martes, 23 de marzo de 2010

LA HABITACIÓN DE LOS NIÑOS
LOUIS RENÉ DES FORÊTS
TRAD. DE SILVIO MATTONI
EL CUENCO DE PLATA. BUENOS AIRES, 2005

¿Deberemos dejarnos sepultar en el silencio?
                             (Louis-Renê des Forêts)

Hay un rasgo constante en los relatos de Loius-René des Forêts que ya señalara Blanchot en su ensayo "La palabra vana", y consiste en no dar por sentado el lugar desde donde se narra, desde donde se habla. Pero la pregunta sin respuesta que plantea Des Forêts no es la beckettiana: "¿quién habla?", sino una menos evidente y a la que se llega por un rodeo más amplio. El gesto de levantar los hombros y seguir una existencia material reducida al detalle infinitesimal, escandida por frases lacónicas y puramente referenciales, ese "qué importa quién habla" propio de Beckett es transformado aquí, como un retorno de la inquietud subjetiva, en el interrogante: "¿quién es hablado por esta palabra?". Vale decir: ¿hay alguien que es atravesado, narrado por el acto de contar y por un cuento del que no puede sino desconfiar? Pero a la vez que se instauran dudas sobre la veracidad de los relatos, sobre la memoria de los protagonistas, sobre la objetividad de sus testimonios, aún así el relato avanza, la prsencia de los personajes, muchas veces innominados y cuya ubicación, edad o aspecto permanecen en las sombras, se hace a cada paso más vívida, más innegable. Como si el caracter conjetural de las noticias que nos dan los narradores de este libro las volviera, sí, parcialmente dudosas, pero también absolutamente auténticas, en esa otra parte que la conjetura no toca y que le sirve de sostén.
Esa parte auténtica que se resiste a la duda quizá sea el componente trágico de las historias que nos llegan atravesando las ironías y las reflexiones escépticas de quienes las transcriben. La parte trágica en este libro entonces no puede ser otra cosa que el silencio elegido por ciertos personajes. Relatar los efectos, los combates, y las derrotas que rodean una insensata decisión de hacer silencio es suponer que hay algo más consistente que el lenguaje, inaccesible a las palabras pero que las hace girar a su alrededor como un oscuro centro de gravedad. Todos hablan porque hay siempre alguien que calla, alguien que se niega a responder o tan solo a decir.
Pareciera, en lo que vengo diciendo, que La habitación de los niños estuviera formado por varias voces o contado desde varios puntos de vista, como suele afirmarse cuando se establecen analogías entre contar y mirar. No es así. Difícilmente una manera de contar, aunque varíe sus procedimientos, sea tan típica, tan idiosincrásica como la que reaparece incesantemente en Des Forêts. Más bien tendríamos que pensar en desdoblamientos, multiplicaciones del mismo sujeto que narra. Y no solo porque cada narrador es, de alguna manera, una imagen especular, deformada o no, del autor, sino porque además cada personaje, cada uno de estos seres que padecen un acontecimeinto intenso, o una decisión que no pudieron tomar pero a la que se aferran como a la única propiedad posible, se muestran a su vez como desdoblaminetos de quienes los observan y los hacen objeto de sus relatos. En un espejo, hay alguien, su imagen, pero si esa efigie es un hecho especular, si su propia mirada refleja otra que no puede localizar en ninguna parte, entonces no queda más que la remisión infinita de las imágenes, donde remontarse en la imposibilidad de recordar los detalles verdaderos que llamamos memoria o seguir el curso de los acontecimientos hasta el momento siguiente que llamamos presente ofrecen los mismos tonos, los mismos claroscuros de expectativa y temor, de ansiedad y desolación.
En los cuatro relatos de este libro, alguien calla. En uno de los casos, quizás el personaje no ha decidido hacerlo, pero en cierto modo se le escapan las explicaciones sobre sí mismo que los otros esperarían y que incluso lucharían por arrancarle. Los arrebatos de intensidad, los contrastes entre una perfección insólita y la vida común de un sujeto ordinario quedan sin aclarar. Pero de allí surge con fascinante esplendor, rodeado por ese halo de penumbra, un rostro único, una voz que ha tenido grandes momentos y que alcanza su culminacíón en el mismo instante en que se derrumba y se arroja al fracaso, al error, a la imperfección con deliberada audacia. ¿Acaso este "cantante" del primer relato sería una imagen del escritor? Todo el libro de Des Forêts se anuncia así como una aguda, desesperada  reflexión sobre el acto insensato de escribir, donde el silencio sería al mismo tiempo una amenaza y una promesa, un punto de partida y una meta. La prudencia legítima entonces, usando los términos del narrador y sus conjeturas, consistiría en dudar de la escritura. Se sabe que los éxitos previos, lo ya escrito no garantiza la calidad de lo que se ha de escribir, ni siquiera que simplemente se escriba algo. El silencio es el fantasma que acecha esa la palabra vana de la ficción [...]. La prudencia de los suspicaces personajes de Des Forêts nos interroga: "¿cómo comprometerse a dar lo que no se posee, algo que en cualquier momento puede faltarnos?" [...]

Ni talento ni oficio, escribir sería no tener nada. "Nada que decir", diría un personaje de Des Forêts. [...] Desde esa nada, sin embargo, se puede mirar, acaso espiar, "un modesto sitio desde donde se puede ver sin ser visto", conjetura el narrador contemplando al cantante que ha abandonado su arte. [...]


"¿No están cansados de hablar para no decir nada?", les pregunta una voz infantil a otros niños dentro de una habitación que es objeto del más desenfadado espionaje adulto. Como el charlatán, como los niños, el escritor habla para no decir nada, o para decir simplemente la nada de estar hablando. [...] Tal como el éxtasis de un momento de infancia no puede ser más que una obsesión siempre fugitiva, inasible, para la memoria demencial de quien la recuerda y que al fin, para certificar la derrota de su esfuerzo, trata de convertirla en literartura. Porque, escribe Des Forêts, "conocer de memoria la génesis de su primera y única experiencia no era en absoluto revivirla" [...].

A este objetivo último, lógicamente inalcanzable, se deben las inversiones y cambios de perspectivas que Des Forêts no deja de imprimir en sus relatos. El viejo artilugio del desenlace, por ejemplo, es así llevado a una zona de incertidumbre acerca de las palabras leídas, registradas. Tan pronto el que espía detrás de la puerta y oye una conversación inquietante termina siendo objeto de un sueño, no por ello menos amenazador; tan pronto el que analiza un caso de locura [...] termina siendo ese mismo maníaco, ahora capturado en la trampa de escribir. ¿Quiénes son los que hablan? -pregunta constante que retorna cuando leo estos relatos cautivantes-, de una inteligencia feroz; pero lo que al final siempre se desata es un voz constante, la que los hace hablar y sin embargo está siempre callada. [...]. Cada relato de Des Forêts ampliará el interrogante e indagará en detalle por qué se calla, para qué, contra quién, etc. [...]

En una edición prácticamente secreta de Louis-René des Forêts, Poemas de Samuel Woods, hecha en 1996, con traducción de Damián Tabarovsky, se podía leer: "¿Hay entonces que callar o decir algo distinto / que pueda escapar al destino común. / No somos capaces de defendernos, / el propio silencio dice más que las palabras / y todo lo que habla está hecho de carne mortal".

El filósofo, obsesivo niño que medita al final de este libro se pregunta: "¿Será pues una apariencia lo que nos enseñe lo que somos, a nosostros que buscamos ávidamente nuestra verdad secreta?".

(Silvio Mattoni, Prólogo a La habitación de los niños.)

Louis- René des Forêts es una de las figuras más esquivas, subterráneas e influyentes de la literatura francesa contemporánea. En este libro retoma tal vez la tradición del relato filosófico en un sentido original, poniendo el énfasis en dos procedimientos: una suerte de percepción "hiperintensificada", de una exactitud analítica despiadada, una logorrea comparable a la que sufre el personaje de su novela El charlatán, al servicio de la precisión descriptiva; así como una descripción alrededor de las múltimples y más inasibles razones de la imaginación, de la escritura y de la evocación del pasado. Lo que esconde este libro es un urgente reclamo de certeza, de verdad. Frédéric Molieri, el protagonista del primer relato, "Los grandes momentos de un cantante", espera todo de la suerte porque considera que su voluntad es incapaz de obrar activamente en la dirección adecuada. Y como sucede con los otros personajes del libro, Molieri hace de su propia impotencia un instrumento de salvación, pero al mismo tiempo de condena.


En todos los relatos cobra una importancia especial lo que se oye. Algo afuera llama la atención, clama por ser escuchado, pero no se puede ver (mucho menos tocar). Y siempre hay un oyente secreto, que casualmente es al figura clave de todo el libro, que trata de llevar a cabo ciertas verificaciones que, más que dolorosas, le resultarán totalmente destructivas.


La escritura de Des Forêts no conforma eso que suele llamarse "un universo propio", sino que parece más bien una grandiosa máquina de fabricar ironías. Siempre se está huyendo, lanzándose detrás de lo que se obstina en seguir siendo presente. Se trata de algo bastante afín al gaddiano "aprendizaje del dolor": ese es el gesto y es, al mismo tiempo, el triunfo y la derrota de los personajes de La habitación de los niños, en la que todos parecen estar ocupados en celebrar su propia e irrevocable liquidación.


[Este libro se puede leer en internet: La habitación de los niños - Resultado de la búsqueda de libros de Goegle.]

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