[Oscar Wilde, centenario de su muerte.
Traducción de Hugo Beccacece.]
Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. Estos fueron los títulos altisonantes que él, con altanería juvenil, quiso hacer estampar en el frontispicio de su primera colección de versos y con ese mismo gesto altivo con el que creía ennoblecerse esculpía, quizá en modo simbólico, el signo de sus pretensiones vanas y la suerte que ya lo esperaba. Su nombre lo simboliza: Oscar, nieto del rey Fingal e hijo unigénito de Ossian en la amorfa odisea céltica, matado dolorosamente por su huésped mientras se sentaba a la mesa; O'Flahertie, feroz tribu irlandesa cuyo destino era asaltar las puertas de las ciudades medievales, y cuyo nombre, que inspiraba terror a los pacíficos, se pronuncia todavía hoy a pie de página en la antigua letanía de los santos entre las pestes, la ira de Dios y el espíritu de fornicación: "De los feroces O'Flahertie, líbranos Señor". Como aquel Oscar, él también en la flor de los años, debía encontrar la muerte civil mientras se sentaba a la mesa coronado de falsos pámpanos y discurría sobre Platón; semejante a aquella tribu salvaje debía romper las lanzas de su facundia paradójica contra las filas de las convenciones útiles y escuchar, exiliado y deshonrado, que el coro de los justos pronunciaba su nombre junto al del espíritu inmundo.
Wilde nació hace cincuenta años. Su padre era un científico apreciado, y se lo ha considerado como el padre de la otología moderna. Su madre participó en el movimiento revolucionario literario del 48, colaborando con el organismo nacional bajo el pseudónimo de Speranza con sus poesías y con artículos que incitaban al pueblo a tomar el castillo de Dublín. Hay circunstancias relacionadas con el embarazo de lady Wilde y la infancia del hijo que, según algunos, explican en parte la triste manía (si es lícito llamarla así) que lo arrastró más tarde a la ruina y en todo caso es cierto que el chico creció en un ambiente de desorden y de prodigalidad. La vida pública de Oscar Wilde se inició en la Universidad de Oxford donde, en la época de su matriculación, un solemne profesor llamado Ruskin conducía a una muchedumbre de efebos anglosajones hacia la tierra prometida de la sociedad futura.
El temperamento susceptible de su madre revivía en el joven, y éste resolvió poner en práctica, comenzando con él mismo, una teoría de la belleza en parte derivada de los libros de Pater y de Ruskin y en parte original. Desafiando las burlas del público proclamó y practicó la reforma estética de la vestimenta y de la casa. Dictó ciclos de conferencias en los Estados Unidos y en las provincias inglesas y se convirtió en el portavoz de la escuela estética, mientras alrededor de él se formaba la leyenda fantástica del apóstol de lo bello. Su nombre evocaba en la mente del público una idea vaga de matices delicados, de vida embellecida por las flores: el culto del girasol, su flor predilecta, se propagó entre los ociosos mientras que la plebe oía hablar de su famoso bastón de marfil blanco, brillante de turquesas, y del arreglo neroniano de su pelo.
El fondo de este cuadro resplandeciente era más opaco de lo que los burgueses se imaginaban. Las medallas, trofeos de la juventud académica, escalaban de tanto en tanto el sagrado monte que lleva el nombre de piedad [monte de piedad: casa de empeño. N. de T.]; y la joven esposa del epigramático debió alguna vez pedir prestado a una vecina el dinero para comprarse un par de zapatos. Wilde se vio constreñido a aceptar el puesto de director de un diario muy insulso y sólo con la representación de sus comedias brillantes entró en la breve y penúltima fase de su vida: el lujo y la riqueza. El abanico de Lady Windermere tomó Londres por asalto. Wilde, al ingresar en aquella tradición literaria de los comediógrafos irlandeses que se extiende desde los días de Sheridan y Goldsmith hasta Bernard Shaw, se convirtió, a la par de ellos, en juglar de corte para los ingleses. Llegó a ser un árbitro de elegancias en la metrópoli y su renta anual, que provenía de sus escritos, alcanzó casi la suma de medio millón de francos. Esparció su oro entre un séquito de amigos indignos. Cada mañana compraba dos flores costosas, una para sí, la otra para su cochero; e incluso el día de su proceso clamoroso se hizo conducir al tribunal en su carroza de dos caballos con el cochero vestido de gala y con el palafrenero empolvado.
La caída de Wilde fue saludada con un grito de alegría puritana. Cuando se supo la noticia de su condena [Wilde fue sentenciado a trabajos forzados por mantener relaciones homosexuales. N. del T.], la muchedumbre, reunida frente al tribunal, se puso a bailar una pavana en la calle fangosa. Los redactores de los diarios fueron admitidos en la prisión y, a través de la ventanilla de la celda del escritor, pudieron saciarse con el espectáculo de su vergüenza. Tiras de papel blancas cubrían su nombre en los tablones de anuncios teatrales, sus amigos lo abandonaron, sus manuscritos fueron robados mientras él, en prisión, cumplía la pena de dos años de trabajos forzados. Su madre murió soportando un nombre manchado de infamia; su mujer murió. Fue declarado en quiebra, sus efectos se vendieron en subasta, le quitaron a sus hijos. Cuando salió de la cárcel, los patanes instigados por el noble marqués Queensberry [Padre de lord Alfred Douglas, joven amante de Oscar Wilde. N. del T.] lo esperaban al acecho. Fue perseguido, como una liebre por los perros, de hotel en hotel. Uno tras otro, los dueños de los hoteles lo pusieron en la puerta negándole comida y alojamiento, y al caer la noche llegó, finalmente, bajo las ventanas de su hermano, llorando y balbuceando como un chico.
El epílogo se aproximó rápidamente al final y no vale la pena seguir al desdichado del arrabal napolitano al pobre hotel del Barrio Latino, donde murió de meningitis en el último mes del último año del siglo diecinueve. No vale la pena seguirlo como lo hicieron los espías parisienses. Murió como católico romano, agregando a la decadencia de su vida civil la propia desmentida de su orgullosa doctrina. Después de haber humillado a los ídolos del foro, se arrodilló. Quien había sido un día el cantor del dios de la alegría se convirtió en un ser lamentable y triste y cerró el capítulo de la rebelión de su espíritu con un acto de entrega espiritual.
Este no es el lugar apropiado para indagar en el extraño problema de la vida de Oscar Wilde ni para determinar hasta qué punto el atavismo y la forma epileptoide de su neurosis pueden exculparlo de aquello que se le imputó. Inocente o culpable de las acusaciones que se le hicieron, era indudablemente un chivo expiatorio. Su mayor culpa era haber provocado un escándalo en Inglaterra y es evidente que las autoridades inglesas hicieron todo lo posible para inducirlo a huir antes de emitir una orden de arresto. Tan sólo en Londres -declaró un empleado del ministerio del interior, durante el proceso- más de veinte mil personas están bajo la vigilancia de la policía pero permanecen en libertad mientras no provoquen un escándalo. Las cartas de Wilde a sus amigos [con quienes se lo acusaba de haber mantenido relaciones sexuales. N. del T.] fueron leídas delante de la Corte y su autor fue denunciado como un degenerado, obsesionado por perversiones eróticas. "El tiempo guerrea contra ti; está celoso de tus lirios y de tus rosas". "Amo verte errar por los valles violáceos, resplandeciente con tu melena color miel." Pero la verdad es que Wilde, lejos de ser un monstruo de perversión surgido de modo inexplicable en medio de la civilización moderna de Inglaterra, es el producto lógico y necesario del sistema de los colegios y universidades anglosajones, sistema de reclusión y de secreto.
La inculpación del pueblo se debía a muchas causas complicadas; pero no era la reacción simple de una conciencia pura. Quien estudie con paciencia las inscripciones murales, los dibujos libertinos, los gestos expresivos del pueblo dudará en creerlo limpio de corazón. Quien siga de cerca la vida y el habla de los hombres, sea en la cuadra de los soldados o en las grandes oficinas comerciales, dudará en creer que todos los que lanzaron piedras contra Wilde estuvieran limpios de toda mancha. De hecho, todos sentían desconfianza al hablar con otros de este tema, temiendo cada uno que su interlocutor quizá supiera del asunto más que él. La autodefensa de Oscar Wilde en el Scots Observer debe considerarse válida ante la barrera de la crítica apasionada. Todos, escribe, ven el propio pecado en Dorian Gray (la más célebre novela de Wilde). Pero cuál fue el pecado de Dorian Gray nadie lo dice ni lo sabe. Quien lo descubre lo ha cometido.
Aquí tocamos el centro motor del arte de Wilde: el pecado. El escritor se engañaba al creerse el portador de la buena nueva, para la gente atormentada, de un neopaganismo. Puso todas sus cualidades características, la cualidad (quizá) de su raza, el ingenio, el impulso generoso, el intelecto asexual al servicio de una teoría de lo bello que debía, según él, restituirnos la edad de oro y la alegría de la juventud del mundo. Pero muy en el fondo, si alguna verdad se destaca de sus interpretaciones subjetivas de Aristóteles, de su pensamiento inquieto que procede por sofismas y no por silogismos y de sus asimilaciones de otras naturalezas, ajenas a la suya, como las del delincuente y del humilde, es esta verdad inherente al espíritu del catolicismo: que el hombre sólo puede llegar al corazón de Dios a través de ese sentido de la separación y de la pérdida que se llama pecado.
En su último libro, De Profundis, se inclina ante un Cristo gnóstico, surgido de las páginas apócrifas de la Casa de los granados, y entonces su verdadera alma, trémula, tímida y entristecida, trasluce a través del manto de Heliogábalo. Su leyenda fantástica, su obra, una variación polifónica sobre las relaciones entre el arte y la naturaleza más que una revelación de su psique, los libros dorados, centelleantes de esas frases epigramáticas que lo volvieron, a ojos de algunos, el más ingenioso charlista del siglo pasado son hoy un botín dividido.
Un versículo del libro de Job está grabado sobre la piedra sepulcral de Wilde en el pobre cementerio de Bagneux [En 1909, los restos de Wilde aún no habían sido trasladados al cementerio de Pére Lachaise en París. N. del T.]. Alaba su facundia, eloquium suum, el gran manto legendario que ahora es un botín dividido. El futuro podrá quizá esculpir allí otro verso menos altivo, más piadoso: Partiti sunt sibi vestimenta mea et super vestem meam miserunt sortes ["Se repartieron mis ropas y echaron suertes sobre mi vestimenta"].
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