domingo, 4 de abril de 2010

Antonin Artaud. Textos

Carta a los directores de los asilos de locos

Señores:
Las leyes, las costumbres, les conceden el derecho de medir el espíritu. Esta jurisdicción soberana y terrible, ustedes la ejercen con su entendimiento. No nos hagan reír. La credulidad de los pueblos civilizados, de los especialistas, de los gobernantes, reviste a la psiquiatría de inexplicables luces sobrenaturales. La profesión que ustedes ejercen está juzgada de antemano. No pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia, ni la dudosa realidad de las enfermedades mentales. Pero por cada cien pretendidas patogenias, donde se desencadena la confusión de la materia y del espíritu, por cada cien clasificaciones donde las más vagas son también las únicas utilizables, ¿cuántas nobles tentativas se han hecho para acercarse al mundo cerebral en el que viven todos aquellos que ustedes han encerrado? ¿Cuántos de ustedes, por ejemplo, consideran que el sueño del demente precoz o las imágenes que lo acosan, son algo más que una ensalada de palabras?

No nos sorprende ver hasta qué punto ustedes están por debajo de una tarea para la que sólo hay muy pocos predestinados. Pero nos rebelamos contra el derecho concedido a ciertos hombres -incapacitados o no- de dar por terminadas sus investigaciones en el campo del espíritu con un veredicto de encarcelamiento perpetuo.

¡Y qué encarcelamiento! Se sabe - nunca se sabrá lo suficiente - que los asilos, lejos de ser "asilos", son cárceles horrendas donde los recluidos proveen mano de obra gratuita y cómoda, y donde la brutalidad es norma. Y ustedes toleran todo esto. El hospicio de alienados, bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a las cárceles, a los penales.

No nos referimos aquí a las internaciones arbitrarias, para evitarles la molestia de un fácil desmentido. Afirmamos que gran parte de sus internados -completamente locos según la definición oficial- están también recluidos arbitrariamente. Y no podemos admitir que se impida el libre desenvolvimiento de un delirio, tan legítimo y lógico como cualquier otra serie de ideas y de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como inaceptable en principio. Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social. Y en nombre de esa individualidad, que es patrimonio del hombre, reclamamos la libertad de esos galeotes de la sensibilidad, ya que no está dentro de las facultades de la ley el condenar a encierro a todos aquellos que piensan y obran.

Sin insistir en el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones de ciertos locos, en la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que de ella se derivan.

Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica, recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre los cuales -reconózcanlo- sólo tienen la superioridad que da la fuerza.


                                                              ***

A la mesa

Abandonad las cavernas del ser. Venid, el espíritu alienta fuera del espíritu. Ya es hora de dejar vuestras viviendas.
Ceded al Omni-Pensamiento. Lo Maravilloso esta en la raíz del espíritu.
Nosotros estamos dentro del espíritu, en el interior de la cabeza. Ideas, lógica, orden, Verdad (con V mayúscula), Razón: todo lo ofrecemos a la nada de la muerte. Cuidado con vuestras lógicas, señores, cuidado con vuestras lógicas; no imagináis hasta dónde puede llevarnos nuestro odio a la lógica.

La vida, en su fisonomía llamada real, sólo se puede determinar mediante un alejamiento de la vida, mediante un suspenso impuesto al espíritu; pero la realidad no está allí. No hay, pues, que venir a fastidiarnos en espíritu a nosotros, que apuntamos hacia cierta eternidad superreal a nosotros que desde hace ya tiempo no nos consideramos del presente y somos para nosotros como nuestras sombras reales.

Aquel que nos juzga no ha nacido al espíritu, a ese espíritu a que nos referimos y que está, para nosotros, fuera de lo que vosotros llamáis espíritu. No hay que llamar demasiado nuestra atención hacia las cadenas que nos unen a la imbecilidad petrificante del espíritu. Nosotros hemos atrapado una nueva bestia. Los cielos responden a nuestra actitud de absurdo insensato. El hábito que tenéis todos vosotros de dar la espalda a las preguntas no impedirá que los cielos se abran el día establecido, y que un nuevo lenguaje se instale en medio de vuestras imbéciles transacciones. Queremos decir: de las transacciones imbéciles de vuestros pensamientos.
Hay signos en el Pensamiento. Nuestra actitud de absurdo y de muerte es la de mayor receptividad. A través de las hendiduras de una realidad en adelante no viable, habla un mundo voluntariamente sibilino.



                                                                ***
Reseña biográfica

Poeta francés nacido en Marsella en 1896.
Desde muy pequeño presentó cambios de comportamiento que motivaron su reclusión en sanatorios mentales en diversas ocasiones.
En 1920 se radicó en París y publicó los primeros versos bajo el título Trictac del ciel en 1924. A raíz de su amistad con André Breton, asumió el cargo de director de la oficina de investigaciones surrealistas, alternando su trabajo con la escritura de ensayos, guiones de películas y su sobresaliente obra poética El ombligo de los limbos.
En el año de 1936, su interés por la cultura solar lo llevó a convivir con los indios Tarahumaras en México.
Después de varios años de reclusión psiquiátrica, publicó en 1947 el ensayo Van Gogh le suicidé de la Société, galardonado al año siguiente con el Prix Saint-Beuve.
Murió en marzo de 1948 en el asilo de Ivry-sur-Seine.

                                                                   ***


Correspondencia de la momia

Esa carne que ya no se tocará en la vida,
esa lengua que ya no logrará abandonar su corteza,
esa voz que ya no pasará por las rutas del sonido,
esa mano que ha olvidado hasta el ademán de tomar, que ya no logra determinar el espacio
en el que ha de realizar su aprehensión,
ese cerebro en fin cuya capacidad de concebir ya no se determina por sus surcos,
todo eso que constituye mi momia de carne fresca da a dios una idea del vacío en que la compulsión
de haber nacido me ha colocado.
Ni mi vida es completa ni mi muerte ha fracasado completamente.
Físicamente no existo, por mi carne destrozada, incompleta, que ya no alcanza a nutrir mi pensamiento.
Espiritualmente me destruyo a mí mismo, ya no me acepto como vivo. Mi sensibilidad está a ras del suelo, y poco falta para que salgan gusanos, la gusanera de las construcciones abandonadas.
Pero esa muerte es mucho más refinada, esa muerte multiplicada de mí mismo reside en una especie de rarefacción de mi carne.
La inteligencia ya no tiene sangre. El calamar de las pesadillas da toda su tinta, la que obstruye las salidas del espíritu; es una sangre que ha perdido hasta sus venas, una carne que ignora el filo del cuchillo.
Pero de arriba a abajo de esta carne agrietada, de esta carne no compacta, circula siempre el fuego virtual. Una lucidez enciende de hora en hora sus ascuas que retornan a la vida y sus flores.
Todo lo que tiene un nombre bajo la bóveda compacta del cielo, todo lo que tiene un frente, lo que es el nudo de un soplo y la cuerda de un estremecimiento, todo eso pasa en las rotaciones de ese fuego en el que se asemejan las olas de la carne misma, de esa carne dura y blanda que un día crece como un diluvio de sangre.
La habéis visto a la momia fijada en la intersección de los fenómenos, esa ignorante, esa momia viviente que lo ignora todo de las fronteras de su vacío, que se espanta de las pulsaciones de su muerte.
La momia voluntaria se halla levantada, y a su alrededor se agita toda realidad. La conciencia como una tea de discordia, recorre el campo entero de su virtualidad obligada.
Hay en esa momia una pérdida de carne, hay en el sombrío lenguaje de su carne intelectual toda una impotencia para conjurar esa carne. Ese sentido que recorre las venas de esa carne mística, en la que cada sobresalto es un modo de mundo y otra especie de engendrar, se pierde y se devora a sí misma en la quemadura de una nada errónea.
¡Ah! ser el padre nutricio de esa sospecha, el multiplicador de ese engendrar y de ese mundo en su devenir, en sus consecuencias de flor.
Pero toda esa carne es sólo comienzos y ausencias y ausencias y ausencia...
Ausencias.

[De Oeuvres complètes (Tome I).
Versión de Aldo Pellegrini.]





El ombligo de los limbos

Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas. No concibo la obra al margen de la vida.
No amo en sí misma a la creación. Tampoco entiendo el espíritu en sí mismo. Cada una de mis obras, cada uno de los proyectos de mí mismo, cada uno de los brotes gélidos de mi vida interior expulsa sobre mí su baba.
Estoy en una carta escrita para dar a entender el estrujamiento íntimo de mi ser, tanto como estoy en un ensayo exterior a mí mismo y que se me presenta como una indiferente incubación de mi espíritu.
Sufro que el Espíritu no halle lugar en la vida y que la vida no se encuentre en el Espíritu, sufro del Espíritu-órgano, del Espíritu-traducción o del Espírítu-atemorizante-de-las-cosas para hacerlas ingresar en el Espíritu. Yo dejo este libro colgado de la vida, deseo que sea masticado por las cosas exteriores y en primer término por todos los estremecimientos acuciantes, todas las vacilaciones de mi yo por venir.
Todas estas páginas se arrastran en el espíritu como témpanos. Perdón por mi total libertad. Me niego a hacer diferencias entre cada minuto de mí mismo. No acepto el espíritu planeado.

Es preciso acabar con el Espíritu como con la literatura. Quiero decir que el Espíritu y la vida se encuentran en todos los grados.
Yo quisiera hacer un libro que altere a los hombres, que sea como una puerta abierta que los lleve a un lugar al que nadie hubiera consentido en ir, una puerta simplemente ligada con la realidad.
Y esto no es el prefacio de un libro, como tampoco lo son los poemas que lo indican en la lista de todas las furias del malestar.

Esto no es más que un témpano atragantado. Una gran pasión razonadora y superpoblada arrastraba a mi yo como un puro abismo. Resoplaba un viento carnal y sonoro, y el azufre también era denso. Y pequeñas raíces diminutas llenaban ese viento como un enjambre de venas y su entrelazamiento fulguraba. El espacio sin forma penetrable era calculable y crujiente. Y el centro era un mosaico de trozos como una especie de rígido martillo cósmico, de una pesadez deformada y que sin parar cae como un muro en el espacio con un estruendo destilado. Y la cubierta algodonosa del estruendo tenía la opción obtusa y una viva mirada que lo penetraba. Sí, el espacio entregaba su puro algodón mental donde ningún pensamiento era todavía claro ni devolvía su descarga de objetos. Pero paulatinamente la masa dio vueltas como una náusea potente y fangosa, una especie de fuerte flujo de sangre vegetal y detonante. Y las ínfimas raíces trémulas en el filo de mi ojo mental se arrancaban de la masa erizada del viento a una velocidad vertiginosa. Y todo el espacio como un sexo saqueado por el vacío ardiente del cielo, se estremeció. Y algo como un pico de paloma real socavó la masa turbada de los estados, todo el pensamiento más hondo se diversificaba, se disipaba, se volvía claro y reducido.
Entonces era preciso que una mano se transformara en el órgano mismo de la aprehensión. Y aún dos o tres veces giró la masa artificial y cada vez, mi ojo se enfocaba sobre un sitio más exacto. La oscuridad misma se hacía más densa y sin objeto. Todo el hielo ganaba la claridad.





Doctor,

Hay un asunto sobre el cual hubiera querido insistir: es el de la relevancia de la cosa sobre la cual operan sus inyecciones; esta especie de languidecimiento esencial de mi ser, esta disminución de mi estiaje mental, que no quiere decir, como podría creerse, un rebajamiento cualquiera de mi moralidad (de mi alma moral) o ni siquiera de mi inteligencia, sino más bien de mi intelectualidad servible, de mis recursos razonantes, y que se relaciona más con el sentimiento que tengo yo mismo de mí mismo yo, que con lo que pongo de manifiesto a los demás de él.
Esta vitrificación sorda y polimorfa del pensamiento que en cierto momento elige su forma. Hay una vitrificación inmediata y llana del yo en el centro de todas las posibles formas, de todos los modos posibles del pensamiento.
Y, señor Doctor, ahora que usted está bien enterado de lo que puede ser alcanzado en mí (y curado por las drogas), de la zona de conflicto de mi vida, espero que sabrá suministrarme la cantidad suficiente de líquidos sutiles, de reactores especiosos, de morfina mental, capaces de sobreponer mi abatimiento, de enderezar lo que cae, de juntar lo que está separado, de reparar lo que está destruido.

Le saluda mi pensamiento

[De L'Ombilic des limbes.
Versión de L.S.]




El yunque de las fuerzas

Ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí comienza el fuego. El fuego de lenguas. El fuego tejido en flecos de lenguas, en el reflejo de la tierra que se abre como un vientre que está por parir, con entrañas de miel y azúcar. Con todo su obsceno tajo ese vientre fláccido bosteza, pero el fuego bosteza por encima con lenguas retorcidas y ardientes que llevan en la punta rendijas parecidas a la sed. Ese fuego retorcido como nubes en el agua límpida, con la luz al lado que traza una recta y algunas pestañas. Y la tierra entreabierta por todas partes muestra áridos secretos. Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y sus prehistóricas soledades, la tierra de geologías primitivas, donde se descubren secciones del mundo en una sombra
negra como el carbón. La tierra es madre bajo el hielo del fuego. Ved el fuego en los Tres Rayos, coronado por su melena en la que pululan ojos. Miríadas de miriápodos de ojos. El centro ardiente y convulso de ese fuego es como la punta descuartizada del trueno en la cima del firmamento. Centro blanco de las convulsiones. Un resplandor absoluto en el tumulto de la fuerza. La espantosa punta de la fuerza que se quiebra con estruendo azul.
Los Tres Rayos forman un abanico cuyas ramas caen rectas y convergen hacia el mismo centro. Ese centro es un disco lechoso recubierto por una espiral de eclipses.
La sombra del eclipse forma un muro sobre los zig-zags de la alta albañilería celeste.
Pero por encima del cielo está el Doble-Caballo. La evocación del Caballo se empapa en la luz de la fuerza sobre un fondo de muro deteriorado y exprimido hasta la trama. La trama de su doble pecho. El primero de los dos es mucho más extraño que el otro. Él recoge el resplandor del cual el segundo es sólo la pesada sombra.
Más bajo aún que la sombra del muro, la cabeza y el pecho del caballo proyectan una sombra como si toda el agua del mundo hiciera subir el orificio de un pozo.
El abanico desplegado domina una pirámide de cimas, un inmenso concierto de vértices. Una idea de desierto planea sobre esos vértices por encima de los cuales flota un astro desmelenado, horriblemente, inexplicablemente suspendido. Suspendido como el bien en el hombre o el mal en el comercio de hombre
a hombre, o la muerte en la vida. Fuerza giratoria de los astros.
Pero detrás de esa visión de absoluto, ese sistema de plantas, de estrellas, de terrenos partidos hasta los huesos, detrás de esa ardiente floculación de gérmenes, esa geometría de búsquedas, ese sistema giratorio de vértices, detrás de ese arado hundido en el espíritu y ese espíritu que separa sus fibras, y descubre sus sedimentos, detrás de esa mano de hombre, en fin, que deja impreso su duro pulgar y dibuja sus tanteos, detrás de esa mescolanza de manipulaciones y cerebro y esos pozos en todas las direcciones del alma y esas cavernas en la realidad, se alza la Ciudad amurallada, la Ciudad inmensamente alta a la que no basta todo el cielo para hacerle un techo donde las plantas crecen en sentido inverso y con una velocidad de astros despedidos.
Esa ciudad de cavernas y de muros que proyecta sobre el abismo absoluto arcos perfectos y subsuelos como puentes.
Cómo se quisiera en la concavidad de esos arcos, en la arcada de esos puentes insertar la curva de un hombro desmesuradamente grande, de un hombro en el cual se difunde la sangre. Y colocar su cuerpo en reposo y su cabeza en la que hormiguean los sueños sobre el reborde de esas cornisas gigantescas donde se escalona el firmamento.
Pues un cielo de Biblia está allá arriba por donde se deslizan blancas nubes. Pero las suaves amenazas de esas nubes. Pero las tormentas. Y ese Sinaí del que dejan asomar las pavesas. Pero la sombra que hace la tierra y la iluminación apagada y blancuzca. Pero finalmente esa sombra en forma de cabra y ese macho cabrío. Y el aquelarre de las Constelaciones.
Un grito para recoger todo eso y una lengua para ahorcarme.

Todos esos reflujos comienzan en mí.
Mostradme la inserción de la tierra, la bisagra de mi espíritu, el atroz nacimiento de mis uñas. Un bloque, un inmenso bloque artificial me separa de mi mentira. Y ese bloque tiene el color que cada uno quiere.
El mundo deja allí su baba como el mar sobre las rocas y como yo con los reflujos del amor.
Perros, habéis terminado de hacer rodar vuestros guijarros sobre mi alma. Yo. Yo. Dad vuelta la página de los escombros. También yo espero el pedregullo celeste y la playa sin márgenes. Es necesario que ese fuego comience en mí. Ese fuego y esas lenguas y las cavernas de mi gestación. Que los bloques de hielo retornen a encallar bajo mis dientes. Tengo el cráneo espeso, pero el alma lisa, un corazón de materia encallada. Carezco de meteoros, carezco de fuelles ardientes. Busco en mi garganta nombres, y algo como la pestaña vibrátil de las cosas. El olor de la nada, un tufo de absurdo, el estiércol de la muerte total. El humor ligero y rarefacto. También yo no espero sino al viento. Que se llame amor o miseria casi no logrará hacerme encallar sino en una playa de osamentas.

[De L'Art et la mort.
Versión de Aldo Pellegrini]



La tara tóxica

Evoco el mordisco de inexistencia y de imperceptibles cohabitaciones. Venid, psiquiatras, os llamo a la cabecera de este hombre abotagado pero que todavía respira. Reuníos con vuestros equipos de abominables mercaderías en torno de ese cuerpo extendido cuan largo es y acostado sobre vuestros sarcasmos. No tiene salvación, os digo que está INTOXICADO, y harto de vuestros derrumbamientos de barreras, de vuestros fantasmas vacíos, de vuestros gorjeos de desollados.
Está harto. Pisotead, pues, ese cuerpo vacío, ese cuerpo transparente que ha desafiado lo prohibido. Está MUERTO. Ha atravesado aquel infierno que le prometíais más allá de la licuefacción ósea, y de una extraña liberación espiritual que significaba para vosotros el mayor de todos los peligros. ¡Y he aquí que una maraña de nervios lo domina!
Ah medicina, aquí tenéis al hombre que ha TOCADO el peligro. Has triunfado, psiquiatra, has TRIUNFADO, pero él te sobrepasa. El hormigueo del sueño irrita sus miembros embotados. Un conjunto de voluntades adversas lo afloja, elevándose en él como bruscas murallas. El ciclo se derrumba estrepitosamente. ¿Qué siente? Ha dejado atrás el sentimiento de sí mismo. Se te escapa por miles y miles de aberturas. Crees haberlo atrapado y es libre. No te pertenece.
No te pertenece. DENOMINACIÓN. ¿Hacia dónde apunta tu pobre sensibilidad? ¿A devolverlo a las manos de su madre, a convertirlo en el canal, en el desaguadero de la más ínfima confraternidad mental posible, del común denominador consciente más pequeño?
Puedes estar tranquilo: ÉL ES CONSCIENTE.
Pero es el Consciente Máximo.
Pero es el pedestal de un soplo que agobia tu cráneo de torpe demente pues él ha ganado por lo menos el hecho de haber derribado la Demencia. Y ahora, legiblemente, conscientemente, claramente, universalmente, ella sopla sobre tu castillo de mezquino delirio, te señala, temblorcillo atemorizado que retrocede delante de la Vida-Plena.
Pues flotar merced a miembros grandilocuentes, merced a gruesas manos de nadador, tener un corazón cuya claridades la medida del miedo, percibir la eternidad de un zumbido de insecto sobre el entarimado, entrever las mil y una comezones de la soledad nocturna, el perdón de hallarse abandonado, golpear contra murallas sin fin una cabeza que se entreabre y se rompe en llanto, extender sobre una mesa temblorosa un sexo inutilizable y completamente falseado, surgir al fin, surgir con la más temible de las cabezas frente a las mil abruptas rupturas de una existencia sin arraigo; vaciar por un lado la existencia y por el otro retomar el vacío de una libertad cristalina.
En el fondo, pues, de ese verbalismo tóxico, está el espasmo flotante de un cuerpo libre, de un cuerpo que retorna a sus orígenes, pues está clara la muralla de muerte cortada al ras y volcada. Porque así procede la muerte, mediante el hilo de una
angustia que el cuerpo no puede dejar de atravesar. La muralla bullente de la angustia exige primero un atroz encogimiento, un abandono primero de los órganos tal como puede soñarlo la desolación de un niño. A esa reunión de padres sube en un sueño la memoria, rostros de abuelos olvidados. Toda una reunión de razas humanas a las que pertenecen estos y los 0tros.
Primera aclaración de una rabia tóxica.
He aquí el extraño resplandor de los tóxicos que aplasta el espacio siniestramente familiar.
En la palpitación de la noche solitaria, aquí está ese rumor de hormigas que producen los descubrimientos, las revelaciones, las apariciones, aquí están esos grandes cuerpos varados que recobran viento y vuelo, aquí está el inmenso zarandeo de la Supervivencia. A esa convocatoria de cadáveres, el estupefaciente llega con su rostro sanioso. Disposiciones inmemoriales comienzan. La muerte tiene al principio el rostro de lo que no pudo ser. Una desolación soberana da la clave a esa multitud de sueños que sólo piden despertar. ¿Qué decís vosotros?
¡Y todavía pretendéis negar la importancia de esos Reinos, por los cuales apenas comienzo a marchar!

[Publicado en La Révolution Surréaliste, n.° 11 (1928).
Versión de Aldo Pellegrini.]

                                                                               ***

Una de sus últimas declaraciones

"Sé que tengo cáncer. Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras. En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: "El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock". Sé que existen torturas más abominables. Pienso en Van Gogh, en Nerval, en todos los demás. Lo que es atroz es que en pleno siglo XX un médico se pueda apoderar de un hombre y con el pretexto de que está loco o débil hacer con él lo que le plazca. Yo padecí cincuenta electroshocks, es decir, cincuenta estados de coma. Durante mucho tiempo fui amnésico. Había olvidado incluso a mis amigos: Marthe Robert, Henri Thomas, Adamov; ya no reconocía ni a Jean Louis Barrault. Aquí en Ivry sólo el doctor Delmas me hizo bien; lamentablemente murió...
-Estoy asqueado del psicoanálisis, de ese 'freudismo' que se las sabe todas".

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