martes, 15 de junio de 2010

Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke


¿Pero sólo entre hombre y mujer hay cansancios que escinden?, ¿no los hay igualmente entre amigos?
No. Todas las veces que, en compañía de un amigo, he experimentado una sensación de cansancio, esto nunca ha sido una catástrofe. Lo he vivido como perteneciendo al curso de las cosas. A fin de cuentas, sólo estábamos juntos un tiempo, y, después de este tiempo, cada uno seguiría de nuevo su camino, consciente de la amistad, incluso después de una hora gris. Los cansancios entre amigos no eran peligrosos; por el contrario, los que se daban entre parejas jóvenes, las más de las veces entre parejas que no llevaban mucho tiempo saliendo juntas, eran un peligro. A diferencia de lo que ocurría en la amistad, en el amor —¿o cómo llamar a este sentimiento de plenitud y totalidad?—, al estallar el cansancio, de repente todo estaba en juego. Fin del hechizo; de pronto, las líneas de la imagen del otro desaparecían; él, ella, en el lapso de tiempo de un segundo de espanto, ya no daba ninguna imagen; la imagen del segundo anterior había sido simplemente un espejismo; de este modo, de un momento a otro era posible que entre los dos seres humanos se hubiera acabado todo; y lo más espantoso era que, debido a esto, también en uno mismo parecía que se había acabado todo; uno se encontraba a sí mismo tan feo, o, incluso, insignificante, como el otro, con el cual hacía un momento que, de un modo perceptible, había encarnado una forma de existencia («un solo cuerpo y una sola alma»); uno quería que a uno mismo, al igual que al maldito ser que tenía delante, le quitaran inmediatamente de allí, lo eliminaran; incluso las cosas que le rodeaban a uno caían hechas pedazos y se convertían en inutilidades («con qué cansancio y qué gastado pasa volando el tren rápido» —recordando los versos de un amigo): aquellos cansancios de pareja tenían el peligro de degenerar y, desbordándole a uno mismo, convertirse en cansancio de la vida, incluso en cansancio del Universo, de las hojas desmayadas de los árboles, del río que de repente avanza como paralizado, del cielo que palidece. Pero como tal cosa sólo ocurría cuando hombre y mujer estaban juntos, sin nadie más, con los años fui evitando todas las situaciones prolongadas del «estar a solas» (lo que tampoco era una solución, o era una solución cobarde).
Ahora es el momento de preguntar algo completamente distinto: ¿no estarás hablando de estos cansancios —terribles, malignos— sólo por obligación —porque forman parte de tu tema— y por ello, me parece a mí, de un modo pesado, moroso —la historia del cansancio violento era ciertamente exagerada, si no inventada— sin entregarte del todo?
No sólo sin una entrega total se habló hasta ahora de los cansancios malos, sino con una absoluta reserva sentimental. (Y esto no es simplemente un juego de palabras que traiciona algo por mor de sí mismo.) Ahora bien, en este caso la frialdad de mi relato no la veo como una falta. (Dejando aparte el hecho de que mi cansancio no es mi tema sino mi problema, un reproche al que me expongo.) E incluso para lo que viene luego, para los cansancios que no son malos, para los que son más bellos que otros, para los más bellos de todos, los que me han estimulado a escribir este ensayo, quisiera seguir manteniéndome en una total reserva sentimental: tiene que bastarme ir en pos de las imágenes que tengo yo de mi problema, luego ponerme a mí siempre en la imagen, de un modo literal, y con el lenguaje, con la máxima reserva sentimental que me sea posible, rodear esta imagen con sus vibraciones y sus curvas. Estar en la imagen (asentado en ella) me basta ya como sentimiento. Si pudiera desear un complemento a la continuación de este ensayo, tal complemento sería más bien una sensación: mantener entre los dedos la sensación del sol y del viento de primavera de las mañanas andaluzas de estas semanas de marzo, ahora, fuera, en la estepa que está delante de Linares, para cuando luego esté sentado dentro, en la habitación, a fin de que esta espléndida sensación de los espacios intermedios que hay entre los dedos, intensificada además por las vaharadas que despide la manzanilla que crece entre los escombros, pase también a las frases siguientes, que versarán sobre los buenos cansancios; para que se ajuste a ellas y, sobre todo, para que las haga más ligeras que las precedentes. Pero ahora me parece que ya sé una cosa: el cansancio es duro; en cualquiera de sus variedades seguirá siendo duro.

[...]
¿Pero estos cansancios, no corrían peligro de transformarse de repente en arrogancia y sentimiento de superioridad?
Sí, luego me sorprendía a mí mismo en una arrogancia fría, llena de desprecio por la gente, en una compasión altiva y condescendiente por aquellas profesiones, aquellas profesiones de verdad que en la vida llevarían a nadie a un cansancio regio como el mío. En estas horas, después de escribir, yo era un ser intocable... intocable en mi interior, como si estuviera en un trono, aunque estuviera en el rincón más apartado. «¡No me toques!» Y en el caso de que el orgulloso con su cansancio se dejara tocar, era como si esto no hubiera ocurrido.
Un cansancio como accesibilidad, es más, como consumación del hecho de ser tocado y también como posibilidad de tocar, no lo experimenté hasta mucho más tarde. Esto era tan infrecuente como infrecuentes son los grandes acontecimientos de la vida, y hace tiempo que no me ha ocurrido, como si sólo fuera posible en determinadas épocas de la existencia humana y luego no se repitiera más que en situaciones excepcionales, una guerra, una catástrofe natural o algún otro tiempo de extrema necesidad. Y además ocurre que las tres o cuatro veces en que aquel cansancio me —¿qué verbo sería aquí el adecuado?— «fue concedido», me «tocó en suerte», yo estaba realmente en una situación personal difícil, y, para mi fortuna, estando así, me encontré con otro que estaba en un apuro semejante. Y este otro fue siempre una mujer. El apuro sólo no era suficiente; hacía falta también, para que nos uniera aquel cansancio erótico, algo arduo y penoso que acabáramos de superar. Parece ser una regla que hombre y mujer, antes de que, por unas horas, se conviertan en una pareja de ensueño, tienen que haber recorrido primero un camino largo y difícil, tienen que haberse encontrado en un tercer lugar, extraño a los dos, lo más lejano posible a cualquier tipo de patria —o de confortabilidad doméstica—, y además con anterioridad tienen que haber superado un peligro o simplemente una larga confusión, en un país hostil, que además puede ser el propio. Entonces pasa a ser posible que aquel cansancio, en el lugar de refugio que al fin está en silencio y en paz, haga que tanto el hombre como la mujer, tanto la mujer como el hombre, poco a poco se vayan entregando el uno al otro, de un modo tan natural, tan íntimo, que no tiene comparación —así es como ahora lo estoy viendo— con ninguna de las otras uniones posibles, ni con el amor; es «como intercambiar pan y vino», así es como lo llamó otro amigo. O bien, para describir con otras palabras una unión como la que se da en el cansancio, me viene ahora a la mente un verso: «Palabras de amor... todos se reían», que corresponde a aquel «un solo cuerpo y una sola alma», aunque en torno a los dos cuerpos reine el silencio; o bien quisiera yo simplemente cambiar lo que, en una película de Alfred Hitchcock, una Ingrid Bergman un poco bebida, abrazándole, le dice a un Cary Grant muy cansado y que se mantiene todavía a una cierta distancia: «Bueno, déjelo... un hombre cansado y una mujer borracha hacen una buena pareja»: «un hombre cansado y una mujer cansada hacen la más hermosa de las parejas». O el «contigo» se muestra como una sola palabra, como en el español de aquí el «contigo»... O, en la forma española, tal vez en lugar de: «Estoy cansado de ti, te estoy cansando».



A Don Juan, después de estas extrañas experiencias, no me lo imagino como un seductor, sino como un héroe que, siempre en el momento justo, está cansado en presencia de una mujer cansada, como un héroe siempre-cansado en brazos del cual cae cada una de ellas... sin que, con todo, una vez han sido consumados los misterios del cansancio erótico, ellas lo lloren nunca; porque lo que ocurrió con los dos cansados habrá ocurrido para siempre, para toda la vida: estos dos no han conocido nada que más persista que este llegar cada uno de ellos a meterse dentro del otro, y además ninguno de ellos necesita la repetición; es más, incluso les dará miedo, retrocederán ante ella. Ahora bien: ¿cómo consigue este Don Juan sus cansancios siempre nuevos, estos cansancios que, a él y a la siguiente, les ablandan de un modo tan maravilloso? ¿No simplemente una o dos, sino mil tres de estas simultaneidades que, hasta las más mínimas partes de la piel, se grabaron de por vida en la pareja de cuerpos, siendo verdadera cada excitación, sin engaño, sin que medie entre los dos maniobra de acercamiento alguna, simplemente de un modo progresivo? La gente como nosotros, por lo menos, después de extraños éxtasis como éstos, está perdida para la habitual corporalidad, para cualquier afectación psíquica.
¿Y luego qué es lo que te quedaba? Cansancios todavía mayores.
[...]

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