domingo, 18 de abril de 2010

Alberto Manguel, Cada libro en su lugar

Cada libro en su lugar

Alberto Manguel

Unas pocas semanas antes de Navidad, me dijeron que debía operarme de urgencia. Sin darme tiempo a hacer la maleta, me encontré en un cuarto adusto y aséptico, ansioso y sin libros. Pasar unos diez días convaleciente en el hospital sin nada para leer me pareció un castigo al límite de lo soportable y cuando mi compañero me propuso traerme de casa algunos volúmenes, acepté agradecido. ¿Pero cuáles elegir?

El autor del Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas “hay sazón” y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halle con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos. Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados. Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.

La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bosillo al cometer un crimen es El cazador oculto de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. Si el risueño Bernard Madoff acaba en prisión ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El Papa Benedicto XVI ¿se retirará a su studiolo en el Castelo Sant’Angelo con Bubú de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París de fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. Y a mí ¿qué libros me convendrían para mi forzado retiro?

No soy un usuario del libro electrónico, ese libro de arena que se ufana de ser casi inagotable y que, por lo tanto, no me obligaría a elegir; en momentos traumáticos me hace falta la consolación del papel y de la tinta. Hice una lista de posibles candidatos. Descarté algunas categorías obvias: novelas que no había leído aún, porque no quería correr el riesgo de que faltasen a mi propósito; ensayos científicos, porque temí que mi cerebro, ablandado por la anestesia, se mostrase más reacio que de costumbre a la asimilación de elucubraciones clínicas; por la misma razón, no elegí el género policial que, en tiempos normales, tanto aprecio. Tampoco las biografías: me pareció que en mi estrecha cama de hospital no habría lugar para otras vidas.

Acabé anotando cuatro tipos de lecturas que me parecieron adecuados:

• Libros que son antologías, generosos y fragmentarios. Pienso en los cuadernos de Samuel Butler, El libro de la almohada de Sei Shonagon, Religio medici de sir Thomas Browne, Memoria del fuego de Eduardo Galeano, Las ciudades invisibles de Italo Calvino.

• Una obra meditativa, melancólica, suavemente filosófica, como los ensayos de Jean Cocteau, La dificultad de ser, o esas iluminadas reflexiones sobre el Quijote de Javier Rodríguez Marcos, Los trabajos del viajero, o Los sueños de Einstein de Alan Lightman. Pensé asustar a las enfermeras dejando sobre mi mesa los tratados de Schopenhauer cuyo título combinado da Dolor y sufrimiento hasta la muerte, pero no me atreví.



• Un libro para hacerme sonreír: Alicia en el país de las maravillas, Tristram Shandy de Laurence Sterne, Pnin de Vladimir Nabokov, Historia universal de la infamia de Borges, Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome.

• Un libro de poesía: de Richard Wilbur, Quevedo, Javier Codesal, san Juan de la Cruz, Anne Carson... Para no tener que elegir un solo nombre, quizás convendría una colección ecléctica, como la Poesía barroca de J. P. Hill y E. Caracciolo-Trejo, fuente de infinito placer.

Los libros que elegí para esas largas semanas (fueron cuatro y no quiero nombrarlos) contienen ahora el diario de mi convalecencia. Abriéndolos en el futuro sabré cómo velaron a mi lado, hablaron conmigo cuando lo quise, o supieron esperar en silencio, atentos. Nunca se impacientaron, ni fueron sentenciosos o condescendientes. Estuvieron fielmente presentes, indiferentes a las horas, dando por sentado que también este momento pasaría, y mi incomodidad y mi desasosiego, y que sus páginas seguirían acompañándome en el futuro, describiendo algo mío, íntimo y oscuro, para lo cual yo no tenía (y aún no tengo y no tendré) palabras.

[Publicado en elmalpensante.com]

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Estos son algunos de los autores y títulos citados por Alberto Manguel en el artículo anterior:

Tres hombres en una barca
Jerome K
El cobre. Barcelona, 2003

El propio Jerome dijo en una ocasión: Es como escritor de Tres hombres en una barca como el público insiste en recordarme. En efecto, editada en 1889, la novela convirtió a su autor en un hombre rico y famoso. Tres amigos, George, Harris y el propio Jerome, deciden remontar el Támesis junto con Montmorency, el perro, un foxterrier que no puede faltar en la compañía de tres gentlemen que se precien. Al hilo de sus aventuras, sus bromas y sus jocosas conversaciones y trifulcas, el lector se sumerge en la hermosa campiña inglesa en un relato donde el humor se combina sabiamente con el documental sobre viajes, pues se trata del libro del Támesis por excelencia, de la descripción de su geografía e historia más amena y risueña que pueda encontrarse. Comparado con los escritores de su época, Jerome constituye una bocanada de aire fresco; su estilo rápido, ágil, desprovisto de solemnidades, casi coloquial y tremendamente espontáneo, encubre una inteligencia literaria que sólo poseen los grandes humoristas ingleses.

La principal belleza de este libro no reside tanto en su estilo literario o en el alcance y utilidad de la información que proporciona como en su simple veracidad. Sus páginas constituyen un registro de acontecimientos que ocurrieron realmente. Todo lo que se ha hecho es darles color, y ello sin recargo alguno de precio. George y Harris y Montmorency no son ideales poéticos, sino seres de carne y hueso... especialmente George, que pesa unos ochenta kilos. Quizá otras obras sobrepasen a ésta en profundidad de pensamiento y conocimiento de la naturaleza humana, y otros libros rivalicen con éste en originalidad y tamaño, pero, en lo que toca a veracidad sin esperanza ni curación posible, nada descubierto hasta el presente puede superarlo. Creemos que este encanto, por encima de los demás que lo adornan, dará a este volumen un valor precioso para el lector atento y prestará peso adicional a la lección que el relato contiene

Sueños de Einstein
Alan Lightman
Tusquets. Barcelona,

Todo comienza en Berna, en 1905, cuando, en una oficina de patentes llena de fajos que contienen ideas prácticas, un invisible reloj de pared señala las seis y diez. Minuto tras minuto nuevos objetos van adquiriendo forma. En la mortecina luz del amanecer un joven oficinista duerme en su silla, la cabeza caída encima del escritorio. En los últimos meses, ha tenido muchos sueños sobre el tiempo, y cada sueño describe la realidad bajo «una de las muchasnaturalezas posibles del tiempo» : en un mundo, el tiempo procede mediante círculos o hacia atrás ; en otro aun, es lento mientras en el de al lado es acelerado. Estos sueños han estado entorpeciendo su trabajo, lo dejan tan agotado que a veces no se sabe si está despierto o si sigue durmiendo. Pero, en medio de tantos «mundos posibles», una idea parece imponerse y va tomando forma en la mente privilegiada del joven soñador, que no es otro que Albert Einstein.

Hombres en sus horas libres (Pre-Textos) y La belleza del marido (Lumen)de Anne Carsons


"Mi actitud es que, por muy dura que sea la vida, lo que importa es hacer algo interesante con ella. Y esto tiene mucho que ver con el mundo físico, con mirar las cosas, la nieve y la luz y el olor de la puerta y todo aquello que constituye a cada instante tu existencia fenoménica. Qué gran consuelo... saber que estas cosas persisten en su ser.

La belleza del marido, el primer libro que se publica en España de la canadiense Anne Carson, es una de las más originales y turbadoras manifestaciones de la poesía de nuestros días.

André Gide
Los alimentos terrestres (fragmento)

"Yo viví en la dulce y perpetua espera del azar. Comprendí que la sed de disfrutar que nace en cada momento de voluptuosidad, se anticipa al gozo, de la misma manera como existen respuestas listas para cualquier pregunta. Fui feliz cuando las fuentes de agua me revelaron que tenía sed, y cuando estando en pleno desierto (donde la sed no se puede saciar), preferí, a pesar de todo, la fuerza febril que me inspiraba el furor del sol. Ciertas noches hallé oasis maravillosos que el deseo acumulado durante todo el día hacían más frescos aún. En la extensión de arena golpeada por el sol y como adormecida por un gran sueño (el calor era tal que vibraba en el aire) sentí el pulso de la vida, una vida que no podía dormir, que se desvanecía de tanto temblar en el horizonte, y que estaba henchida de amor a mis pies. Lo único que buscaba día a día, minuto a minuto, era hallar la manera más pura de penetrar la naturaleza.
Había recibido un don, preciado, el de no poner mayor freno a mi ser. Recordar el pasado influyó en mí sólo para dar unidad a mi vida: era como el hilo de Teseo que lo unía a su antiguo amor pero que no le impedía atravesar los paisajes más desconocidos, aunque al final, el hilo terminara por romperse. ¡Qué increíbles involuciones! Por las mañanas, yo saboreaba en mis caminatas la presencia de una nueva existencia, el nacimiento de mi percepción. '¡Oh! poeta, exclamaba, tú tienes la facultad del descubrimiento perpetuo'. Estaba totalmente receptivo. Mi alma era un albergue acogedor en el cruce de los caminos y recibía todo lo que se dejara captar. Me dejé buenamente convertir en un ser dócil, capaz de escuchar, al punto de no pensar en lo absoluto en mí mismo, de comprender todas las emociones que se presentaban delante de mí. Logré aplacar todo impulso de reacción hasta ya no considerar nada como algo malo y no tener que protestar por una nimiedad. Me di pronto cuenta además, que en mi apreciación de lo bello había también espacio para la fealdad. "

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