viernes, 26 de marzo de 2010

La Nadja de Breton: la fuerza extrema del desafío

André Breton, Nadja, trad. de José Ignacio Velázquez, Cátedra, Madrid, 2009
¿Quiénes éramos nosotros ante la realidad, esa realidad que yo conozco ahora postrada a los pies de Nadja, como un perro retozón? ¿En qué latitud podíamos encontrarnos, entregados de ese modo a la furia de los símbolos, presos del demonio de las analogías, sintiéndonos objeto de solicitaciones extremas, de atenciones singulares, especiales? ¿Cuál es la razón de que, expulsados juntos, para siempre, tan lejos de la tierra hayamos podido intercambiar ciertas visiones increíblemente concordantes en aquellos cortos intervalos que nuestro maravilloso estupor nos dejaba, por encima de los humeantes escombros del viejo pensamiento y de la sempiterna vida? Desde el primero hasta el último día, tuve a Nadja por un genio libre, algo así como uno de esos espíritus aéreos a los que determinadas prácticas de magia permiten atraerse momentáneamente, pero que de ninguna manera podrían ser sometidos. En cuanto a ella, yo sé que ella llegó a tomarme por un dios, con toda la fuerza del término, a creer que yo era el sol. Recuerdo también (y en aquel momento nada podía ser más bello y más trágico a la vez) recuerdo habérmele aparecido negro y frío como un hombre fulminado a los pies de la Esfinge. He visto sus ojos de helecho abrirse por la mañana ante un mundo en el que el aleteo de la inmensa esperanza casi no se distingue de esos otros ruidos que son los del terror y, en ese mundo, yo no había visto hasta entonces más que ojos que se cerraban. Yo sé que ese marcharse de un espacio al que ya es tan raro, tan temerario, que se quiera llegar, Nadja lo llevaba a cabo con absoluto desdén hacia todo cuanto es conveniente invocar en el momento en el que uno se hunde, voluntariamente y muy lejos de la última tabla de salvación, a expensas de todo lo que constituye las falsas, pero casi irresistibles, compensaciones de la vida.


 Me hubiera sido preciso previamente ser consciente del peligro que ella corría. Ahora bien, nunca supuse que ella pudiera llegar a perder, o que ya hubiera perdido, la gracia de ese instinto de conservación que hace que después de todo mis amigos y yo, por ejemplo, nos comportemos correctamente, contentándonos con mirar a otro lado, al paso de una bandera, que no siempre la tomemos con quien nos venga en gana, que no nos permitamos la alegría incomparable de cometer algún hermoso "sacrilegio".




No por ello le estoy menos agradecido por haberme revelado, de un modo terriblemente sobrecogedor, a qué nos hubiera conducido en aquel momento un común reconocimiento del amor. Cada vez me siento menos capaz de resistir una tentación semejante en todos los casos. Lo menos que puedo hacer es mostrar mi agradecimiento, en este último recuerdo, a aquella que me hizo comprender casi hasta su necesidad. Ciertos seres, excepcionales, que pueden esperarlo todo y también temerlo todo los unos de los otros, se reconocerán siempre por una fuerza extrema de desafío.
(André Breton, Nadja)


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