viernes, 26 de marzo de 2010

La isla de Giani Stuparich

La isla
Giani Stuparich
Trad. de J. A. González Sáinz
Postfacio de Claudio Magris
Minúscula. Barcelona, 2009

El factor Stuparich.
Por Vila-Matas

A principios del siglo pasado, la brillante nueva generación de jóvenes de Trieste -Scipio Slataper, Carlo Michelstaedter, Carlo y Giani Stuparich, Enrico Mreule y otros- se lamentaban a todas horas de que su ciudad, el activo puerto del imperio austro-húngaro, carecía de la menor tradición cultural. Michelstaedter se suicidó en 1910, abriendo el fuego de las fugas y de las pérdidas. Tras la muerte de su amigo, Mreule decidió irse a la Patagonia. Como comentaría cuarenta años más tarde Giani Stuparich en Trieste nei mei ricordi, había algo en esa ciudad que se oponía a cualquier intento por darle una fisonomía cultural: "Y esto no sólo se debía a un espíritu de desintegración, sino también al hecho de que los individuos se aislaban voluntariamente, o bien partían".

Después, murieron en la guerra el gran Scipio Slataper y Carlo Stuparich. Y así Giani, el menor de los Stuparich, vio roto muy pronto su sueño de que Trieste, apasionante cruce de culturas, pudiera ser el puente que uniera la civilización milenaria mediterránea con las nuevas civilizaciones que estaban surgiendo en el mundo. Nada de aquel sueño de cultura pudo ser posible, aunque la estela que dejó aquella generación frustrada pervive, porque fundaron la triestinidad y la literatura triestina. Cuando Scipio Slataper se suicidó para no caer en manos del enemigo, dejó una herencia muy ardua. "Giani Stuparich", escribe Claudio Magris en su epílogo de La isla, "se vio de alguna forma en la necesidad de ser -de querer, pero también de tener que ser- el heredero y el continuador de Scipio Slataper, jefe reconocido de aquella extraordinaria y malograda partida de jóvenes".

Suceder al insustituible Slataper era tarea compleja y seguramente imposible, aunque, eso sí, hermosa e innegablemente heroica. Stuparich se encontró entre las manos la antorcha con la que tenía que seguir adelante, con la que tenía que suceder no sólo a su hermano Carlo, sino también al legendario suicida. Y no dio la espalda al esencial reto. Se casaría años más tarde -para incidir aún más en aquella trastornadora tarea tan heroica- con la mujer que amaba a Slataper, la escritora Elody Oblath, y naturalmente fue infeliz en su matrimonio. Pero en ningún momento buscó Giani Stuparich mejores opciones para su vida. Actuó de común acuerdo con su destino: a fin de cuentas era el que reunía más condiciones para recoger la difícil herencia de los grandes amigos malogrados, ya que era escritor de ficción, pero también y sobre todo un intelectual responsable, el representante moral de los valores de aquella generación.

La herencia -benéfica, según se mire- haría de Stuparich toda la vida un maestro de rectitud civil y de compromiso democrático. Fue a estudiar a Praga, donde se hizo amigo de Masaryk, que luego sería presidente de la república checoslovaca. Y seguramente, allí en Praga, se cruzó con Kafka y fue su compañero de mesa en el café Europa y hablaron del sentido de la vida y de la literatura, y seguro que lo hicieron siempre bajo la luz fría, objetiva, despiadada de la verdad que uno y otro tanto cortejaron. Podría ser interesante que, algún día, alguien de la estirpe moral de Slataper se decidiera a novelar ese probable encuentro que pudo darse a lo largo de una lenta sucesión de secuencias: el factor Stuparich sintonizando con el factor Kafka en la Praga de los laberintos, los golems, las charadas y las puertas falsas.

Giani Stuparich (Trieste, 1891-Roma, 1961) escribió novelas y ensayos, pero todo el mundo parece coincidir en que su fuerte resultó ser el relato breve y la memoria autobiográfica. Había leído muchos cuentos y prestado gran atención a Gottfried Keller, Antón Chéjov, Giovanni Verga y, sobre todo, a Valéry Larbaud, probablemente el eslabón último en la cadena que le une con James Joyce, descubridor a su vez de Italo Svevo, otro genio triestino. Parece indudable que en el relato La isla fue donde Giani Stuparich dio lo mejor de sí mismo. Es una pieza literaria que me ha impresionado enormemente, tal vez es lo que -sin saberlo- andaba buscando leer. Es un libro perfecto, una obra maestra. Es una historia de vida y muerte, vista con la luz cruel y objetiva -pero también festiva- de la realidad. Es la narración de un encuentro en la isla de Istria entre padre e hijo, un encuentro propuesto y deseado por el padre, a las puertas de su muerte. En ese paisaje luminoso de la isla, muerte y existencia son el espejo único de una situación dolorosa, paradójicamente llena de vida. Padre e hijo, que habían vivido distanciados hasta ese momento, comienzan a saber algo más uno del otro bajo la luz ilimitada de la isla y del fluir de la vida que se escapa por un lado y que alcanza su plenitud por el otro. Stuparich despliega ahí gran capacidad de síntesis poética para contarnos lo que circula por la mente de un padre cuando ve que su hijo pasa a quererle en el momento justo en que ya va a morirse, y lo que pasa por la mente de un hijo cuando ve que el padre encarnó la vitalidad que también él un día habrá de perder, esa vitalidad que precisamente la isla parece que no perderá nunca. Stuparich despliega todas sus artes en este breve relato sobre la vida fugitiva, y lo hace tanto con una lección de serenidad poética como con una noble y misericordiosa humanidad: "Bajo aquella luz despiadada, ya no andaban dos hombres por su camino, sino dos payasos. Un muerto y un vivo se hacían compañía en una bufonesca alianza".

En la meditación acerca de la muerte es donde suele encontrarse la esencia de la literatura triestina. Ennio Emili habló de una triestinidad negra que serpentea a lo largo de la enfermedad sveviana o de los exorcismos del último Saba, esa tendencia negra que hallamos también presente en la breve obra que dejara el brillante y seductor, tremendo Slataper. Como señala Magris, el factor que incorpora Stuparich es el reverso de ese lado oscuro. Tal vez ese lado oscuro es el defecto más vistoso del héroe insustituible. Según el propio Ennio Emili, en obras como la magistral La isla Stuparich da voz a una triestinidad blanca, es decir, sana, vital, positiva, moralmente comprometida, pero sin esa tensión de muerte que tan a menudo acompaña a lo más sublime de cierta moralidad que acaba siendo dictatorial y aplastante.

El estilo de La isla es lineal y falsamente nítido -la traducción de J. A. González Sainz es tan magistral como el propio libro- y lo narrado es distribuido con destreza y gran concentración poética a lo largo de breves secuencias que van componiendo un friso más próximo a la búsqueda de un sentido del instante fugitivo que de cualquier idea negativa. En esa búsqueda la narración de Stuparich descubre la nada o, mejor dicho, su propia nada, pero de esa nada, en la "luz despiadada" del cielo y del mar, extrae un significado inconmovible; un significado impregnado del sabor pasajero del mundo, tan furtivo como a la vez saturado de esencia: "Es como este viento que trae el aroma del mar: basta respirarlo".

La isla palpita al sol y saborea el aire, vive el instante pletórico, y sólo el viento parece ahí decir una verdad que no debe inspirarnos temor: llega la muerte, pero la vida fluye. Leyendo este libro esencial que Stuparich publicó en 1942, uno se da cuenta de cómo la literatura europea ha ido perdiendo fuelle humanista y nobleza espiritual para entregarse a las banalidades del frío gótico del futuro. El mundo de Stuparich pertenece al aire de la mañana fresca, no nihilista. Uno imagina las ventanas del despacho triestino del autor, abiertas bajo un cielo vasto y sonoro. Tan vivo está el azul que éste vibra alrededor de la cima del ciprés. La mañana es perfecta. No se oye pájaro ni voz humana alguna, y estamos vivos. El momento es serio, singular, único. "Fue un momento / un momento / en el centro del mundo", escribe Idea Vilariño. También nosotros hemos recibido la herencia de Slataper. Ahora mismo. Y el instante está saturado de sentido.

(Enrique Vila-Matas, El País, Babelia, 3 de mayo de 2008.)



Trieste,
cuna de grandes escritores:
Svevo,
Saba,
Joyce,
Magris

Claudio Magris, entre otros triestinos ilustres, es el padre de una reflexión cultural sobre la ciudad que se concreta en esa vaga, sugerente y programática “identidad de frontera” que devuelve a la triestinidad, el abrazo de lo diverso, la convivencia, el orgullo, en fin, de ser bastardos de frontera. Existe, pues, una triestinidad histórica y cultural y existe también su proyección específica literaria que desborda a la primera y se expande hasta los cimientos de la narrativa europea del presente siglo. Pensemos que de los cuatro o cinco grandes nombres de la novela del siglo XX Svevo y Joyce eran triestinos aunque el segundo lo fuese de adopción y de sentimiento. También Kafka era mitteleuropeo y la filiación hebraica de Proust es comparable a la vena judía de la triestinidad.

Esta bella ciudad del alto Adriático fue hasta el siglo XVIII un pequeño centro de pescadores relegado a un plano de segunda o tercera categoría durante la hegemonía veneciana.
Es el desarrollo y la expansión del primitivo Gran Ducado de Austria la ocasión que hará de Trieste un verdadero emporio comercial y cultural que atraerá a alemanes, griegos, eslovenos, croatas, ingleses, holandeses, istrianos, napolitanos y genoveses. La ciudad es declarada puerto franco y con la nueva carretera que conduce a Viena se afianzará una vía de intercambio.

En este amplio período de tiempo no podemos olvidar que, al otro lado de la frontera, Italia está afirmándose como Estado unificado y que los triestinos, al menos una gran capa de la burguesía intelectual, no permanecen indiferentes ante este acontecimiento histórico; más aún, el Ayuntamiento que, a pesar de la administración austríaca, conserva una amplia autonomía, se opone vivamente a la sustitución de la lengua italiana por la alemana y al cierre de la escuela municipal italiana responde con la creación de otras como la “Dante” o la “Petrarca” y con la reivindicación del italiano como lengua patria. No parece, sin embargo, que la madre Italia correspondiera con idéntico amor a la pasión de estos hijos, a los que más tarde llamará irredentos y cuya italianidad enarbolará como estandarte reivindicativo de la Gran Guerra. Para toscanos y milaneses Trieste era todavía aquella ciudad de bastardos de frontera en la que se oía una parlata contaminada por vandálica mezcla de friulano. Amores históricos no correspondidos, rivalidades vecinales, órdenes de neófito, la italianidad como guía, el orgullo del pasado, el desconocimiento se mezclan entonces en un pentolone de falsos nacionalismos que aún subsisten.

El hecho cierto es que Trieste y Trento serán las míticas ciudades del irredentismo italiano, pábulo y pretexto, a la vez, de la mayoría de las posturas políticas y literarias. Trieste, pues, encrucijada de civilizaciones y puerta por la que entraron en Italia muchas corrientes europeas —mitteleuropeas— entre las que cabe destacar por su evidente importancia la del psicoanálisis. Si seguimos el testimonio de Giorgio Voghera, hijo de Guido Voghera y uno de los amigos y componentes de aquel cenáculo literario entre los que se cuentan Umberto Saba, Italo Svevo, Stuparich y un largo etcétera, el psicoanálisis llegó a Trieste con la fuerza de un ciclón. No olvidemos que sólo más tarde, a través de la escuela “Rivoltella”, más tarde Facultad de Economía y Comercio, en la que, por cierto, enseñó Joyce (my revolver university la llamaba en alusión al apellido del fundador), contará la ciudad con una universidad propia, por lo cual, el camino obligatorio para los hijos de la burguesía triestina fue siempre la carretera Opcina-Viena. Y no olvidemos que en la Viena mitteleuropea de este período el jovencito Wittgenstein asiste a las reuniones familiares en las que participan Mahler, Schönberg, Kokoschka, Klimt y, seguramente también, un tal doctor Freud. La Trieste de principios de siglo se ve sacudida por el retorno de tres de sus hijos que han asistido a las clases de Freud. De ellos, sólo uno, Eduardo Weiss, continuará en el ejercicio de la neurología, pero, discípulo fiel y convencido del maestro vienés, tuvo la oportunidad, a través de aquel círculo de amigos y de conocidos que antes nombrábamos, de crear un grupo de adeptos y fanáticos de las nuevas teorías que durante mucho tiempo intercambiaban sueños e interpretaciones.

Quien haya leído Una Vita, la primera novela de Svevo, descenderá en la espiral del autoanálisis, a la atormentada búsqueda de salute de Alfonso Nitti; un descenso que se realiza, paradójicamente, en la ascensión a las colinas de Trieste y el retorno descolorido a la ciudad, hacia el suicidio inevitable y anunciado. También Emilio Brentani, el protagonista de Senilità bajará a la ciudad, al final de la novela, como quien se sumerge en una oscuridad infinita; pero, de pronto, en la última página, una ráfaga borra la niebla y renace la tranquilidad. El autoanálisis ha encontrado una vía de escape y de este modo, en una de las más altas cimas de la novela moderna, aparecerá esa visión desencantada, indulgente, cínica a veces, y humana que se llama Zeno Cosini. Y es precisamente la autoironía, la disposición a la burla de sí mismo incluso en las situaciones más difíciles, lo que representa uno de los aspectos más geniales y placenteros de la Coscienza di Zeno. También aquí la salud es elemento importante de todo el entramado narrativo; salud en todos sus matices de fumador y de inadaptado, de crisis, de quien no encuentra su sitio definitivo pese al voluntarioso puente de su seudónimo. Claro, que como él mismo decía, le daba mucha pena esa débil vocal de su apellido entre tanta consonante de ceño germánico.

A pesar de su alejamiento, Trieste fue durante muchos años, y continúa siéndolo, centro importante de la actividad y renovación psiquiátrica en Italia. La controvertida reforma del tratamiento de la enfermedad mental —la célebre ley 114— nació en Trieste con Franco Basaglia, y su labor, tras su prematura muerte, continúa en su escuela. Pero continuar por este camino sería digresión impertinente.

Por el hebraísmo podemos tender el puente entre Svevo y Umberto Saba, aunque sea el del poeta más aparente, como en la evocaciones del cementerio judío o como en aquel famoso poema de la capra dal viso semita. Esta conciencia de Saba se liga y entreteje con sus muchas vicisitudes personales en un viaje interior que ya trataba, antes de la irrupción del psicoanálisis, de explicar las “causas desconocidas en las acciones de los hombres”.

Italo Svevo y Umberto Saba son dos de los grandes de la literatura italiana de este siglo. Su reconocimiento, sobre todo en el caso de Svevo, fue tardío y su éxito trabajoso. Por fortuna, Montale advirtió el valor y la revolución de este Zeno desmañado e irónico, aunque no mucho antes de que aquel último cigarrillo irrumpiese de improviso para verificar su parábola ineluctable.

Incluso en la propia Trieste, su existencia rondó los bordes del exilio interior; Svevo dedicado a sus comercios de pinturas entre la comprensión tolerante y resignada de su familia y el desdén ignorante de la ciudad por aquella extravagancia; Saba, huraño en sus paseos por el puerto y polémico en su tienda repleta de libros viejos. Probablemente no coincidieron nunca. Además de los veinte años de diferencia, el exilio interior puede anidar en los salones de la distinguida familia burguesa y en las miserias de la soledad, en la sexualidad encogida y en los sanatorios. Sus escrituras son, sin duda, testimonio de la inquietud y del rompimiento de nuestro siglo, siglo cuyo único deseo parece ser su urgente consumación.

Algunas ciudades reciben, a veces, la gracia literaria de los dioses. Trieste es una de ellas. En 1904 llegaba a la ciudad James Joyce. Había pasado una corta temporada en Pola, otra ciudad marítima del imperio, y llegaba ahora para dar clases de inglés en la academia Berlitz. Tenía venticuatro años y había comenzado un largo exilio político que encontraría en Trieste el precioso humus de frontera interior que andaba buscando. Eso y el puerto triestino y el barrio del puerto, la marina, con sus incontables osterie y su chispeante vino blanco. El encuentro con Svevo tuvo como pretexto las clases particulares de inglés que pronto se transformaron en conversaciones y confidencias literarias, en amistad duradera. Svevo le confía las dos novelas que había publicado y Joyce elogia la consistencia de los personajes, la técnica introspectiva, el recuerdo, la asimilación de Tolstoi, la aspiración del triestino por aunar cristianismo y judaísmo, germanismo y latinidad. Lo cierto es que Leopold Bloom el “judío errante” dublinés bien pudo engendrarse en aquellas conversaciones en la embriaguez del desencanto con destellos de ironía complaciente. Ulysses se publica en 1922. Los primeros capítulos fueron escritos en Trieste. La coscienza di Zeno se publica en 1923.

El amigo James (Giacomo para los triestinos) desde Zurich y Eugenio Montale “lanzan” internacionalmente la magistral novela. Trieste pertenece ya a Italia; será ocupada después por los alemanes, por las tropas yugoslavas de Tito y administrada por el alto mando aliado. En Italia nuevamente desde 1954, comenzará un proceso de recuperación de la memoria, no exento de nostalgia (”el buen gobierno autríaco”) y de los hijos ilustres que ignoró en vida. Zeno contempla desolado un mundo que se derrumba y Leopold Bloom vaga por una noche interminable a la búsqueda de algo que desconoce. Otro judío, Proust, había iniciado la ceremonia de recuperación de un tiempo tan distinto a este presente incierto y desanclado. Había nacido la novela moderna. Poco antes Umberto Saba había escrito: Trieste ha una scontrosa/ grazia. Se piace/ è come un ragazzaccio aspero e vorace/ con gli occhi azzurri e mani troppo grandi/ per regalare un fiore;/ come un amore/ con gelosia. (Trieste tiene una gracia huraña. Si gusta, es como un muchacho áspero y voraz, con los ojos azules y las manos demasiado grandes para regalar una flor; como un amor con celos.)





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