En Grand Central Station me senté y lloré
Elizabeth Smart
Trad. de Laura Freixas
Periférica. Cáceres, 2009
"El dolor era insoportable, pero yo no quería que terminase: era grandioso como una ópera. Iluminaba todo Grand Central Station como un Día del Juicio Final. Tenía músculos de acero más poderosos que los de Sansón en plena lucha. Podría haberme mostrado el sueño de Dante entero. Sólo con que hubiera conseguido soportarlo."
"El dolor era trompeta de triunfo. Está loco furioso, anhelando resolverse en violencia, mas no encuentra ninguna. No hay final. No termino de ahogarme. El agua sumerge y mezcla, pero no estoy muerta, no. Estoy debajo del agua. El mar entero está encima de mí."
***
ME SENTÉ Y LLORÉ. Por Enrique Vila-Matas
Me preguntaron si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía. Precisé que hablaba de sutiles conexiones con la poesía y en ningún caso de lo antagónico: novelas escritas por poetas a base de prosa poética, algo absolutamente a evitar cuando se trata de una novela.
“Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello...”, escribe Charles Simic, escritor yugoslavo de Nueva York que enlaza con originalidad el surrealismo, la metafísica y los mitos primitivos. Para él, la imaginación no es un alejamiento de la realidad, sino la llave idónea para acceder al mapa de estrellas de nuestras paredes interiores.
Hablé ese día de la filosofía poética de Simic y de la necesidad de que la novela no pierda las sutiles conexiones con la alta poesía. Y, muy poco después, sentí deseos de convertirme allí mismo en el título de una novela de Elizabeth Smart, En Grand Central Station me senté y lloré. Siempre quise ser o escenificar ese título, y aquella era toda una oportunidad para hacerlo, pues a fin de cuentas me encontraba en Nueva York y estaba justo en aquel momento en Park Avenue, a dos pasos de Grand Central Station.
Me dije que, aparte del título, aquel libro de Elizabeth Smart (novela autobiográfica que narra la pasión de la autora por el poeta George Barker, un hombre casado del que se enamoró incluso antes de conocerlo: libro de una bella intensidad, extrema y rara) fue siempre una obra maestra gracias a su capacidad de diálogo con la tradición poética y a su elegante inspiración surrealista. De hecho, aquel mismo libro era un perfecto ejemplo de novela en comunicación con el gran espectro poético. Y es más, tenía el encanto de haber sido pionero en un procedimiento que aprecio y que consiste en convertir el texto en una máquina de citas literarias que ayudan a crear sentidos diferentes.
Me acuerdo muy bien de cómo era, aquel día, la novela de mi vida. Parecía que el surrealismo de Simic estuviera por todas partes, porque vi en el pasillo de entrada al gran vestíbulo de la estación a un negro con la cabeza rapada, sin zapatos, poniendo a un limpiabotas y a Dios por testigos. ¿Por testigos de qué? Tras contestar a cómo se distinguía entre una buena novela y una que no lo era, empezó a cumplirse uno de mis más antiguos deseos cuando, al adentrarme en el gran vestíbulo, avancé hipnotizado hacia el célebre reloj de cuatro caras, y fui pasando repentina revista a lo que habían sido las ventanas ciegas de mi vida: iba como hechizado y como si tuviera luz para descifrar el mapa de las estrellas en los futuros interiores de las novelas. Y así fui avanzando y buscando un lugar solitario, hasta que lo hallé y, contemplando en una de las ventanas altas los movimientos del sol como quien mira el de las hormigas, pensé en un poema de Simic que habla de una azotea y de un agujero en unas medias negras y de una bella muchacha de Nueva York de la que estaban todos enamorados, y entonces sí, entonces, tal como venía previendo, como si uno pudiera ser el título de una novela dentro de una poesía secreta, casi desmoronándome, dando bandazos con mi suerte más ciega, en Grand Central Station me senté y lloré.
(Enrique Vila-Matas, El País, Babelia)
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Alguien está en el templo, Dios, repartiendo billetes falsos de un dólar. Yo no le pedí a nadie que me envidiara. Ni siquiera pedí unos zapatos de ese color que está tan de moda. Yo sólo quería una cosa. Te di instrucciones detalladas. El nombre, lo deletreé con letras grandes como continentes, incluso la dirección, la direción que ahora me arremolina la sangre, porque es también la de ella. En voz alta y clara pronuncié las palabras; dije: Es esto es lo que quiero. Esto, y ninguna otra cosa. Dame esto nada más y pagaré el precio que me pidas. Sin ninguna reserva. Te aprovechaste de eso. No te guardé rencor. Pero, Señor, si lo que pido es justo, ¿por qué me sigues dando largas? No me queda nada más por dar.
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Todas mis estrellas polares se han convertido en estrellas caídas. Mi mente flota como restos de naufragio en la riada. Nadie, ni siquiera algún morboso adolescente, se ha aferrado nunca de un modo tan salvaje a una conclusión melodramática. El mundo, entretanto, eleva su clamor. Sí, claro, es la histeria lo que me azota, con el nombre de mi amado como látigo, ella es la que me empuja a aullar, enloquecida por la soledad, igual que la primera ameba que se dividió en dos, debajo de su ventana. Como si todos los mundos futuros se hallaran en la conjunción de nuestras células separadas, me retuerzo de desesperación, vociferando su nombre, mientras mi germen se encoge, y el universo entero se marchita, como una corola que ninguna abeja encontró nunca.
(Elizabeth Smart, En Grand Central Station me senté y lloré.)
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