La verdad del poeta (como la verdad del auténtico escritor) difiere por completo de los pronombres personales.
El poeta finge el “yo”, el “tú” y el “él” de manera inconsciente, pero en su sinceridad se halla la verdad,
jamás en su biografía (a lo sumo hay que pedirle que la veracidad parezca auténtica, exigirle que la haya vivido, que sea una experiencia asimilada de su yo velado).
A cualquier poema escrito por otra persona, lo primero que le exijo es que sea bueno (quien lo escribió tiene una importancia menor); a cualquier poema escrito por mi, lo primero que le exijo es que sea genuino, reconocible, lo mismo que mi letra, como algo que ha sido escrito, para bien o para mal, para mi. (En lo tocante a sus propios poemas, las preferencias del poeta y las de sus lectores a menudo se solapan pero rara
vez coinciden.)
Pero este poema que ahora me gustaría escribir tendría que ser no sólo bueno y genuino: si ha de satisfacerme, también debe ser verdadero.
Leo un poema de otra persona en el que se despide de su amada entre lágrimas: el poema es bueno (me conmueve como lo hacen otros poemas buenos) y genuino (reconozco la “letra del poeta”). Luego, en una biografía, descubro que, por las mismas fechas en que lo escribió, el poeta estaba harto de la muchacha pero fingió llorar a fin de evitar una escena y no herir sus sentimientos. ¿Afecta este dato a a mi apreciación de su poema? En absoluto; nunca conocí a su autor personalmente y su vida privada no es asunto mío. ¿Afectaría a mi apreciación si yo hubiera escrito el poema? Asi lo espero.
***
RESPUESTA DE W.H. AUDEN AL SENTIDO DE LA POESIA. ENTREVISTA DE 1965
Me abstengo de expresar mi sentido de la poesía en público, más que nada porque este mundo es tan frágil y paradójico que uno puede llega a ofender a otro de un modo inaudito por acercarse a una teoría estética o por defender un valor amado completamente ajeno a esa otra persona. Lo más increíble es ofender a alguien que ni siquiera ha cruzado dos palabras contigo por el sentido de un poema, o desilusionar a un lector porque descubre en tu biografía que sueles tomarte una copa de vino en el desayuno. Todo lo que sé de poesía (y de literatura, y de vida) lo he dicho en mis poemas. La mayor parte de mis verdades estan precisamente en mis elaboradas mentiras.
Cuando escribo nunca miento. Sólo soy palabra, tiempo, espacio, pronombres, ritmo, donde yace y se expresa mi experiencia, mi yo, mi memoria y mi deseo, mi tradición… lo que todo cambia y siempre permanece, lo que soy, el rostro que busqué y el que encuentro en cada uno de mis momentos, el que se transforma pasado mañana sin perder mis rasgos, sin dejar de ser yo.
***
Los señores del límite, de W. H. Auden
Por Juan Malpartida (Letras Libres, julio de 2007)
W. H. Auden (York, 1907-Viena, 1973), poeta y prosista inglés que vivió buena parte su vida en Estados Unidos (hizo el viaje inverso a Eliot y Pound), fue quizás el más completo de su generación en cuanto a la amplitud de registros poéticos. En la segunda mitad del siglo XX, si queremos pensar en alguien con semejante ductilidad para el verso y su facilidad para enfrentar temas distintos, hay que citar a Charles Tomlinson (1927), quien no sólo leyó desde su propio taller a Auden (aunque con poética distinta), sino a poetas norteamericanos como Pound, Hilda Doolittle y Moore. Por otro lado, Auden fue un crítico perspicaz, maestro de los recursos propios de la astucia, hasta el punto de que, sospecho, su idea de que “la poesía es magia: nacida en pecado” es causa de su antirromanticismo y de la necesidad de sujetar las riendas de lo imaginario en el sentido de revelación y transformación de la persona. Un poeta que se ve escribir. Prefirió la lucidez de controlar el verso, saber lo que estaba haciendo, y lo hizo por momentos con una maestría que resiste el paso de los años, tal como podemos observar ahora en esta completa antología bilingüe de Jordi Doce.
Poeta católico, percibió que la poesía, al menos como se postula en el Romanticismo y luego en muchos otros poetas, de Rilke a Neruda pasando por los surrealistas, es una defensa de la imaginación como originaria y fundadora, y por lo tanto, para Auden, una herejía. Su labor fue crear un mundo paralelo de poemas para soportar la desazón de la historia sin negarla. Creo que es necesario recordar que al final de sus años condenó ciertos extremos poéticos, tanto de expresión erótica como religiosa (en el mundo hispánico: San Juan de la Cruz y al Lorca de Poeta en Nueva York). Quizás Auden no puede reconciliarse con el fondo irreductible que percibía en lo poético como tampoco pudo hacerlo con el erotismo (homosexual, en su caso). Es curioso: Eliot no creía realmente en la poesía sino en la religión, en la que tampoco terminaba de creer, en un sentido fervoroso; Auden, también puritano, fue un poeta notable que no terminó de creer en la poesía, quizás porque le hubiera gustado que la poesía fuera esencialmente celebratoria del hecho de ser (algo que nos da Dios) y acontecer, pero no en el sentido de Octavio Paz, sino como un mundo de imágenes relativas a un hecho preexistente: la creación.
En definitiva, y si me extiendo es porque no estamos hablando de un poeta en su lengua, sus traducciones están logradas, suenan en español, participando de una lengua poética que a su vez confirma, contradice y renueva. Estos poemas suenan en un español pensado por Auden, gracias, entre otros, al mismo Gil del Biedma que supo contagiarse de determinadas cadencias y construcciones propias del poeta inglés y que Doce ha sabido recuperar para su traducción. Los logros de la traducción no sólo son visibles en los poemas de los años treinta, en los que ciertos aspectos de imaginación verbal tienen más equivalentes en la tradición del modernism, y donde se encuentran piezas magníficas como “Una noche de verano”, “En memoria de W. B. Yeats”, “Herman Melville” sino también en el poema en prosa “Calibán al público”, resuelto admirablemente, o los más voluntariamente retóricos de Bucólica, de finales de los cuarenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario