sábado, 24 de abril de 2010

Billie Holiday por Elisabeth Hardwick

Cuando nos hallábamos ante su presencia en el transcurso de esas noches desaliñadas —noches en las que artistas de todo el mundo sonreían, bailaban o se hacían pasar por príncipes de la antigüedad mientras ofrecían su espectáculo a salas vacías—, éramos incapaces de escapar del abismo de su incredulidad, incapaces de rechazar la libertad malvada y terrible de una salvaje sospecha del destino. Y sin embargo, el corazón siempre se resistía a plegarse a esa voluntad suya que se había prometido con el desastre. Una tendencia nacida de experiencias agotadoras la empujaba a llevar una vida gregaria y desprovista de afectos.
Bueno, es una vida. Y algunos siempre se quedan plantados esperando, igual que siempre habrá alguien que, por la noche, se quede apoyado contra la estatua del parque.

Nihilismo auténtico; auténtico, échale otro vistazo. Miradas cargadas de un amor pasajero que dicen: preciosa estrella negra, ¿puedes amarme? La respuesta: no.
Había rescatado en la oscuridad, quién sabe cómo, el milagro del estilo puro. Eso mismo. Sólo un tonto creería que hacía falta amar a un hombre, amar a alguien, amar la vida. Su gente, la gente que la rodeaba, la temía. Tal vez incluso a ella la avergonzara a menudo el enorme peso de su espíritu. A ella, que nunca cedió a la tentación de buscar alivio en la sensiblería.
Un invierno llevó un magnífico abrigo de lince, y con él puesto andaba, bella y amenazadora como un cosaco, arriba y abajo, atrapada en su vitalidad. A veces en su discurso irrumpían sueños pendencieros, historias de heridas que ella había inflingido con un vaso roto. Y en el White Rose Bar, mil cigarrillos interrumpían sus apariciones, apariciones que, no sólo por su esplendor, sino también por el mero hecho de producirse, parecían tener algo de magia. Esperar y esperar: en eso consistía perseguirla. Te sentías como un viejo caballo de tiro parado en la entrada, listo para la gélida carrera de medianoche a través del parque. Ella siempre estaba tras una puerta cerrada: la suerte de los adictos, sea cual sea su adicción. Y luego, por fin, ella debía salir, emerger entre polvos y vaselina, con el pelo ondulado con un rizador de hierro, guantes de satén, jersey de seda, flores: el caro martirio del ‘artista’.


Por aquel entonces no había grabado muchos discos, y en la radio se la oía poco porque su voz no se correspondía con los gustos populares de la época. Sus actuaciones en los nightclubs eran una necesidad. Estar ahí noche tras noche era una carga; lo que no suponía una carga era, cuando se disponía a hacerlo, cantar a su manera. Sabía que podía, que ya dominaba el escenario, pero ¿por qué no hacerse la pregunta? ¿Eso es todo? Su trabajo, como tan a menudo les sucede a las personas de talento, fue adquiriendo gradualmente un tinte destructivo: están condenadas a repetir eternamente los momentos álgidos de su inspiración.”
                             


Elizabeth Hardwick, en Noches insomnes, pag. 26-29. Duomo ediciones, Barcelona, 2009, traducción de Marta Alcaraz.

En Noches insomnes una mujer repasa su vida -la galería de personajes, los variados telones de fondo de los lugares- y elabora un cuaderno de recuerdos, reflexiones, retratos, cartas y sueños. En una vivificante fusión de hechos y ficciones, este libro lírico, endurecido y perfectamente construido, no es sólo una de las mejores obras de Elizabeth Hardwick sino una de las grandes contribuciones a la literatura estadounidense de los últimos cincuenta años.

Introducción
Geoffrey O'Brien

Cuando esta obra densa, compacta y singular se publicó en 1979, se la clasificó de novela. La relación que mantenía con dicho género, sin embargo, era de una naturaleza peculiar. Era una novela sin argumento, con una protagonista que compartía con la autora el nombre de pila y cuyas circunstancias, en el tiempo, seguían los perfiles conocidos de la vida de Elizabeth Hardwick. Se trataba de una novela que podía permitirse avanzar o retroceder en el tiempo a placer, que podía desviar su atención de una persona o situación a otra distinta con la brusquedad del director de cine que empalma en el montaje dos imágenes incongruentes; una novela que parecía afirmar la imposibilidad de separarse de la vida y en la que, sin embargo, parecía «verdad lo que no lo es». («Buena parte del libro -declaró Hardwick en una entrevista de la época- es, como dicen, ‘inventada'».) Noches insomnes podría considerarse una exploración del problema de la novela como género, del problema de distinguir la ficción de eso que se conoce con el burdo término de «no ficción», si no fuera porque este libro es, en realidad, una demostración de que ése es un problema ilusorio.

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