Plata, y admirado a Gardel, como Chaplin, como Alfonso XIII; imaginémoslo, componiendo su "Old Possum's Book of Practical Cats", mientras escucha a Gardel cantando "Micifuz"; imaginemos el tono de sus observaciones: ¿qué es lo que hace que un artista popular tenga ese algo más que lo elevará sobre contemporáneos, que asimismo son diestros y populares? ¿Qué provoca tal éxito, su superioridad interpretativa, exclusivamente, o que a través del algo más, inexplicable, la gente que lo aplaude se siente revelada a fondo? Y su conclusión sería que lo impar de Gardel no es sólo artístico, sino también de plenitud humana; superioridad moral, patrimonio invariable del artista, popular o culto.
En conclusión, es cierto entonces que Gardel inventó la manera de cantar el tango.
Por lo que destacamos, y porque, sutilmente, conduce la voz hasta un equilibrio expresivo donde lo que cada tango narra o describe no queda detenido en la inmediatez realista, sino que se hace alegórico, denota mucho más de lo que muestra.
En su opinión, ¿por qué los intelectuales del interior del país deben trasladarse a Buenos Aires para trascender?
Ni todos los escritores porteños "trascienden", ni basta con que un escritor del interior se traslade a Buenos Aires para conseguirlo. Supongo que la atracción de la gran ciudad, su carácter de centro editorial y de publicaciones, unido a cierta dureza, rasgo nada despreciable para la formación de un escritor, sugieren las causas principales. Pero el fenómeno no es ni fue exclusivo de nuestro ámbito. Antes y después de Wilde, bandadas de escritores irlandeses descendieron sobre Londres. La generaci6n de los Hemingway y Scott Fitzgerald se afincaba en París. Aunque no faltan casos ilustres de tozudez, inmovilidad y talento; Flaubert en Ruán, Faulkner en el Mississipi, y Quiroga y Juan L. Ortiz en el interior de nuestro país.
Pienso en su observación sobre la música del tango, y en cómo sería lo suyo musical, cómo lo describiría.
Es jactancioso, pero siento que está en El arte de la fuga, en la Ofrenda musical, de Bach. Escúchelas, y entenderá qué busco. Esa difícil monotonía, de complejidad y variabilidad constantes. Lo que le decía de mis rutinas: infinitas variantes en la reiteración de lo mismo. Visto como un estado de conformidad no se puede pedir más.
¿Considera ese conformismo una suerte?
La palabra está desprestigiada, pero es inevitable: los hombres son conformistas, por mucho que se quieran dorar la píldora. Mi suerte es otra; haber atravesado las tres cuartas partes de la vida sin lamentar ni exaltar demasiado lo que hice o lo que no hice; haber entendido desde muy joven la higiene de librarse de necesidades superfluas, haber aceptado, como le gustaba proclamar a Marcel Duchamp, que todo es tautología, una repetición de las premisas: tautología el arte, la religión, la metafísica.
Cambiemos de tema. Por el color de su piel, advierto que ya ha empezado su temporada de tomar sol en la Plaza San Martín.
Sí, pero la plaza es también un ámbito de observación: me encuentro con la gente más insólita (con la gente, en fin) y escucho las cosas más extraordinarias. Fíjese, allí es donde uno entiende que las personas son, en general, mucho más inteligentes e imprevisibles de lo que creen algunos medios de difusión.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, esta anécdota. El otro día, mientras tomaba sol, veía a dos hombres, evidentemente jubilados, que estaban en lo mismo que yo y conversaban. De pronto llegó otro, con una bolsita llena de migas de pan, o de granos de maíz, no sé, y se puso a dar de comer a las palomas. Junto con las palomas acudieron los gorriones: el proveedor de alimento se puso unos granos de cereal en el brazo, sobre la manga del saco, y hasta allí saltó un gorrión para devorarlos. Y uno de los observadores le dice al otro: "Mire qué maravilla. Las cosas que hace ese hombre. Los pajaritos se le suben al brazo para comer". Y el otro le contesta: "¡Bah! ¿Y qué hay con eso? ¡Si hasta San Francisco de Asís lo hacía!".
Diganos más sobre su persona, hábitos, gustos, aun sobre aparentes trivialidades.
Adelante. La trivialidad estará, o no, en mis respuestas.
¿Qué es para Ud. la elegancia?
Estilo, como en la literatura. Lo terso y lo lineal que está allí, aunque casi no se note.
¿Cuál es su tipo de mujer preferida?
La capaz de una veneración inteligente, y que además es cortés.
¿Qué opina de las ferninistas?
Tenían que llegar. Finalmente, las mujeres dieron estado público a lo que siempre supieron: el principal y más secreto temor del hombre es la mujer.
¿Cómo ocupa los domingos?
Gozo del vacío de las calles céntricas.
Si tuviera que hacerle un regalo a una mujer inteligente, ¿qué elegiría?
El regalo que ella se compraría para complacerme.
¿Qué es lo que más y lo que menos le gusta de las mujeres?
Su extraordinario sentido de la realidad, y su manía ambulatoria, enfermiza.
¿Cuál es su ropa preferida?
No la de estricta moda, aceptando que una de las condiciones de la elegancia es ser levemente anacrónico.
¿Qué opina de los adolescentes desprejuiciados?
Un gran desamparo, que se refugia en el convencionalismo de lo anticonvencional.
¿Alguna vez lamentó no haber hecho algo?
No haber escrito cada uno de mis poemas treinta años después.
¿Qué hace cuando se equivoca?
Como soy supersticioso, creo que por leyes cuyo mecanismo uno no conoce, todo error es preanuncio de un acierto.
¿Qué actitud toma cuando alguien le resulta insoportable?
Como los "plomos" saben que lo son, y están acostumbrados a no despegarse del que tienen al lado, su víctima, lo mejor en esos casos es tratarlos especialmente bien; entonces, sorprendidos, se alejan.
¿Qué cree que le diría Proust a Gide en una discusión?
Gracias a Ud., a su rechazo inicial, mi obra parece mucho mejor de lo que es.
¿Y Gide qué le contestaría?
Desalentar a los jóvenes es sano. La literatura es también escuela de carácter.
¿Qué sabe, seguro, que no volvería a hacer en la vida?
Creer, como a los veinte años, que escribir un poema es modificar la realidad, cuando lo que uno hace es sólo confirmarla.
¿Le gusta que lo sorprendan?
No mucho. Pero las sorpresas cumplen una misión: lo sacan a uno de su ensimismamiento.
Volvamos a la literatura. ¿Practica el hábito de Los "libros de cabecera"?
Tengo, como cualquiera, autores preferidos, y la nómina varía de tanto en tanto. Guenon, Benjamin, Steiner, el Benn ensayista. Los leo fragmentariamente, y pienso que, fuera de la importancia intrínseca de escritores de ese nivel, mi afinidad se basa en que desde sus esferas suscitan lo que sólo a maestros les es dada provocar: una toma de contacto con nuestro interior más problemático, al margen de las repercusiones de tipo estético, formal, o la profundidad del pensamiento discursivo.
Es posible, sin embargo, y ya me sucedió, que súbitamente cierre esos libros, y entre en lecturas erráticas, donde lo que prevalece es la curiosidad informativa, deseo de saber de otras experiencias. En un momento dado, me rodeaban el famoso y disparatado Manual de urbanidad, de M. A. Carreño, una biografía de Jelly Roll Morton, un estudio sobre Faulkner en Hollywood, como guionista.
¿Y en estos momentos?
Ahora no soy demasiado aficionado a leer narrativa, pero volví a Nabokov, sus Fuego pálido y Detalles de un crepúsculo; y las lecciones de literatura, editadas póstumamente. ¿Cómo resistir a su análisis de Ana Karenina, o de Dostoievsky, a quien califica de periodista chapucero cuyos asesinos sensibles y prostitutas conmovedoras son insoportables? ¿Y su versión del Quijote, como catálogo de crueldades?
De esas lecturas, relecturas, demás está agregar que no excluyo a la poesía. Sigo con los preferidos, Williams o Stevens, Michaux o Ponge, o Ungaretti. Una familiaridad que, por tratarse de grandes obras, no banaliza las relaciones, las ahonda. Mi novedad, es el redescubrimiento de Yeats. A tal punto recuperé el placer de textos que no había leído desde mi juventud, que escribí algunos poemas inspirados en ellos; como escollos, comentarios a las visiones de Yeats.
¿Qué nos diríá acerca de Los libros olvidados, no reconocidos?
Puesto que el rasgo más inequívoco del destino de la obra escrita es la incertidumbre, no vale la pena detenerse en ninguna, presunta o realmente postergada. Casi no existen las que, a pesar de sus excelencias, no hayan tenido largos, a veces larguísimos, períodos de oscuridad. ¿No esperó Donne trescientos años, antes de convertirse en uno de los padres de la poesía moderna? ¿Y Melville, y Góngora, Laforgue, y Hopkins? Es como que todos ellos aceptaron que no podrían escribir sino esa clase de libros de antemano condenados al fracaso entre sus coetáneos. Y la entereza con que soportaron la prueba fue, casi siempre, de excepción. Pienso en Melville, a quien su mala fortuna no lo tornó desagradable; nunca pareció enojado ante lo que, fundamentalmente, buscaba trasmitir, la fragilidad del vicio y la virtud, la imposibilidad de remediar nada. Al revés de lo que inferioriza a tantos artistas, no procuraba reconocerse en su obra; intuía que la ineptitud o la perfección de una obra no tendrá, atravesado el "long Dardanelles" que es la vida, el significado que se suponía. Que autor y lectures suponían.
Más deprimente, comprobar también la frecuencia con que determinados libros pasaron de una conspiración de silencio, incomprensión, a exaltaciones igualmente arbitrarias. Un indagar apasionante sería el que procurase establecer merced a qué una obra sobrevivió a las fluctuaciones de modas y siglos. Hallaríamos notas curiosas. Como aquella afirmación de Cioran, de que Nietzsche, Proust, Baudelaire, sobreviven por su crueldad desinteresada, su cirugía demoníaca, y que lo que hace perdurar a una obra es su ferocidad.
Sabe Ud. qué opinó Zola, en 1857, de Les Fleurs du mal: "En Los próximos cien años las historias de la literatura francesa sólo mencionarán esta obra como una curiosidad". ¿Sabe qué dijo, también en 1857, Le Figaró, del autor de Madame Bovary? "El señor Flaubert no es un escritor".
[Primera parte del reportaje a Girri aparecido en el libro Alberto Girri, cuestiones y razones, publicado por Editorial Fraterna, 1987.]
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