domingo, 18 de abril de 2010

Un encuentro, de Milan Kundera

Por Enrique Lynch

Tanto si se trata de su narrativa como de sus ensayos los libros de Milan Kundera tienen, como suele decirse, un “inconfundible parecido de familia” que seguramente no les viene de su estilo, puesto que ya sabemos que el estilo de un autor rara vez consigue conservarse en la traducción, por buena que esta sea; y como sólo podemos leerlo en versiones traducidas, la integridad literaria de la obra de Kundera (Brno, 1929) ha de responder a pautas que no son estilísticas. El parecido de familia tampoco es lo que la jerga periodística denomina una “problemática común”, aunque es evidente que hay asuntos que se repiten en los textos del escritor checo: las mujeres bellas y los amores más o menos apasionados, los adulterios y los ménages à trois, el drama del exilio y el ambiguo compromiso o rechazo del régimen comunista, la condición solitaria del escritor, lo cómico y la ironía, las referencias nacionales (la obra de Kafka, la música de Janáček) y la relación del propio Kundera con la lengua y la cultura de su patria de adopción, la Francia posmoderna, etcétera.
No, el parecido es otro y se deja ver en un registro muy característico: la propia presencia –omnipresencia– del autor en todo lo que juzga o lo que observa. Ya se trate de un relato, de la obra de un escritor clásico o contemporáneo, de pintura o de música, Kundera se las arregla para que su característica mirada, alejada y desentrañada, se haga presente a los ojos del lector; esa mirada que a veces se muestra deliberada o impostadamente perversa y que, al mismo tiempo, tiene una distintiva humanidad que enseguida nos hace cómplices de sus inclinaciones o caprichos. Sus novelas y ensayos no suscitan adhesión ni autorizan una toma de partido sino que provocan pura y simplemente complicidad. Kundera narra o comenta no sólo para dar testimonio sino para dejar impronta de su personal intervención, de tal modo que no es el objeto de su atención lo que prima en el relato o la crónica que escribe, como tampoco es un propósito definido, sino que es siempre él mismo, como necesario vértice de la observación. Así, sus comentarios son un mero pretexto para mostrarse obscenamente delante del lector. Kundera no tiene inconveniente alguno en describir sin tapujos sus propias debilidades o las de sus álter egos personificados en los protagonistas de sus relatos. Está él mismo en el momento en que alguno de sus personajes cae presa de la lisonja y la adulación o cuando confiesa miseria moral o urde alguna traición deliberada. Es Kundera quien habla en boca del seductor que le miente a una joven indefensa o quien trama las típicas artimañas del arribista sin escrúpulos o muestra el rencor inconsolable que asoma en su alma de intelectual expatriado. Kundera es único cuando nos hace participar de esa humana condición en la que casi todo el mundo puede reconocerse y que hace que sus libros, tan moralistas –y paradójicamente, tan inmorales–, resulten inmediatamente próximos. Kundera es nuestro cronista de la bajeza.
En este volumen se reúne un abanico de contribuciones varias sobre escritores, pintores y compositores, en su mayoría contemporáneos, de tal modo que esta pauta sesgada y personal es aún más evidente que en otras obras. Pasan, en una agradable y entretenida secuencia de piezas breves, comentarios agudos y originales acerca de Bacon, Beckett, Roth, Goytisolo, Rabelais, Xenakis, Schönberg... Hay algún texto parecido a un toma y daca entre pavos reales –el dedicado al cumpleaños de Carlos Fuentes–, algunos ajustes de cuentas (Brecht, Barthes y el desdichado Cioran, que recibe el calificativo de “dandy de la nada”) y un texto memorable, argumentado à rebours, sobre el olvidado Anatole France, autor en que se cebó la tradición surrealista hasta finalmente conseguir que quedara casi borrado de la historia de la literatura. No sería extraño que, en este inusitado alegato en favor de Anatole France, Kundera haya querido anticipar una especie de autodefensa frente a la muy probable descalificación que caerá sobre su propia obra tras su muerte. En cualquier caso, el homenaje revela, por otro lado, cuánta veleidad se da en los juicios que fundan el prestigio (o desprestigio) de un autor en la República de las Letras.
Y, sin embargo, este es un libro que reúne juicios muy veleidosos de un autor. Por lo tanto, uno se pregunta: ¿tiene algún método o principio crítico Kundera? ¿Responde a alguna regla del arte que no sea un anacrónico elogio de la forma novela? Ninguna. Se diría que su fórmula es siempre la misma, una especie de autoposición. Él mismo la desvela cuando declara:

Cuando un artista habla de otro, siempre habla (mediante carambolas y rodeos) de sí mismo, y en ello radica todo el interés de su opinión.

O sea, la conocida fórmula del genio romántico, sostenida en el prejuicio acerca de la divinidad del Artista y la no menos romántica idea del Arte como experiencia inefable, que abona la idea de que sólo un auténtico artista es capaz de apreciar –o no– la obra de otro artista.
Naturalmente, esta es una vieja triquiñuela de los vanidosos. Como Kundera es, a fin de cuentas, un escritor inteligente, cabe perdonarle que se muestre tan vanidoso, al punto de hacer gala –como sucede en algún pasaje de este libro– de la propia vanidad. Lo que ocurre es que también da mal ejemplo; y ya sabemos que en la República de las Letras la vanidad es harto habitual, pero la inteligencia no tanto.

                                                                         ***


Por Monika ZGustova
La Tribuna cultural, 16 de agosto de 2009

Ensayo ¿checo?, ¿francés? El escritor que tantas páginas ha dedicado a los temas de la identidad y el exilio vuelve a las andadas con un libro en el que convoca a sus creadores predilectos, como Céline, Francis Bacon o Stravinski.
Desde las primeras páginas del nuevo libro de ensayos de Milan Kundera (1929), Un encuentro, descubro la absoluta libertad desde la que el autor escribe, libre de cualquier imposición, fe o ideología, sin concesiones a nada ni a nadie, desilusionado de todo excepto de los creadores en los que se encuentra algo que compartir. Es la libertad que Kundera viene reivindicando desde hace tiempo para el novelista y el escritor en general, la libertad del que ha vivido suficiente como para desenmascarar todas las trampas que le ha tocado vivir. Kundera ha tenido demasiados encontronazos con la historia como para creer aún en algo ajeno al individuo: primero vivió el brusco despertar de su obnubilación con el comunismo, después la desesperación tras la invasión soviética de Checoslovaquia, que le llevó al exilio y al cambio de lengua literaria, del checo al francés; y, tras el deslumbrante éxito de sus novelas, a sus casi 80 años tuvo que soportar una calumniadora campaña contra su persona, lanzada desde Praga y vociferada frívolamente por la prensa del mundo entero. Esas experiencias, que discretamente deja entrever en Un encuentro, hacen de él un pensador libre que defiende al hombre y su camino hacia la independencia interior y la ilustración.

¿Por qué este título? Porque para hablar de lo que íntimamente le interesa, Kundera convoca en sus páginas a los creadores a los que siente más cercano. Así desfilan por el libro pintores como Francis Bacon, novelistas como Juan Goytisolo, Céline, Philip Roth, Carlos Fuentes, García Márquez o Curzio Malapartse, o músicos como Stravinski, Xenakis o Janácek, referente insoslayable en todos los libros de ensayo de Kundera. En estos encuentros, Kundera aborda los grandes temas que le ocupan al final de su vida: la identidad y el exilio, la falsedad y la traición, la memoria y el olvido, los vivos y los muertos. Siempre desde la peripecia del individuo, el único que para Kundera tiene valor, el hombre ínfimo ante la historia y sus poderes, ante las limitadoras identidades colectivas, ante las religiones y las ideologías.

El exilio como invitación a la libertad

Desde que se exilió en París, Kundera ha dedicado más de un ensayo, a menudo incorporado a sus novelas, al tema del extranjero, ese ser que parece siempre venir del más allá. En el presente libro el autor evoca a la poeta checa Vera Linhartova que habla del exilio como de una vivencia liberadora. Y se pregunta si Linhartova, escribiendo en francés, es aún una escritora checa. No, contesta. ¿Se ha convertido en una escritora francesa? Tampoco. Linhartova –y Kundera- está más allá de las identidades. Como Chopin, Nabokov, Beckett, Stravinski y Gombrowicz. De hecho cada cual experimenta el exilio a su manera inimitable; y para el escritora que no ata nada, la elección de la lengua en la que escribir es una muestra irreductible de libertad. Anteriormente Kundera dedicó al tema del extranjero capítulos de sus novelas La insoportable levedad del ser y El libro de la risa y el olvido, y una novela entera: La ignorancia.

Si los exiliados hacen suyo el país de adopción, ¿quién es extranjero? Lo es Oscar Milosz, ese poeta lituano en lengua francesa, cuyos versos deslumbran a Kundera pero a quien un defensor de lo identitario, en este caso André Gide, le excluyó de su antología de la poesía francesa diciendo que “su poesía no es francesa”. Según Kundera, Milosz representa “la intocable soledad de un extranjero”.

La soledad de los olvidados

Francia ha permitido que no sólo Milosz, sino también Anatole France, uno de sus grandes clásicos, cayera primero en desgracia y luego en el olvido por razones ajenas a su valor literario. Kundera cuenta que poco después de su llegada a Francia, en una reunión mencionó el nombre de France y acto seguido el escritor rumano Cioran se inclinó hacia él para susurrarle: “¡No pronuncie jamás aquí este nombre en voz alta si no quiere convertirse en la comidilla de la burla general!” ¿Por qué? Pues porque en un país que se enorgullece de su revolución, un escritor que la analiza críticamente es digno de menosprecio. Kundera demuestra que al propio Cioran en Francia, su país de adopción, los intelectuales le pusieron en la lista negra por culpa de sus flirteos juveniles con el fascismo rumano.

Para Kundera la desmemoria es un mal, pero la memoria utilizada como arma de castigo, convertida en mítica transparencia obligada, resulta igualmente dañina, pues aboca a una generalizada indiscreción. Otro tema hecho novela, esta vez en La inmortalidad.

El brillo blanco de la sonrisa americana

En las últimas páginas, Kundera analiza la novela La piel de Malaparte. Su tema es Europa, sometida primero por el nazismo, luego liberada –liberada y ocupada- por EEUU y la URSS. La Europa que había considerado su cultura como modelo para el mundo, tras su liberación empieza a sentirse pequeña ante una América luminosa y omnipresente. Ese cambio en la propia percepción de los europeos, el europeo cansado y escéptico, vencido y culpabilizado que se dejó cegar por el brillo blanco y virtuoso de la sonrisa americana, interesa tanto a Malaparte como a Kundera.

Tras la guerra ya no se combate por el futuro sino por el pasado: cuando los comunistas italianos fusilan a los jóvenes fascistas o cuando los americanos tiran bombas de fósforo sobre Hamburgo, la batalla se ha trasladado al campo de la memoria. Kundera dice que hoy ya sabemos que “cuanto más se alejaba Europa del final de la guerra, más proclamaba como un deber moral convertir los crímenes pasados en inolvidables. Y a medida que pasaba el tiempo, los tribunales castigaban a personas cada vez más viejas, regimientos de denunciantes invadían la maleza de lo olvidado y el campo de batalla se alargaba hasta los cementerios”. Hace unos meses, Kundera mismo fue víctima de semejante pelotón.
Si Kundera comienza su libro hablando de los vivos, de su escasa originalidad y su patético parecido físico a los retratos de Bacon, un encuentro concluye con una reflexión sobre los muertos. En comparación con los vivos, los muertos tienen una absoluta superioridad numérica: “Seguros de su superioridad, se burlan de nosotros, se burlan de esa pequeña isla de tempo en la que vivimos, de ese minúsculo tiempo de la nueva Europa la cual nos muestran en toda su insignificancia, toda su fugacidad”.
Al terminar Un encuentro constato que Kundera, ni francés ni checo, es uno de los mejores ensayistas actuales y que este es su libro de ensayos más bello y más lúcido, más mimado y personal.

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Conciencia insobornable de un siglo marcado por la tragedia y la frivolidad, Milan Kundera (Brno, 1929) desvela sus juicios sobre la novela, el exilio o el amor en lo más atroz del siglo XX. Y lo hace de la mano de su amiga, editora y traductora Beatriz de Moura, que ha vertido al castellano este Encuentro (Tusquets) “con mis reflexiones y mis recuerdos: mis viejos temas existenciales y estéticos y mis viejas querencias”. Un encuentro en el que escribe, por ejemplo, que ya “no hay leyes [...] que se opongan al deseo. Todo está permitido, y el único enemigo es nuestro propio cuerpo al desnudo, desencantado”. Que Cien años de soledad es “un adiós dirigido a la era de la novela”. O descubre los espejismos del exilio, la literatura y la amistad en el capítulo VI, “En otra parte”, que a continuación leemos.

El exilio liberador según Vera Linhartova

Vera Linhartova era, en los años sesenta, uno de los escritores más admirados en Checoslovaquia, poeta de una prosa meditativa, hermética, inclasificable. Al dejar Praga por París en 1968, comenzó a escribir y a publicar en francés. Conocida por su naturaleza solitaria, sorprendió a todos sus amigos cuando, a principios de los años noventa, aceptó la invitación del Instituto Francés de Praga y, con motivo de un coloquio dedicado a los problemas del exilio, leyó un texto. Nunca he leído sobre este tema nada más inconformista ni más lúcido.

La segunda mitad del siglo pasado extremó en todo el mundo la sensibilidad de la gente hacia el destino de las personas expulsadas de sus países. Esta sensibilidad compasiva nubló el problema del exilio con un moralismo lagrimoso y ocultó el carácter concreto de la vida del exiliado que, según Linhartova, convirtió con frecuencia su destierro en una salida liberadora “hacia otra parte, por definición desconocida, abierta a todas las posibilidades”. ¡Por supuesto tiene mil veces razón! De lo contrario, ¿cómo se explica el hecho aparentemente sorprendente de que, tras el final del comunismo, casi ninguno de los grandes artistas haya regresado enseguida a su país? ¿El final del comunismo no les ha incitado a celebrar en su país natal la fiesta del Gran Retorno? Y aunque, para mayor decepción del público, no deseara volver, ¿no tendría que haber sido para él una obligación moral? Linhartova:
“El escritor es ante todo un hombre libre, y la obliga ción de preservar su independencia contra toda coacción pasa por delante de cualquier otra consideración. Y ya no me refiero ahora a esas coacciones insensatas que intenta imponer un poder abusivo, sino a las restricciones -aún más difíciles de evitar por ser bienintencionadas- que apelan a los sentimientos del deber hacia el país”.
En efecto, vamos rumiando lugares comunes de los derechos del hombre y, al mismo tiempo, consideramos al individuo como propiedad de su nación.
Linhartova va todavía más lejos: “Por tanto elegí el lugar donde quería vivir, y también elegí la lengua en la que quería hablar”. Se le objetará: el escritor, aun siendo un hombre libre, ¿acaso no es el guardián de su lengua? ¿No es éste el sentido mismo de su misión? A lo que ella contesta: “Se pretende con frecuencia que un escritor es menos libre que nadie de movimientos, porque permanece vinculado a su lengua por un lazo indisoluble. Creo que éste es otro de los muchos mitos que sirven de excusa a los timoratos...”. Porque: “... el escritor no es prisionero de una única lengua”. Gran frase liberadora. únicamente la brevedad de su vida impide al escritor sacar todas las conclusiones de esta invitación a la libertad.
Linhartova: “Mis simpatías están con los nómadas, siento que no tengo alma de sedentaria. De modo que tengo pleno derecho a decir que mi propio exilio vino a colmar lo que, desde siempre, había sido mi deseo más ansiado: vivir en otra parte”. Cuando Linhartova escribe en francés, ¿sigue siendo una escritora checa? No. ¿Pasa a ser una escritora francesa? Tampoco. Está en otra parte. En otra parte, como antaño Chopin, en otra parte como, más tarde, cada uno a su manera, Nabokov, Beckett, Stravinsky, Gombrowicz. Por supuesto, cada cual vive su exilio a su modo inimitable, y la experiencia de Linhartova es un caso límite. Aun así, después de su texto radical y luminoso, ya no se puede hablar del exilio como se ha hablado hasta ahora.

La intocable soledad de un Extranjero (Oscar Milosz)

1.
La primera vez que vi el nombre de Oscar Milosz fue encima del título de su Symphonie de Novembre, traducida al checo y publicada meses después de la guerra en una revista de vanguardia de la que, a mis diecisiete años, era lector asiduo.
Comprobé hasta qué punto había calado en mí esa poesía tan sólo treinta años después, en Francia, donde por primera vez pude abrir el libro de Milosz en el original francés. Encontré enseguida Symphonie de Novembre y, al leerlo, oí en mi memoria toda la traducción checa (soberbia) de ese poema, del que no he perdido ni una palabra. En esa versión checa, el poema de Milosz había dejado en mí una huella tal vez más profunda que la poesía de Apollinaire, Rimbaud, Nezval, o Desnos, a los que devoraba en esa misma época. Sin ninguna duda, esos poetas me habían maravillado no sólo por la belleza de sus versos, sino también por el mito que rodeaba sus nombres sagrados, que, además, me servían de consigna para que los míos, los modernos, los iniciados, me reconocieran como parte de ellos. Pero alrededor de Milosz no había mito alguno: su nombre, totalmente desconocido, no me decía nada ni a mí ni a nadie a mi alrededor. En su caso no quedé fascinado por un mito, sino por algo bello que actuaba por sí solo, al desnudo, sin apoyo exterior alguno. Seamos sinceros: esto ocurre muy pocas veces.

2.
Pero ¿por qué precisamente ese poema? Creo que lo esencial residía en el descubrimiento de algo que nunca en ningún otro lugar había encontrado: el descubrimiento del arquetipo de una forma de la nostalgia que se expresa, gramaticalmente, mediante el futuro y no mediante el pasado. El futuro gramatical de la nostalgia. La forma gramatical que proyecta un pasado añorado en un lejano porvenir; que convierte la evocación melancólica de lo que ya no es en desgarradora tristeza de una promesa irrealizable.

Tu seras vêtu de violet pâle, beau chagrin!
Et les fleurs de ton chapeau seront tristes et petites
[Te vestirás de violeta pálido, ¡hermosa pena!
Y las flores de tu sombrero serán tristes y pequeñas.]

3.
Recuerdo una representación de Racine en la Comédie Française. Para hacer que las réplicas fueran naturales, los actores las pronunciaban como si se tratara de prosa; borraban sistemáticamente la pausa al final de los versos; imposible reconocer el ritmo del alejandrino ni oír las rimas. Tal vez pensaran actuar en armonía con el espíritu de la poesía moderna, que ha abandonado desde hace tiempo la métrica y la rima. Pero el verso libre, en el momento en que nació, ¡no quería “prosaizar” la poesía! Quería liberarla de las corazas métricas para descubrir otra musicalidad, más natural, más rica. ¡Conservaré para siempre en mis oídos la voz cantante de los grandes poetas surrealistas (tanto checos como franceses) recitando sus versos! Al igual que en un alejandrino, un verso libre era también una unidad musical ininterrumpida, terminada por una pausa. Hay que hacer que se oiga esta pausa tanto en un alejandrino como en un verso libre, aunque con ello se contradiga la lógica gramatical de la frase. Precisamente en esa pausa que rompe la sintaxis es donde reside el refinamiento melódico (la provocación melódica) del encabalgamiento. La dolorosa melodía de las Symphonies de Milosz arranca del modo en que se encadenan los encabalgamientos. En Milosz, un encabalgamiento es un breve silencio sorprendido ante la palabra que llegará al principio del verso que la sigue:

Et le sentier obscur sera là, tout humide
D'un écho de cascades. Et je te parlerai
De la cité sur l'eau et du Rabbi de Bacharach
Et des Nuits de Florence. Il y aura aussi...
[Y el sendero oscuro ahí estará, húmedo
de un eco de cascadas. Y te hablaré
de la ciudad del agua y del rabino de Bacharach
y de las noches de Florencia. También habrá...]

4.
En 1949, André Gide preparó para éditions Gallimard una antología de la poesía francesa. Escribió en el prólogo: “X me reprocha no haber incluido nada de Milosz. [...] ¿Es un olvido? No, no lo es. Es que no he encontrado nada valioso que me pareciera particularmente digno de reproducirse. Repito: mi elección no tiene nada de histórica, me ha guiado tan sólo la calidad”. En la arrogancia de Gide había una parte de sentido común: a Oscar Milosz no le pegaba nada esa antología; su poesía no es francesa; al conservar todas sus raíces polaco-lituanas, se refugió en la lengua de los franceses como en una cartuja. Consideremos, pues, el rechazo de Gide una manera noble de proteger la intocable soledad de un extranjero; de un Extranjero.


La enemistad y la amistad

Un día, al principio de los años setenta, durante la ocupación rusa de mi país, mi mujer y yo, los dos despedidos de nuestros trabajos, los dos con problemas de salud, fuimos a visitar en un hospital en las afueras de Praga a un gran médico, al que llamábamos el profesor Smahel, un viejo sabio judío, amigo de todos los disidentes. Nos encontramos allí con E., un periodista, también despedido de todas partes, también con problemas de salud, y los cuatro estuvimos conversando mucho tiempo, felices de la atmósfera de mutua simpatía.
A la vuelta, E. nos llevó de regreso en su coche y comenzó a hablar de Bohumil Hrabal, en aquel momento el escritor checo vivo más importante; dotado de una fantasía sin límites, amante de experiencias plebeyas (sus novelas están pobladas de personajes muy ordinarios), era muy leído y muy querido (toda la oleada de la joven cinematografía checa lo adoraba como a su santo patrón). Era profundamente apolítico. Lo cual no era inocente en un régimen para el que “todo es política”: su apoliticismo se burlaba de un mundo en el que arreciaban las ideologías. Por eso cayó durante mucho tiempo en una relativa desgracia (por ser, como era, inutilizable para cualquier compromiso oficial), pero gracias a ese apoliticismo (tampoco nunca se comprometió contra el régimen), durante la ocupación rusa lo dejaron en paz y pudo así, siempre en la cuerda floja, publicar algunos libros.
E. lo insultaba furioso: ¿cómo puede él aceptar publicar sus libros cuando sus colegas tienen prohibida la publicación de los suyos? ¿Cómo puede con ello respaldar al régimen? ¿Sin una sola palabra de protesta? Su comportamiento es detestable y Hrabal es un colaboracionista.
Reaccioné con la misma furia: ¡qué absurdo hablar de colaboracionismo si el espíritu de los libros de Hrabal, su humor, su imaginación están en el polo opuesto a la mentalidad que nos gobierna y que quiere asfixiarnos con camisas de fuerza! El mundo en el que se puede leer a Hrabal es totalmente distinto a aquel donde no se pudiera oír su voz. ¡Un único libro de Hrabal rinde un servicio mucho mayor a la gente, a su libertad de espíritu, que todos nosotros juntos con nuestros gestos y nuestras proclamas contestatarias! La discusión en el coche se convirtió rápidamente en una pelea llena de odio.
Cuando más tarde, extrañado por aquel odio (auténtico y perfectamente recíproco), volví a pensar en aquel episodio, me dije: la armonía en casa del médico fue pasajera debido a las circunstancias históricas particulares, que nos convertían en perseguidos; nuestro desacuerdo, por el contrario, era fundamental y ajeno a las circunstancias; era el desacuerdo entre aquellos para quienes la lucha política es superior a la vida concreta, al arte, al pensamiento, y aquellos para quienes el sentido de la política es estar al servicio de la vida concreta, del arte, del pensamiento. Tal vez las dos actitudes sean legítimas, pero son irreconciliables.

En otoño de 1968, cuando pude viajar dos semanas a París, tuve la suerte de hablar largamente en dos o tres ocasiones con Aragon en su apartamento de la Rue de Varennes. No, no le dije nada destacable, en cambio escuché. Como nunca he llevado un diario, mis recuerdos son vagos; de aquellos comentarios, recuerdo sólo dos asuntos recurrentes: me habló mucho de André Breton, quien al final de su vida se habría acercado a él; y me habló del arte de la novela. Incluso antes de escribir su prólogo a La broma (escrito un mes antes de nuestros encuentros), había elogiado la novela como tal: “La novela es indispensable al hombre, como el pan”; durante mis visitas me incitaba a defender siempre “ese arte” (ese arte “desprestigiado”, como escribió en su prólogo; rescaté más tarde esta fórmula para el título de un capítulo en El arte de la novela).
Conservé de nuestros encuentros la impresión de que la razón más profunda de su ruptura con los surrealistas no era política (su obediencia al Partido Comunista), sino estética (su fidelidad a la novela, el arte “desprestigiado” por los surrealistas) y me pareció haber entrevisto el doble drama de su vida: su pasión por el arte de la novela (tal vez el terreno principal de su genio) y su amistad por Breton (hoy en día, ya lo sé: en la era de los balances, la llaga más dolorosa es la que dejan las amistades rotas; y nada más idiota que sacrificar una amistad por la política. Me enorgullezco de no haberlo hecho nunca. Admiré a Mitterrand por la fidelidad que supo conservar hacia sus viejos amigos. Y por esta fidelidad fue violentamente atacado hacia el final de su vida. Esta fidelidad fue de hecho su nobleza).

Unos siete años después de mi encuentro con Aragon, conocí a Aimé Césaire, cuya poesía había descubierto poco después de la guerra, en la traducción checa de una revista de vanguardia (la misma que me había dado a conocer a Milosz). Fue en París, en el taller del pintor cubano Wifredo Lam; Aimé Césaire, joven, vivaracho, encantador, me abrumó a preguntas. La primera: “Kundera, ¿conoció usted a Nezval?”. “Por supuesto, y usted, ¿cómo lo conoció?” No, no lo había conocido, pero Breton le había hablado mucho de él.

Según mis ideas preconcebidas, Breton, con su reputación de hombre intransigente, sólo podría haber hablado mal de Vitezslav Nezval, quien, unos años antes, se había separado del grupo de los surrealistas checos y había optado por obedecer (algo así como Aragon) a la voz del partido. No obstante, Césaire me repitió que Breton, en 1940, durante su estancia en Martinica, le había hablado con aprecio de Nezval. Esto me conmovió. En particular porque Nezval, a su vez, lo recuerdo bien, hablaba siempre con aprecio de Breton.
Lo que más me llamó la atención en los grandes procesos de Stalin es la fría aprobación con la que los hombres de Estado comunistas aceptaban la condena a muerte de sus amigos. Porque eran todos amigos, me refiero a que se habían conocido íntimamente, habían vivido juntos momentos duros, emigración, persecución, larga lucha política. ¿Cómo pudieron sacrificar su amistad, y de esa manera tan macabramente definitiva?
Pero ¿era realmente amistad? Hay un tipo de relación humana para la que, en checo, se emplea la palabra sudruzstvi (sudruh: camarada), o sea “la amistad entre camaradas”, la simpatía que une a aquellos que comparten la misma lucha política. Cuando desaparece la entrega a la causa común, también desaparece la razón de la simpatía. Pero la amistad que está sometida a un interés superior a la amistad no tiene nada que ver con la amistad.
En nuestros tiempos aprendimos a someter la amistad a lo que suele llamarse las convicciones. Y lo hacíamos con el orgullo de actuar con rectitud moral. Es necesaria una gran madurez para comprender que la opinión que defendemos no es más que nuestra hipótesis favorita, a la fuerza imperfecta, probablemente pasajera, que sólo los muy cortos de entendederas pueden tomar por una certeza o una verdad. Contrariamente a la pueril fidelidad a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última.

Miro la foto de René Char al lado de Heidegger. El primero, célebre resistente contra la ocupación alemana. El segundo, denigrado por las simpatías que, en determinado momento de su vida, sintió por el nazismo naciente. La foto está fechada en los años de posguerra. Se les ve de espaldas; una gorra en la cabeza, una grande, la otra pequeña, paseando en plena natu raleza. Me encanta esta foto.


Sobre las dos grandes Primaveras y los Skvorecký

1.
Cuando en septiembre de 1968 pude pasar unos días en París, traumatizado por la tragedia de la invasión rusa de Checoslovaquia, estaban allí también Josef y Zdena Skvorecký. Me asalta otra vez la visión de un joven que, agresivamente, se dirigió a nosotros: “¿Qué quieren exactamente ustedes los checos? ¿Es que se han cansado ya del socialismo?”.

Durante aquellos días, debatimos largamente con un grupo de amigos franceses que emparentaban las dos Primaveras, la parisina y la checa, envueltas las dos en un mismo espíritu de rebelión. Esto era mucho más agradable de escuchar, pero persistía el malentendido.

El Mayo del 68 de París fue una explosión inesperada. La Primavera de Praga, la culminación de un largo proceso que arranca del choque que había producido el Terror estalinista en los primeros años después de 1948.

El Mayo de París, conducido primero por iniciativa de los jóvenes, estaba impregnado de lirismo revolucionario. La Primavera de Praga se inspiraba en el escepticismo posrevolucionario de los adultos.

El Mayo de París era un cuestionamiento festivo de la cultura europea, vista como aburrida, oficial, esclerosada. La Primavera de Praga era la exaltación de esa misma cultura durante largo tiempo sofocada bajo la imbecilidad ideológica, la defensa tanto del cristianismo como de la negación libertina de toda creencia y, cómo no, del arte moderno (digo bien: moderno, no posmoderno).

El Mayo de París hacía gala de su internacionalismo. La Primavera de Praga quería devolver a una pequeña nación su originalidad y su independencia.

Gracias a un “maravilloso azar”, estas dos Primaveras, asincrónicas, salidas cada una de un tiempo histórico distinto, se encontraron el mismo año en “la mesa de disección”.

2.
El principio del camino hacia la Primavera del Praga está marcado en mi memoria por la primera novela de Skvorecký, Los cobardes, publicada en 1956 y recibida con el grandioso fuego de artificio del odio oficial. Esta novela, punto de partida de una gran trayectoria literaria, habla de un señalado punto de partida histórico: una semana de mayo de 1945 durante la cual, tras seis años de ocupación alemana, renace la República checa. Pero ¿por qué semejante odio? ¿Era la novela tan agresivamente anticomunista? En absoluto, Skvorecký cuenta en ella la historia de un hombre de veinte años, locamente enamorado del jazz (al igual que Skvorecký), arrastrado por el torbellino de unos días de una guerra moribunda cuando el Ejército alemán ya estaba de rodillas, en la que la resistencia checa se reconstituía con torpeza y en la que los rusos ya estaban llegando. Ningún anticomunismo, sino más bien una actitud no política; ligera, descortésmente no ideológica.

Y, además, la omnipresencia del humor, del inoportuno humor. Lo cual me hace pensar que la gente ríe de un modo diferente en las distintas partes del mundo. ¿Cómo negarle a Bertolt Brecht el sentido del humor? No obstante, su adaptación teatral de Las aventuras del buen soldado Svejk prueba que jamás entendió nada de la comicidad de Hasek. El humor de Skvorecký (como el de Hasek o Hrabal) es el humor de los que están lejos del poder, no aspiran al poder y consideran que la Historia es una vieja bruja ciega cuyos veredictos morales les hacen morir de risa. Y me parece significativo que sea precisamente con ese espíritu no serio, antimoralista, antiideológico, como arrancó, al alba de los años sesenta, un gran decenio de la cultura checa (por otra parte, el último al que podemos llamar grande).

3.
Oh, los queridos años sesenta; me gustaba decirlo entonces, cínicamente: el régimen político ideal es una dictadura en descomposición; el aparato represivo funciona de una manera cada vez más defectuosa, pero sigue ahí para estimular el espíritu crítico y burlesco.

En el verano de 1967, irritados por el valiente congreso de la Unión de Escritores y considerando que el desafío había ido demasiado lejos, los amos del Estado intentaron endurecer su política. Pero ese espíritu crítico había contaminado ya incluso a un comité central del Partido que, en enero de 1968, decidió dejarse presidir por un desconocido: un tal Alexander Dubcek. Empezó la Primavera de Praga: con una gran sonrisa el país rechazó someterse al estilo de vida impuesto por Rusia; se abrieron las fronteras del Estado y todas las organizaciones sociales (sindicatos, uniones, asocia ciones), en su origen creadas para transmitir al pueblo la voluntad del Partido, se independizaron y se convirtieron en instrumentos inesperados de una democracia inesperada. Nació un sistema (sin ningún proyecto previo, casi por casualidad) que carecía realmente de precedentes: una economía nacionalizada al ciento por ciento, una agricultura en manos de cooperativas, poca gente rica, poca gente pobre, la enseñanza y la medicina gratuitas, pero también: el final del poder de la policía secreta, el final de las persecuciones políticas, la libertad de escribir sin censura y, por tanto, el florecer de la literatura, el arte, el pensamiento, las revistas.

Ignoro cuáles eran las perspectivas de futuro de aquel sistema; en la situación geopolítica de entonces, sin duda alguna eran nulas; pero ¿y en otra situación geopolítica? ¿Quién puede saberlo?... En todo caso, aquel segundo durante el que existió ese sistema, aquel segundo fue soberbio.

En Mirákl (Milagro) (terminada en 1970), Skvorecký cuenta todo ese periodo, entre 1948 y 1968. Lo sorprendente es que posa su mirada escéptica no sólo sobre la estupidez del poder, sino también sobre los contestatarios, su gesticulación vanidosa que iba instalándose en el escenario de la Primavera. Por eso, en Checoslovaquia, después de la catástrofe de la invasión, ese libro no sólo fue prohibido, como todas las obras de Skvorecký, sino poco reivindicado también por los que se oponían al régimen, quienes, contaminados por el virus del moralismo, no soportaban la libertad inoportuna de aquella mirada, la libertad inoportuna de la ironía.

4.
Cuando, en septiembre de 1968, en París, los Skvorecky y yo discutimos con amigos franceses acerca de nuestras dos Primaveras, no andábamos exentos de preocupaciones: yo pensaba en mi difícil regreso a Praga; ellos, en su difícil emigración a Toronto. La pasión de Josef por la literatura norteamericana y por el jazz había facilitado su elección. (Como si, desde nuestra primera juventud, lleváramos dentro el lugar de nuestros respectivos posibles exilios: yo, en Francia; ellos, en Norteamérica...) Pero, por muy desarrollado que fuera su cosmopolitismo, los Skvorecký eran patriotas.

Sí, ya lo sé, hoy en día, en estos tiempos de bailes organizados por los uniformizadores de Europa, en lugar de “patriota” habría que decir (con desdén) “nacionalista”. Pero, perdónennos, en aquellos tiempos siniestros, ¿cómo habríamos podido no ser patriotas? Los Skvorecký vivían en Toronto en una casita en la que dedicaron una habitación a editar y publicar a escritores checos prohibidos en su país. Nada por entonces era más importante. La nación checa no nació (varias veces) gracias a sus conquistas militares, sino que renació siempre gracias a su literatura. Y no me refiero a la literatura como arma política. Hablo de la literatura en tanto que literatura. Ninguna organización política subvencionaba a los Skvorecký, quienes, como editores, no podían contar sino con sus propias fuerzas y sus propios sacrificios. Nunca lo olvidaré. Yo vivía en París y el corazón de mi país natal estaba para mí en Toronto. Una vez terminada la ocupación rusa, ya no hubo motivos para publicar libros checos en el extranjero. Desde entonces, Zdena y Josef visitan Praga de vez en cuando, pero vuelven siempre a su patria. La patria de su viejo exilio.

                                                                   ***

Aquí el poema completo "Symphonie de novembre" de Oscar Milosz comentado por Milan Kundera en el anterior cap. IV de Encuentro, en versión bilingüe:

Symphonie de novembre

Ce sera tout à fait comme dans cette vie. La même chambre.
—Oui, mon enfant, la même. Au petit jour, l’oiseau des temps dans la feuillée
Pâle comme une morte : alors les servantes se lèvent
Et l’on entend le bruit glacé et creux des sceaux

A la fontaine. O terrible, terrible jeunesse ! Cœur vide !
Ce sera tout à fait comme dans cette vie. Il y aura
Les voix pauvres, les voix d’hiver des vieux faubourgs,
Le vitrier avec sa chanson alternée,

La grand-mère cassée qui sous le bonnet sale
Crie des noms de poissons, l’homme au tablier bleu
Qui crache dans sa main usée par le brancard
Et hurle on ne sait quoi, comme l’Ange du jugement.

Ce sera tout à fait comme dans cette vie. La même table,
La Bible, Goethe, l’encre et son odeur de temps,
Le papier, femme blanche qui lit dans la pensée,
La plume, le portrait. Mon enfant, mon enfant !

Ce sera tout à fait comme dans cette vie ! —Le même jardin,
Profond, profond, touffu, obscur. Et vers midi
Des gens se réjouiront d’être réunis là
Qui ne se sont jamais connus et qui ne savent

Les uns des autres que ceci : qu’il faudra s’habiller
Comme pour une fête et aller dans la nuit
Des disparus, tout seul, sans amour et sans lampe.
Ce sera tout à fait comme dans cette vie. La même allée :

Et (dans l’après-midi d’automne), au détour d’une allée,
Là où le beau chemin descend peureusement, comme la femme
Qui va cueillir les fleurs de la convalescence —écoute, mon enfant,—
Nous nous rencontrerons, comme jadis ici ;

Et tu as oublié, toi, la couleur d’alors de ta robe ;
Mais moi, je n’ai connu que peu d’instants heureux.
Tu seras vêtu de violet pâle, beau chagrin !
Et les fleurs de ton chapeau seront tristes et petites

Et je ne saurai pas leur nom : car je n’ai connu dans la vie
Que le nom d’une seule fleur petite et triste, le myosotis,
Vieux dormeur des ravins au pays Cache-Cache, fleur
Orpheline. Oui, oui, cœur profond ! comme dans cette vie.

Et le sentier obscur sera là, tout humide
D’un écho de cascades. Et je te parlerai
De la cité sur l’eau et du Rabbi de Bacharach
Et des nuits de Florence. Il y aura aussi

Le mur croulant et bas où somnolait l’odeur
Des vieilles, vieilles pluies, et une herbe lépreuse,
Froide et grasse secouera là ses fleurs creuses
Dans le ruisseau muet.


Sinfonía de noviembre

Será igual que en esta vida. La misma habitación
—Sí, mi niña, la misma. Al alba, el pájaro de los tiempos en la enramada
Pálida como una muerta: entonces las sirvientas se levantan
Y se oye el ruido helado y hueco de los cubos

En la fuente. ¡Oh terrible, terrible juventud! ¡Corazón vacío!
Será igual que en esta vida. Estarán
Las voces pobres, las voces de invierno de los viejos suburbios,
El vidriero con su canción alternada,

La abuela encorvada que bajo la cofia sucia
Vocea nombres de pescados, el hombre del delantal azul
Que escupe en su mano gastada por la vara del carro
Y grita no se sabe qué, como el Angel del juicio.

Será igual que en esta vida. La misma mesa,
La Biblia, Goethe, la tinta y su olor a tiempo,
El papel, mujer blanca que lee los pensamientos,
La pluma, el retrato. ¡Oh mi niña, mi niña!

¡Será igual que en esta vida! El mismo jardín,
Profundo, profundo, frondoso, obscuro. Y hacia el mediodía
Habrá quienes se alegrarán de estar allí reunidos,
Gentes que no se conocían y que saben

Unos de otros sólo esto: que tendrán que vestirse
Como para una fiesta e ir en la noche
De los desaparecidos, muy solos, sin amor y sin lámparas.
Será igual que en esta vida. La misma senda:

Y (en la tarde de otoño), en un recodo de la senda,
Allí donde el hermoso camino con cautela desciende, como la mujer
Que va a cortar las flores de la convalescencia —oye, niña mía—
Nos volveremos a encontrar como antes aquí;

Y tú has olvidado el color que tenía tu vestido
En cambio yo no conocí más que algunos instantes felices.
Tú estarás vestida de pálido violeta, hermosa pena.
Y las flores de tu sombrero serán pequeñas y tristes

Y no sabré su nombre: porque en la vida conocí sólo
El nombre de una flor triste y pequeña, el nomeolvides,
Viejo durmiente del valle del país del escondite, huérfana
Flor. Sí, sí, ¡corazón profundo!, igual que en esta vida.

Y el sendero obscuro estará allí, húmedo
De un eco de cascadas. Y yo te hablaré
De la ciudad sobre el agua y del Rabí de Bacará
Y de las noches de Florencia. Estará también

El muro bajo y derruido donde dormitaba el olor
De las viejas, viejas lluvias, y una hierba leprosa,
Fría y compacta dejará caer allí sus flores huecas
En el arroyo mudo.

(Traducción de Miguel Frontán Alfonso.)

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