martes, 4 de mayo de 2010

Algunas letras de Francia, de Adolfo Castañón

El sol de invierno
Por Christopher Domínguez Michael para Letras libres.

En Algunas letras de Francia (Veintisiete letras, Madrid, 2009), de Adolfo Castañón, libro que me ha instruido tanto aun antes de existir en esta edición, releo la reseña de Los modernos, de Jean-Paul Aron, la crónica del medio siglo dominado por el gusto teórico de París. Editor, también, de la versión española de Los modernos (FCE, 1988) que tradujo Tomás Segovia, Castañón acompaña su ensayo de una breve entrevista con Aron (1925-1988), filósofo francés que adquiriría una pasajera celebridad por haber sido la primera víctima del Sida en exponer públicamente la enfermedad, entonces considerada privativa de los homosexuales, de la que moriría no mucho después. Al revelar, al mismo tiempo, su enfermedad y su preferencia erótica, Aron deseaba enmendarle la plana póstuma a Michel Foucault, quien habría muerto de Sida, en 1984 sin asumir ni su homosexualidad ni su enfermedad.

Desde aquellos años, cuando editamos Los modernos en el Fondo de Cultura Económica, no había vuelto a abrir el libro de Aron, una crónica mundana, insisto, en el mejor sentido de la palabra. Su autor asume que el suyo es un viaje alrededor de un ombligo, vueltas en círculo dadas por él mismo desde la condición secundaria, de marginalidad y de pertenencia, a la vez, que le daba ser sobrino de Raymond Aron, el ilustre liberal. Suma de reseñas literarias bien engarzadas y panorama autobiográfico apenas sutil donde Aron disfruta y lamenta la endogamia en la que vive y en la que morirá, Los modernos abunda en trazos penetrantes. La crónica da inicio cuando la Liberación, pintada como una ola que retrocede hacia el mar, deja ver en la arena al Colegio de Sociología, la institución informal que, según Aron, fue la verdadera fuente del pensamiento francés que tenía en Sartre y después en los postestructuralistas más a sus voceros y a sus publicistas que a sus auténticos inspiradores. Casi todo se originaba en Bataille y en Blanchot. Interroga Aron el “frenesí militante” que poseía a los intelectuales –nunca como entonces tan cómodos bajo el imperio de la autodefinición– y algarabía cuyo clímax ocurre, durante la guerra de Argelia, con el Manifiesto de los 121. La acción pública, la movilización política, se subraya en Los modernos, fue, desde Voltaire y a lo largo de dos siglos enteros, menos un lujo que una tarea ordinaria para el clan literario francés.

Se burla un poco Aron (pues en Los modernos se asume que su rebeldía es fatalmente clánica) de la popularidad de Jean Genet, casi mandado a hacer por un diseñador de modas: golfo como Villon, presidiario como Sade, vagabundo en la estirpe de Rimbaud y esteta en la clave de Mallarmé. Cursi, agregaría algún otro lector, como una duquesa que enviudó tarde, sin disponer del debido tiempo para amargarse. Condena Aron la afectación de lo sórdido, “esas celebraciones paródicas que practican con la crueldad y la muerte el juego sofisticado de las bellas letras.”

En Los modernos se lee cómo la teoría, esa facundia donde el simulacro sustituye a lo real, gracias a Lévi-Strauss, Barthes, Robbe–Grillet, Althusser, Derrida y Lacan, se adueña de la universidad y de la literatura. Un público de pequeños letrados –del extenso proletariado intelectual dirían, autocríticos, los nihilistas– se prenda de sus maestros y los sigue más allá de París. La revista Tel Quel ejercerá de policía privada de los mundanos, dice Aron, de toda una generación que tiene su canto de cisne en mayo de 1968 y se compone de analistas y analizados, maoístas, antipsiquiatras, feministas. Son los neófitos (y neofílicos) que creen que consumir teoría es revolucionario. Y a principios de los años setenta, plomo. A esa multitud le llega la jubilación en plenitud, institucionaliza sus saberes en la nómina universitaria y hace la cura del duelo con el doctor Lacan, el sol de invierno que cae entonces sobre la cultura francesa. Falta aún el epílogo californiano escrito por Derrida, en el cual ya no hay ningún significado y ningún referente: todo es lenguaje, concluye Aron. Y así se extingue ese aparatoso siglo, que en 1984, cuando aparecen Los modernos, ya vio pasar su última y fugaz alegría con la elección presidencial de François Mitterand.


No dejaba de reconocer Aron que aquella época, más allá de la nueva novela, la antropología estructural, la música serial, el psicoanálisis lacaniano, la crítica textual, le propuso a la literatura, al menos, dos grandes escritores, en el sentido amplio, dieciochesco de la palabra: Foucault y Barthes, muy por encima de su público y de sí mismos. Y Jean-Paul Aron no se inmuta cuando Castañón le comenta, en Algunas letras de Francia, que es un poquitín provinciano creer que “los modernos”, en general, hayan sido por definición aquellos parisinos.

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