sábado, 20 de marzo de 2010
"Los rebeldes de Sándor Márai o la fragua de un escritor. De cómo únicamente el escritor da testimonio o hace justicia (sin que pueda saldar ninguna deuda)
Entre todas las resonancias, planos de interpretación y redes de lectura infinitas que puede convocar una novela semejante, la de estos languidecientes “rebeldes” de Sándor Márai, elijo para mi visión, un solo hilo reticular, que teje, a mi parecer, la trama superior de la novela, al compás del desarrollo de la voz protagonista, la de Abel (alter ego del propio Sándor Márai), aquella que se interroga sobre la fragua del escritor y el acto de la escritura.
Esta lectura se destejió para mí en un segundo momento. Hicieron falta dos lecturas, lo que con todo es muy poco. En la primera, evidentemente surgió la decadencia del padre, el hundimiento del complejo de Edipo, con todas sus magistrales metáforas (la luz crepuscular, el derrumbamiento del invernadero, el hundimiento de una montaña, el naufragio), la caída en el universo de la falta, de la culpa, de la necesidad, el fin de la inocencia o de la ignorancia, a la par que la desaparición de todo un universo histórico, el del Antiguo Régimen, y ese estallido de la burbuja que supone el desencadenamiento de la primera gran contienda mundial, y de los modos modernos (ya no tan modernos) de administración de la muerte. Todo un mundo de transición, entre la infancia o la adolescencia, y la dura realidad; esto es, la vida adulta, con toda su mitología, sus falsedades, sus represiones, sus secretos íntimos, sus mentiras, y, en definitiva, su pulsión de muerte. Todo un acontecer subjetivo a la vez que todo un acontecer histórico, magistralmente imbricados ambos.
El padre humillado, la vida grotesca, la homosexualidad latente, la perversión generalizada, la neurastenia, la represión, la locura, el pecado, la frontera entre el bien y el mal, el sinsentido de la vida y de la historia, la lucha de clases, los humillados y los ofendidos, los satisfechos, la culpa, el pecado, la salvación, la purificación, la grieta del sinsentido, la ausencia de padre o de Dios, y la eterna necesidad de castigo, el sacrificio a los dioses oscuros… Todo eso nos cae encima en la primera lectura: el universo mismo de Freud, en pleno centro de los conflictos morales e interrogaciones que conciernen a la génesis misma del descubrimiento psicoanalítico. Temas todos que convocan la obra de Freud desde múltiples ángulos, desde “El malestar en la civilización”, a “Una degradación de la vida amorosa”, hasta “La psicología de las masas” o los recorridos por la pulsión de muerte y los pequeños escritos sobre al guerra y lo perecedero, con algo de la novela familiar del neurótico… La tarea es tan ingente como inabordable. Me limito pues a lo que considero lo más singular en todo este maremágnum.
Me propongo simplemente seguir el recorrido de Abel y de su interrogación principal: ¿por qué se escribe?, ¿cómo se llega a ser escritor? El escritor como aquel sin verdadero lugar, el buceador del intersticio mismo del sinsentido, ni niño ni adulto, ni monstruo ni profeta, sin causa, testigo de la aberración, chivo expiatorio (por todos los otros chivos expiatorios sin voz) y portador de la mala conciencia. Aquel destinado a perderse entre las generaciones de los hombres, ni hijo ni padre ni combatiente, y sin embargo destinado a hacer justicia, pero solo a causa de la ausencia de juicio final, y sin que pueda saldar deuda alguna. No en balde Sándor Márai se pega un tiro al final de su vida, balazo que resuena de alguna oscura manera al final de esta novela. El desheredado, el expulsado, el sin voz, el humillado, el chivo expiatorio: Abel-Ernö-Sándor Márai. Allí donde nada puede saldar la deuda de los desheredados (y todos somos desheredados, proletarios, en este sentido, fuera de todo vinculo social humanizante y de todo sentido) y la justicia muestra su horrible mueca de sin-destino tanto como de sinsentido. Ni la tragedia clásica de Edipo, ni la moderna de Hamlet, sino la contemporánea, de la que somos hijos aún (en espera de algo peor), la de los sin-destino, la de las generaciones perdidas, entre las que Sándor Márai ocupa un lugar principal como testigo. Entre dos mundos, sin duda, porque fue necesaria toda una clase burguesa desheredada, insólitamente letrada, muchas veces de origen judío, testigos, escritores del desastre, de la locura de este nuevo “Afuera”, que hoy día es ya, para mayor malestar, toda una raza en extinción por descontado.
Este texto hubiera querido titularse también “La compulsión a confesar o la purificación por la escritura”, en la conciencia alentada por la novela de que únicamente la palabra del escritor puede hacer justicia a lo inconmensurable de la subjetividad, y de la historia en la que esta subjetividad se inscribe. Aquello que ningún discurso histórico o crítico puede cernir a ciencia cierta. Porque el universo de la verdad se ha vuelto para siempre indiscernible e infinitamente complejo, convoca a una tarea sobrehumana. En esta novela todos son culpables e inocentes a la vez. La inocencia es culpable; la culpa es inocente. ¿Qué hacer, cómo expresarlo? ¿Cuál es el peso de las palabras, las consecuencias de hablar o de no hablar? He aquí la interrogación que todavía nos concierne desde entonces. Desde esos dos grandes traumatismos históricos de la Gran Guerra.
Hay, claro, un conflicto moral al empezar la novela, el que sostiene sobre todo Abel, un peligro que amenaza a todo el grupo, el secreto de la pandilla (el robo anecdótico de la cubertería), cuyas consecuencias se tornaran incalculables, y hay un tramposo en todo este juego de cartas: ¿el que está tan acostumbrado a ganar que siempre gana, o el que está destinado a perder y por eso está obligado a hacer trampa? ¿Las cartas están tan repartidas que sólo cabe hacer trampas? ¿O hay alguna posibilidad de justicia o de salvación? Todo un discurso sobre la culpa, pero a la vez sobre la lucha a muerte por la vida, situable a su vez en el plano social e histórico de la novela. Pues bien, ¿quién sostiene la mala conciencia en todo esto? No los vencedores ni los vencidos. No los verdugos ni las víctimas, a todo esto indiscernibles unos de otros. Tampoco los obedientes que duermen en el seno fantasmático de los mandatos sociales e históricos. No los profetas. No los locos ni los visionarios. Mucho menos los perversos o los que sacan tajada de la inocencia de los que aún no han empezado a vivir ni conocen la vida (¡ya la van a conocer!), los que sacan tajada del río revuelto. No, únicamente el escritor puede dar testimonio, solo él puede sostener la mala conciencia, con riesgo de su propio destino.
Esta “purificación” es la única que cabe en la novela (también para muchos otros como W. Benjamin); ésta parece ser la “tesis” como escritor del propio Sándor Márai.
Si hacemos brevemente la génesis de este futuro escritor que es Abel (pero también Sándor Márai), fascinado por la figura de Ernö, el chivo expiatorio que él esta llamado a “redimir”, en ausencia de sentido histórico, religioso, o edípico, cosas todas que evocan la misma la falta de sentido, la zona misma en la que el escritor agota todas sus fuerzas, la que convoca una misma ausencia o hiato del lenguaje, aquella donde Dios es efectivamente inconsciente, sin que resulte de ello ningún opio posible, vemos que el escritor sostiene el agujero de la falta de justicia histórica, la ausencia de toda redención posible, aquel agujero mismo del lenguaje: el lugar insostenible por excelencia. No se trata del significado, sino del hecho mismo de la significancia, del hecho mismo del testimonio. He aquí la humildad del escritor, nada más y nada menos. En este sentido, a Abel no le interesa ni el contenido ni el significado de los libros. Es precisamente en este sentido que trato de enfocar la novela, más allá de su anécdota o intriga narrativa, la cual sugiere evidentemente en último término una novela de despertar, o de formación (en el más oscuro de los sentidos), o de iniciación a la vida (nuevamente en el mas mortífero e inevitable de los sentidos). Lejos del placer o de la satisfacción de la escritura se trata para Sándor Márai-Abel de un ejercicio doloroso, “puesto que lo que se moldea en palabras se pierde para siempre y lo único que queda es un poso de mala conciencia, como cuando uno comete un delito por el cual tarde o temprano habrá de responder ante la justicia”. He aquí la magia del negro sobre blanco, las enigmáticas razones por las que alguien se encierra en su habitación a altas horas de la noche, delante de un papel, intentando transformar sus experiencias en palabras. He aquí lo que preocupa a Abel: el vergonzoso ejercicio que le evoca las ignominiosas y estériles actuaciones del padre a solas con su violín, cuando Abel tenía que taparse los oídos de noche para no morirse de la lástima y de la vergüenza; cuando se acostaba cada noche ruborizado, consciente de que sus esfuerzos eran tan infructuosos como los de su padre con el violín. Porque en este sentido el escritor es autodidacta, está solo sin remedio, sin Otro, sin maestro, sin Dios, sin padre, el más grande tanto como el más pobre tipo. Pero Abel sabe tan sólo una cosa, lo único que concierne al escritor, que detrás de los hechos cotidianos se esconde un significado oculto y misterioso, aún desconocido, y que el gran reto es descubrirlo, entenderlo y expresarlo.
¿Qué sabemos de antemano del futuro Abel como escritor, el que probablemente se está fraguando a lo largo de la novela para llegar a ser más tarde el escritor de la novela que efectivamente está ahora entre las manos del lector? Este es tal vez el plano más vertiginoso y significativo de la novela. Hay dos momentos claves. En el primer momento tenemos un adolescente que esconde avergonzado en un cajón de su habitación unos versos inmaduros donde él figura como "un perro tendido al sol". Efectivamente este es su estado subjetivo al comienzo de la novela. Alguien que duerme tan plácidamente y tan poco avisado en un mundo de seguridades decadentes, y ya resquebrajadas, como un perro tendido al sol. Cuando esta pregunta va ganando complejidad al hilo de los acontecimientos lo que tenemos es un segundo recuerdo. (Recordemos que Abel llevaba dos años leyendo todo lo que caía en sus manos, cuando se quedaba extasiado delante del escaparate de la librería. Insisto: no el significado de los libros, sino aquello que conduce a alguien a querer escribir. He aquí la interrogación principal de la novela a mi parecer.) Este segundo recuerdo es que Abel acaba de leer Guerra y paz, de la que recorta una escena, aquella en que el coronel llega del campo de batalla y ve a su esposa en el lecho de muerte, que solo puede esbozar un trágico reproche: “¿Qué me habéis hecho?”. Fue como una revelación para Abel, dice la novela, algo imposible de expresar con palabras, la propia esencia de las relaciones humanas: ¿Qué me habéis hecho? El dolor de vivir y el sufrimiento que estas implican. La escena evoca por demás a la madre muerta de Abel, aquella de la que sólo conserva una frágil y juvenil estampa, envuelta por los olores que restan de ella en la alcoba del padre; lo que configura toda una atmósfera de recuerdos, de huellas sensitivas, y una forma muy particular de memoria a través de los olores. Porque Abel es, por otro lado, ante todo, un gran olfativo; cualidad que teje sobremanera todas las atmósferas y recuerdos que hilvanan la novela. Este escritor olfativo, fraguado en el lugar de una ausencia traumática, concierne también a la génesis del escritor Abel-Sándor Márai. No es posible ahora abarcar el abanico de olores y significaciones que sobrevuela por sobre todo y anuda los recuerdos, como un recurso narrativo supremo. (Porque para colmo Abel hace las veces de sabueso que olfatea dónde se halla la presa culpable de la trampa en el juego, así como la jauría que ya se cierne sobre todo el grupo a causa del robo; no sólo la jauría de los adultos, sino aquella que los llamará a filas finalmente para hacerlos ingresar definitivamente en el orden del miedo. Hay aquí resonancias sin fin que dejo de lado para seguir el hilo de la génesis del escritor.)
El otro gran aspecto es la confesión, hay en Abel una gran compulsión a confesar, en primer lugar está a punto de confesarle todo a su tía. Propósito vano, puesto que Abel ya ha dejado atrás su infancia, y ella se torna invisible y muerta a sus ojos. En segundo lugar, está a punto de confesar el secreto, y el temor por el gran castigo que se cierne, al zapatero-profeta (el padre de Ernö), de cuyas visiones tan alocadas como próximas a la verdad se siente cercano, pero se inhibe igualmente, presintiendo la parte de locura y la ausencia de ley que hay en todo ello. Lo relevante sin duda es que a partir de aquí todo el universo se ha vuelto sospechoso para Abel, y no hay a quién confesarle la verdad, porque no hay quién la detente; todos y cada uno se han vuelto sospechosos. De aquí a la llamada de un Otro instituyente de un orden, de una verdad y de una justicia, un Otro sacrificial, dador del castigo que haga volver la paz, hay solo un paso, que será el paso final de la novela, cuando el coronel, padre de Tibor y de Lajos regrese, con su amenaza latente de castigo purificador; castigo al que no asistimos, puesto que todo un orden mucho más atroz que el familiar, el de la guerra, se encargará de engullirlos definitivamente sin juicio final.
El escritor entonces como la única voz que puede rendir cuentas entre el silencio de la ausencia de Dios y de la tumba vacía del padre. Sin Otro. Ni adulto ni niño. Testigo. Por todo el sinsentido, por todos los caídos, y a riesgo del “para-nada”; y, en esta deriva, último baluarte extenuado de los sin-finalidad, sin beneficio, y a pura pérdida.
Sabido es que Abel figura en la exégesis bíblica como el prototipo del hombre justo y pacífico, con toda la humildad y la mansedumbre de las que este Abel-escritor se siente culpable frente a la página por escribir y la responsabilidad por lo dicho y lo no dicho. En la Biblia Abel representa también el primer asesinato de un ser humano. Tal vez aquel que se da muerte por cuenta propia en la visión de Sándor Márai, y no tanto por la mano de su semejante, pues lo que esconde la mano de su hermano, el naipe trucado, trasciende toda habladuría, allí donde el escritor se detiene para que el libro cerrado hable callando.
Ana Crespo
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