domingo, 21 de marzo de 2010

Guido Morselli: crónica interior de "un yo exclusivamente mío", y otras excursiones a lo infrahumano

DISSIPATIO HUMANI GENERIS
GUIDO MORSELLI
TRADUCCIÓN DE ELENA DEL AMO
LAETOLI. PAMPLONA, 2009

El sepulcro abierto y vacío
Podemos pensar que el solitario y atemorizado narrador de esta novela coincide enteramente con Guido Morselli. Como él, ha trabajado de joven como periodista y publicista, y ahora, al filo de los cuarenta años, vive aislado en la montaña, en una "cabaña de cabreros". Un “pasota”, un “démobilisateur”, si no fueran términos pasados de moda; esto es: “una mónada intelectual sin fisuras ni compromisos”. La "sociedad no existe", la Historia no le interesa.
Esta tan aterradora como desolada y pacífica novela, no deja títere con cabeza. Su personaje no necesita siquiera suicidarse al cabo, ya que no es simplemente un “excluido de la vida”, un condenado, es algo más: un excluido de la propia muerte, y en este sentido un paradójico "elegido". En un mundo sin vida humana, ni necesaria ni útil, por otra parte, ¿frente a qué o contra quién suicidarse? "Porque el suicidio requiere un destinatario. Alguien a quien nosotros queramos castigar".


El Acontecimiento
Es a este personaje al que seguimos en su singular odisea a lo largo de dos semanas, posteriormente a un conato de suicidio, y al misterioso Acontecimiento: la repentina y pacífica “disipación” o “sublimación” de toda traza de vida humana sobre la Tierra, el mega-éxodo, la deserción en masa, la suspensión nocturna de la vida colectiva. No una nueva Pompeya ni Hiroshima ni Antártida. Se han ido de otro modo: secuestrados, arrancados. El título de la novela proviene de Jámblico, en la latinidad tardía "dissipatio" significa "evaporación", "nebulizacion". Nada de diluvio, nada de holocaustos ni hecatombes.
Novela confesional, pero no psicológica al uso, a la vez que alegoría de la gran deflagración de la era tecnocientífica; no tanto “ciencia-ficción” como ficción sociopsicológica, si puede decirse así. Porque, sobre todo, la novela se resiste a ser interpretada, como dice el narrador: "el monólogo interior, modelo ejemplar de la literatura de hoy, en el que se vierten los males inconscientes y los sufrimientos viscerales, entre inspecciones capilares del yo y pseudoenfrentamientos con el no-yo, confirma que estamos detenidos en el psicologismo del sub-sentir y del sub-pensar, que ya era artificioso (y tedioso) hace un siglo”.

Crisópolis
Entre el pánico, la incredulidad, el miedo, la aceptación, la hilaridad arrogante y el alivio feroz, el narrador se desplaza por las ruinas de un mundo tecnocientífico que sigue funcionando solo (“Aquí todo funciona”), donde ya solo viven gatos, palomas y gallinas, y vestigios humanos inorgánicos, entre Widmad, el pueblito donde habita al pie de las montañas (su "verdadera familia" o "patria"), y una metrópoli llamada Crisópolis (la Ciudad de Oro), el centro de operaciones de la región. Ubicaciones ficticias, como corresponde a la ciencia-ficción. Sin embargo sabemos que se trata de la ordenada y tranquila ciudad de Zurich, por una pista dada al comienzo de la novela, cuando vemos al personaje deambular por la ciudad desierta y enfrentar el Café Odeón con su fachada modernista, donde se habían sentado un milenio atrás Trostky, su mujer y Lenin. Tal Café indica claramente que se trata en realidad de Zurich, y que las cosas que se describen nos hablan de un universo muy concreto, al modo de la ficción realista.
Esta ciudad representa todo lo que el narrador rechaza, "uno de los centros del Monopolio, uno de los cerebros del sistema capitalista", su "estómago" más poderoso; todo su aborrecimiento del mundo: un “caput mundi”, una Necrópolis en realidad, la contaminación, la violencia, la Inflacción, la peste monetaria. Las compañías financieras continentales, la formidable Unión Bancaria, la Ciudad-Bolsa en la que abundan los manicomios. Es decir, la "positividad misma", "la más alta concentración de riqueza conocida", "la quintaesencia de la realidad"; justamente el lugar en que nada maravilloso ni imprevisto puede alzarse.

 Ni siquiera en los valles vecinos puede vivir; el complejo industrial también ha alcanzado a la montaña (esa “preciosa materia prima” de la nieve convertida en filón turístico): los chalets, hoteles, ferrocarriles, teleféricos y sillas, piscinas y  mini-golf. También los nativos de estos valles han desertado, han cedido a la locura colectiva, han sido cómplices, pues “no había fuerza ni autoridad que pudiera obligarles”. Lo único que consuela al personaje es la presencia de sus vecinos pastores.
Los capítulos se desarrollan con “negra lucidez”, con “horror reflexivo”, o un “miedo razonante”:

Lo inexplicable
"Lo inexplicable no es lo desconocido ni misterioso … Es algo diferente, que cuando asume cierta extensión o estabilidad desorganiza nuestros esquemas vitales”. A lo extraordinario se puede reaccionar, pero frente al absurdo solo cabe la inmovilidad de un animal sin defensas. Nada de intentos de fuga: la parálisis del trauma, la inercia absoluta, el atrincheramiento del condenado, la angustia clara y consciente del fluido de muerte que penetra todas las paredes, la dejación psíquica…

Durante los dos primeros días el narrador solo acierta de manera completamente grotesca a sentarse frente a la máquina de escribir, para la revisión de una obra que su editor está esperando desde hace un año. Pero no puede tocar una tecla: “El repiqueteo de las teclas me habría trastornado”. Sus funciones vitales son normales, come, fuma, bebe, sólo orina más de lo normal debido al miedo. Y después viene el relato de la “crisis decisiva”: las razones que lo habían conducido al suicidio, porque era “víctima de una mafia”: “había caído en manos de la panda del diagnóstico precoz” (es decir, del Sistema), a causa de una enfermedad corporal degenerativa, no muy grave pero que puede llegar a serlo, de manera que requiere “seguimiento”, una serie infinita de especialistas, análisis y exámenes de toda clase. Un Sistema que “tiene todas la características de la extorsión mafiosa”. Un nuevo sometimiento, una agonía lenta y segura peor que la propia enfermedad.

La desobediencia
He aquí tal vez el verdadero tema de la novela: la “sujeción coactiva”, “el más repugnante y feroz de los chantajes”, aún peor que el de la explotación capitalista. Este tema de la coacción antinatural del ser humano y la obediencia que conlleva en el mundo tecnocientífico es la arteria principal del relato. Los interesados en la biopolítica hallarán en ella un filón. Toda “una industria construida sobre una base férrea”, jamás “expuesta a hundimientos coyunturales”, sin competencia exterior: “Para ella no hay crisis”.

Es imposible no acudir en este punto a la biografía de Guido Morselli. Sabemos que su padre era uno de los peces gordos de la industria químico-farmacéutica de Milán, que lo obligó a estudiar derecho y trabajar como publicista de los laboratorios. La experiencia solo duró un año, pero lo alteró profundamente, deteriorando aún más la mala relación paterna. Sabemos también que nada de todo ese arsenal químico-industrial pudo impedir que su madre falleciera de “gripe española” cuando él tenía solo doce años. Ni que su hermana también muriera más tarde con solo veintisiete años.

“Para ella no hay crisis. Pero para nosotros, para mí, sí: en mi caso una crisis que debería llamar asco. Que me envuelve por completo.”

He aquí la razón por la que ha decidido suicidarse: desde "el vampirismo aséptico de los diagnósticos precoces", incluidos los psiquiátricos, hasta la usura de los editores, el monopolio de la tribu periodística, y "la mezquindad fastidiosa del entorno privado, tan bien dispuesto a herir, a hacer trampas". Sin embargo, le hizo falta un detonante, según la teoría sobre el suicidio de Durkheim. El detonante es la construcción de la “Euro-Autopista”, la arteria continental Le Havre-Atenas cuyas obras afectaban totalmente a su zona de residencia, además de los nuevos hoteles que arrastraría consigo. Ahí está el detonante. Desde hacía un año él llevaba calculando tranquilamente su suicidio, un modo de hacerlo sin dejar rastro, una aniquilación en la nada. Nadie debía encontrarlo.

“No tenía nostalgias, porque todo estaba agotado, ni tampoco incertidumbres, porque todo estaba previsto…”.

El detonante
Sin embargo, a pesar de la autopista, cabe suponer otro "detonante" más íntimo y cercano: la noche posterior a su conato de suicidio sería la de su cuarenta cumpleaños, y su ex-mujer le había escrito para decirle que acudiría de viaje, que sería "su día", y que pasaría la noche con él si quería. Pero la mujer no se presenta alegando vagas razones. Silencio sabio del narrador, que no explica más. El lector tiene la impresión de que todas las abstractas especulaciones y agonías que se urden posteriormente en la novela son en gran parte tal vez racionalizaciones de la melancolía cavada por esta ausencia: "Nada susituye la presencia humana, agradable o desagradable, y su falta ... Y el silencio de la ausencia humana es, me daba cuenta, un silencio que no fluye. Se acumula."

El anecdótico y cómico intento de suicidio no tiene precio. A punto de arrojarse ese día al llamado Lago de la Soledad en el interior de la cueva (¿de pie o de cabeza?) no puede decidirse a hacerlo, mientras bebe un trago de coñac y se pregunta por qué el coñac español no tiene nada que envidiar al francés. Exhaustiva meditación que concluye con “uno de los muchos falsos milagros de la publicidad”. Allí se siente inexplicablemente bien, en armonía con lo imprevisible. Al salir de la cueva sufre un golpe en la cabeza y al despertar el mundo entero se ha volatilizado. Durante las primeras horas piensa que es debido al día de Acción de Gracias, uno de esos días en que todos se quedan en casa. La Gran Huelga de 1919, el crack del 29, son otras tantas metáforas de un único acontecimiento: la crisis de la gran maquinaria funcionalista y utilitarista del capitalismo.

La neurosis obsesiva
Del personaje sabemos únicamente que en su juventud había consumido "ácidos", que a los 29 años había sido internado en un psiquiátrico por una grave neurosis obsesiva, que había hecho anteriormente dos intentos de suicidio. Que su médico psiquiátra, un joven judío polaco, había sido su único amigo en la vida, su única ayuda, y que es el único recuerdo vivo que le queda, ahora que es tarde: "Era una voz viva", "un hombre inteligente", "de ideas independientes", "no conformista", "mal pagado, mal considerado, y que no hablaba de sí mismo." "Un médico heterodoxo, con una tesis en Viena sobre las relaciones epistolares entre Freud y Jung".

"Oía sus palabras sin sonido, comprendía su significado. Me daba valor como entonces: 'Usted se va a curar, créame'. Nada de diván. Era él quien hablaba, despacio y en tono persuasivo a los enfermos; nada de interrogatorios, complejo de corbata, baratijas variadas: 'No le oculto que la suya no es una neurastenia intelectual ni una neurosis. Es una federación de neurosis, algunas no comunes, que le obliga a comprobar cuatro veces, cuando sale de casa, si ha apagado el gas o desconectado la corriente. Con todo si usted quiere curarse se curará. Depende de usted, es una decisión que le pido que tome en este preciso momento'... Él, paternal (y era más joven que yo)... Tengo la idea de que en Karpinsky, el hábito médico se había reducido en provecho de una personalidad muy bien definida en su modestia e incisiva. Uno de los raros encuentros de mi vida, quizá el único, por el que mereció la pena salir del planeta yo. Desde luego, trataba mi enfermedad con una intuición discreta y delicada. Pero era fuera del campo profesional donde se basaban sus relaciones conmigo. Aquel modo de fijar en mi cara sus ojos vigilantes, indulgentes. Tan dispuestos a decir sí, con bondad: incluso cuando la expresión verbal era negativa. Una vez le pregunté: '¿Para alguien como yo, quedarse soltero es una vocación o una obligación?'. 'Ni lo uno ni lo otro'. 'Está bromeando, doctor'. 'Por supuesto que no', respondió. Y negaba con la cabeza: no, no."

He aquí el aspecto más candoroso del relato, que es tanto el despliegue literario de su neurosis y sufrimiento traumático como, más veladamente, el homenaje y la crónica secreta de esta amistad truncada por el destino, cuya voz fantasmática es lo único que vendrá en su ayuda al final de todo para sacarlo de su letargo. Porque él estaría decepcionado de su conformismo.

Sabemos también que es "fobántropo", escritor, divorciado, ex-periodista, amante de la naturaleza y sobre todo de la soledad: "los demás no tienen sitio, porque no están". Vemos aquí claramente expuesto el plano alegórico de la novela, el punto decisivo que convierte la crónica exterior del Acontecimiento en crónica interior de un "yo exclusivamente mío". Lo que en la jerga filosófica se llama solipsismo, aunque la filosofía no interesa al personaje (sin que deje de citar a Hegel, Freud, Durkheim, Pascal, Descartes, Husserl, san Agustín, Marx...), porque lo que más le gusta es abrazarse a los árboles, y comer toda clase de cosas dulces.

La broma antropocéntrica
Pero la novela tiene también mucho de "broma antropocéntrica". Contra la idea de Montaigne de que "nuestra muerte será la muerte de todas las cosas", el autor imagina un mundo posterior a la raza humana. Porque al hombre le ha sido dado imaginar un mundo anterior a su llegada, pero no le es posible imaginárselo, presuntuosamente, tras su desaparación sino bajo la forma escatológica del Fin del mundo. El Acontecimeinto no se puede suponer sino "en clave de paradoja grotesca", o "suposición idiota"; una "reducción" o "simplificación" a propósito para comprobar los límites de la soledad y la comunicabilidad humanas, así como los del realismo y empirismo más absolutos del autor, tanto que puede permitirse el lujo de ser irracional e inexplicable. Una carámbola dialéctica: el materialismo extremo habría producido el inmaterialismo ontológico: la volatilización de los cuerpos, sin expiaciones, castigos ni venganzas. Curiosamente, el protagonista no puede dejar de recordar en este punto el momento en que su ex-mujer le expresó por primera vez el deseo de "ser suya": "Veinte minutos después yo había regularizado nuestra posición, y ella me confíaba con candor que el deseo que había tenido era en realidad la necesidad de 'dejarme a parte'; en la intuición de que la aspiración a poseer materialmente una persona disimula, más o menos aproximadamente, nuestra intención de liberarnos de ella". A riesgo, claro está, alegóricamente también, de que el mundo entero perezca con ello. Como por obra de un espiritista, la vida no estaría nunca más ligada a la cualidad orgánica, al peso, a la corrupción:

"A mí, lo confieso, esta elegancia me parece que se esfuma en la comicidad de la burla bien lograda; un espíritu de agudeza que raya en el escamoteo".

He aquí las razones más íntimas por las que un ser humano que sufre, "al que le falta lo que necesita para ser", el último de los hombres, entrega, tal vez con algún fin remunerativo, el Todo a la Nada en una fabulosa, soberbia y melancólica fantasía apocalíptica, o más bien "robinsonada": "Todo se desarolla en silencio. Por una vez, en silencio y sin retórica".


Ana Crespo

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