La amistad precede al amor no solamente en el orden alfabético, sino también en el moral, y es la forma de amor más pura y desinteresada. Para comprender bien el carácter desinteresado de la amistad es necesario comprender antes el carácter interesado del amor. El amor es una forma de asociación dedicada a fines más o menos confesables; en la amistad, en cambio, las partes contrayentes no se asocian con vistas a un fin, sino solamente por saborear el sentimiento amistoso. Al contrario que el amor, por parecerse éste a la música dramática, que canta suplicando «una respuesta», la amistad se parece a la música abstracta, que se sacia con su propio juego contrapuntístico, sin pedir otra cosa. El carácter interesado del amor aparece con más crudeza que en otras situaciones en el matrimonio, cuando el amor desaparece, dejando al descubierto las razones «sociales» del matrimonio de la misma manera que la marea baja deja al descubierto la arena sembrada de cacharros rotos, sombreros desfondados, zapatos viejos y con la boca, hirsuta de clavos, abierta, como pequeños cocodrilos. La mujer y el marido llegan al odio y desean vivir lejos el uno del otro, pero, a pesar de todo, vuelven inmediatamente a unirse y a hacer de nuevo las paces en cuanto algo o alguien amenaza, o intenta siquiera poner en duda, las razones «sociales» de su matrimonio. ¿Qué es lo que determina este constante fondo de mal que tiene el amor? Quizá sea la desigualdad de las partes, que en el amor parece condición indispensable, mientras que la condición indispensable de la amistad es la igualdad, de donde el dicho del filósofo antiguo: amicitia inter aequales. Una razón fortísima que da pábulo al fuego del amor es, según los casos, dominar o ser dominado. Esta segunda condición no es menos dulce que la primera, y como, en la vida social, a la mayor parte de los hombres les gusta servir, en el amor, a la mayor parte, de los amantes, les gusta dejarse dominar. Y si el hombre de la pareja no es capaz de ese dominio que suele ser propio del hombre, el dominio pasará a la mujer, que llega a ejercerlo más autoritariamente incluso. Ahora bien, ¿cómo puede haber felicidad, estrictamente, si, por un lado, lo que hay es autoridad y, por el otro, dependencia? A pesar de todo, el someter a otros, y también el sentirse sometido a otros, por mucho placer que den a los sentidos y al alma, llevan en sí los gérmenes de la rebelión, del odio, de la venganza; y, por eso mismo, no hay amor en cuyo fondo no yazgan, aunque sea adormecidas, estas diversas formas del mal que, de un golpe, despiertan, suben a la superficie, cobran mucha vida y se llenan de una tremenda voluntad de acción. ¿Cuántas veces, sobre todo en la plenitud del amor, nos habremos visto sorprendidos por una súbita voluntad de venganza contra la persona amada de destrozarla quizá, como conclusión no premeditada, sino «natural», también, de este amor nuestro?... ¿Vengarnos de qué? De nuestro propio amor. Porque el amor es, ciertamente, un sentimiento natural, al que la naturaleza empuja con todas sus fuerzas, pero cuyo insidioso acecho se siente a pesar de todo, y del que el hombre trata de huir; y el miedo, la vergüenza que siente el enamorado de su situación demuestran que el amor pone al hombre en una tesitura profundamente desagradable (desagradable y humillante para los sentimientos «superiores» del hombre, y quien carece de estos sentimientos, o sea, el hombre corriente, no tiene motivo de avergonzarse del amor, como, en realidad, no se avergüenza), de la que tiene más motivos de sonrojarse que de jactarse. ¿Y en quién nos vengaremos más legítimamente de esta trampa ignominiosa en que hemos caído, de esta señal que llevamos en el rostro, de esta vergüenza que nos veta el pasar entre los hombres con la cabeza alta, seguros de nuestra fuerte inocencia, de nuestra heroica castidad, en quién más legítimamente vengarnos, que en la persona misma que amamos? Cuando la desemejanza entre los amantes desaparece sin que, con ella, desaparezca el amor, como suele ocurrir, el amor, en estos casos rarísimos y sublimes, se convierte en amistad. Éste es el milagro que impetra Nora antes de abandonar la casa de Thorvald Helmer. Éste es el milagro que también esperamos nosotros, y debiera ocurrirles no solamente a Nora y Thorvald, sino a todas las Noras y a todos los Thorvald, incluso a ti, Nora-María, y a mí, Thorvald-Yo, y también a los padres y a los hijos, a las madres y a las hijas; y desaparezca el demente amor sin amistad y se esparza por el mundo la luz de la amistad.
[A m o r]
A la palabra «amor» no responderé directamente, sino por intermedio de una curiosa aventura que le ocurrió en Salónica, en 1917, a mi amigo Aniceto P., y en la que yo no participé. Decir que no respondo directamente a la palabra «amor» por falta de experiencia sería, en mi caso, una coquetería sin gusto ni elegancia. ¿Y por cobardía? Tampoco, aunque sí, quizá, por falta de materia. ¿Quién puede jactarse de una experiencia «completa» del amor? Solamente un monstruo de multiplicidad, un hombre-pólipo, dotado de tantos tentáculos que basten a los innumerables deseos que dan a nuestro vivir una apariencia de sentido, una ilusión de necesidad, y que, en su conjunto, constituyen el gran engaño de la vida. ¿Y a qué amor nos referimos? Un examen general de esta cuestión nos llevaría de nuevo al mar abierto, y solamente un examen particular de cada género de amor podría darnos, posiblemente, un poco de luz: el amor del hombre a Dios, y recíprocamente; el amor de los hijos por sus padres, y recíprocamente; el amor fraterno, el amor a la gloria, a la riqueza, a las artes, el amor sexual, el amor platónico, el amor por los animales, por la naturaleza en su estado primario, o por la naturaleza transformada por el hombre, el amor de sí mismo, etc. Pero incluso el examen «especializado» de cada género de amor nos dejaría probablemente con las manos vacías. Hay una razón ineludible que impide toda posibilidad de encuentro entre nosotros y el amor, y es que, en el instante mismo en que está a punto de nacer, el amor muere. (Fea unión la de estas dos palabras: dos caramelos ablandados por el calor y pegados.) ¿Muere solamente el amor de los sentidos, como por desgracia sabemos? No, también cualquier amor, incluso el de la riqueza, que muere en el acto mismo en que el hombre adquiere la riqueza. Los únicos amores que duran son los imposibles de satisfacer, los amores que no tienen posibilidad de llegar al amor, o sea a la posesión de la cosa deseada. Como el amor de la vieja solterona por su perro pequinés, porque, excepto en casos de sadismo exacerbado, sus manipulaciones afectuosas con el animal no llegan, ni siquiera en sus arrebatos pasionales más cegadores e histéricos, a triturar entre sus manos amorosas a la bestezuela para hacerla suya, obedeciendo así al arrebato pasional e histérico: el amor.
Otra causa que impide la realización del amor en acto, o sea el resultado, en el sentido amoroso, del deseo, es que, en el momento en que entramos en posesión de la cosa amada, el amor por la cosa amada pierde su carácter transitivo, se confunde con el amor propio y es absorbido por éste. Sorprende a la mujer ver que, en el momento en que debería mostrarse más amante que nunca, el hombre se vuelve, por el contrario, egoísta e incomunicativo. Incluso en los más grandes amores, en los amores sublimes, en el amor de Petrarca por Laura, el amante se ama a sí mismo, y en este caso la intransitividad del amor es demostrada más bien por su propia poetización, por su propia cristalización en el estado «intransitivo» por excelencia. ¿Y el amor, entonces? El amor, estrictamente, no existe. Es una hipótesis, una grande, desmesurada hipótesis. Por un error de concepto y, al mismo tiempo, de expresión, cuyo origen se pierde en la noche del lenguaje, el amor se confunde con la «preparación del amor», es decir, con el deseo. También aquí viene en nuestra ayuda la filología. Amor, del latín amor-rem, de amar, afín al griego MAO, significa deseo (y también amare en lugar de camare, de la raíz sánscrito-zenda KA, KAM, desear [12] significa el efecto de la inclinación natural y de la pasión provocada por la atracción de la forma externa, más bien que el resultado de la elección y de la reflexión, que los romanos expresaban con la palabra diligere, compuesta de legere, que significa escoger. [13] Y está bien que sea así. El deseo es lo ilimitado, lo infinito. El amor es la muerte. Una nueva definición que podemos dar al binomio, amor-muerte.) Y ahora debiera hablar del deseo, es decir, de lo que en realidad es el amor. Pero para esto sí me falta o, mejor dicho, empieza a faltarme experiencia. Los deseos nos tienen asidos a la vida de la misma manera que las amarras sujetan al barco a puerto. Pero, poco a poco, los deseos van muriendo, las amarras rompiéndose, sin que nosotros mismos nos demos cuenta de ello, y mañana nuestra nave zarpará, tranquila y libre de deseos. ¿Se realizará entonces la «gran hipótesis»? Tengo aún que contar la curiosa aventura que le ocurrió en Salónica, en 1917, a mi amigo Aniceto, y que responde directamente a la palabra «amor». La verdad es que esa aventura no es más que un encuentro de mi amigo Aniceto, en una habitación del consulado ruso en Salónica, con Psiqué, todavía cálida de lágrimas y palpitante de dolor porque Eros la había abandonado. Pero esta aventura responde demasiado directamente a la palabra «amor». Y sobre esta palabra es mejor correr un velo. Entre muchas otras tonterías, Marcel Prévost dijo una vez una cosa muy acertada: Il y a toujours quelque chose de mal dans l'amour.
(Alberto Savinio, Nueva enciclopedia, trad. de Jesús Pardo para Seix Barral.)
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