Carlo Michelstaedter, El diálogo de la salud y otros diálogos filosóficos, Marbot ediciones, Barcelona, 2009.
1887-1910. Pintor, poeta y escritor en lengua italiana. Hijo de una acomodada familia judía de Gorizia. El día en que completó su tesis de licenciatura (Retórica y persuasión) se suicidó en Florencia a la edad de veintitrés años, su muerte se sumó a la de otras de su círculo íntimo y fue calificada de suicidio metafísico.
«Lo cierto es que [los hombres] cuanto más parecen disfrutar, más aspiran a ello y en realidad no disfrutan. Pues la necesidad de la pose obliga. Por ello los hombres vanos rehúyen la soledad como la malaria, ya que en la soledad uno es tal como es según su esencia y en seguida siente la sacudida del deseo informe en su vacío interior, como un murciélago en una cueva.
Y entonces cualquier persona es el mundo otra vez para ellos, en la medida en que les gusta mostrarse tal como quisieran ser e intentan recabar la dulce ilusión de ser alguien. Consideran a sus semejantes como espejos complacientes, que embellecen la vida. Pero la nada no se embellece…
Y los hombres se afanan en hablar, y con el habla se conceden la ilusión de reafirmar la individualidad que se les escapa. Pero los demás quieren hablar y no escuchar; de este modo se aniquilan y se contradicen unos a otros. No les importa que se diga algo; lo único relevante para cada cual es ser él quien lo dice. Por ello las partículas introductorias de los discursos se han alzado en armas y se han vuelto adversativas. Cuanto más vano es un hombre, más necesita hablar; cuanto más carece del justo saber de sus actos y la coherencia de la íntima circunspección, más necesita hablar para afirmarla a través del hecho mismo de enumerar las cosas. Con el relato de los actos más mezquinos de su vida, pretende constituirse en una persona. Un buen jugador de ajedrez calla y a cada paso saca provecho de su plan; por el contrario quien quiere hacerse la ilusión de tenerlo, habla. No obstante el solo hecho de hablar no revela nada, y menos aún si no encuentra oídos complacientes que le concedan su efímera ilusión. Para mantener esta ilusión nacen las comunidades intelectuales, con el tácito acuerdo de una complacencia recíproca. Todo el mundo da para que le sea dado. Y cada cual, cuando relata su vida desdichada y los hechos lamentables de que es responsable, así como sus consecuencias, halla al menos en la complacencia de los compañeros la plena ilusión de su individualidad.
La función paralela de la mutua adulación es la maledicencia, en la cual quien censura un mal o la apariencia de un mal del prójimo se afirma implícitamente libre sobre el mismo, y concede lo mismo a quienes le escuchan, a fin de beneficiarse también de dicha concesión. En las comunidades amistosas que surgen de la común vanidad, todos viven de la muerte de quien está fuera de la comunidad.
Pero cada cual, en su soledad, traga con el estómago vacío la podredumbre y la amargura de estas conversaciones asesinas.
Tales son las compañías que complacen a tus hombres.»
(Carlo Michaelstaedter, Diálogo de la salud)
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