lunes, 10 de mayo de 2010

Léxico familiar, de Natalia Ginzburg

Por Javier Aparicio Maydéu, Letras Libres, junio de 2007

En Léxico familiar (1963), su obra más admirable, leída hasta la saciedad en varios idiomas desde su aparición, se reúnen las razones de la narrativa entendida como catarsis y las pequeñas virtudes del narrador de raza que no necesita de alardes técnicos o laberínticas intrigas para ganarse a un lector que ella convierte párrafo a párrafo en su compañero de viaje, en su amigo invisible. La vasta cultura de Natalia Levi, de otro lado –nacida del entorno familiar, de su esposo Leone Ginzburg, incansable antifascista turinés, y de Cesare Pavese y sus amigos de la editorial Einaudi, en la que trabajó tantos años– no la condujo a la hojarasca retórica, sino al esmero de querer narrar acariciando los detalles y haciendo de su entorno cotidiano y de su universo emocional un lugar que el lector, sin saber muy bien cómo, hace suyo. Pertrechada con infinitas lecturas de Proust, heredadas de su mamá, que le dieron el tono intimista y los mecanismos de la memoria afectiva, Ginzburg relata aquí su infancia envuelta en la vida cotidiana de una familia judía y antifascista en los tiempos revueltos de Mussolini y la tiranía nazi en que la ideología pudo con la vida humana. Luminosa en algunas páginas llenas de griterío y de color, esa infancia se oscurece en otras por la rigidez con la que Beppo Levi, su padre agridulce, ateo y librepensador, conduce su educación y la de sus hermanos. Y llegado el momento de los sombríos episodios del destierro a los Abruzzos con Leone y sus niños pequeños, la muerte del marido en la cárcel de Roma o el suicidio de su amigo Pavese (“Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía a vernos a Leone y a mí comiendo cerezas, ya hablaba de ello”) la obra podría adquirir unos tintes melodramáticos que Ginzburg evita siempre desde la contención narrativa. Léxico familiar teje con palabras un tapiz sentimental que en ocasiones avanza parsimonioso porque conviene elegir adecuadamente la palabra que mejor convenga en cada encrucijada del recuerdo. Se diría que las palabras de Ginzburg saben que están ahí, en las líneas de la página, cumpliendo a rajatabla con su papel trascendente y testimonial. En las palabras que un día se escucharon o se pronunciaron, como en las imágenes o en los olores, se agazapa nuestro pasado, y ellas parecen determinar el paso del tiempo y nuestra propia identidad. Así, en “Las relaciones humanas”, uno de los ensayos recogidos en su célebre Las pequeñas virtudes (1962), que habría que entender como un texto a todas luces precursor de su novela Léxico familiar, la autora de Nuestros ayeres (1952) escribe que “entramos en la adolescencia cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles”. El tejido verbal de las palabras sustenta el tejido social de las relaciones personales (“en el centro de nuestra vida está el problema de nuestras relaciones humanas”, señala en su ensayito de Las pequeñas virtudes), y es en la infancia cuando se aprende esta lección que Ginzburg ilustra en Léxico familiar, un ejercicio narrativo de autobiografía que su autora, sabedora de las traiciones de la memoria y de aquella máxima que Gabo no se cansa de repetir –a saber, que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos, y el recuerdo bebe del mismo venero que la imaginación– arrima a la ficción subrayando que “sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”. Las anécdotas y vicisitudes aquí narradas de sus hermanos, de los Balbo, de las charlas en el Café Platti de Turín, frente a Einaudi, de su amiga Lisetta (que “no había cambiado demasiado desde la época en que montábamos en bicicleta y me contaba las novelas de Salgari”), de sus hermanos Gino o Mario con trajes nuevos del sastre Maccheroni, de su tío Silvio musicando poemas de Verlaine, se dan la mano con las de Madame Verdurin, Odette o monsieur Swann. Ginzburg, esa voz atormentada y sutil que atesora buena parte de la grandeza narrativa de la literatura italiana contemporánea, aprendió de sus inicios neorrealistas y se convirtió en una retratista excepcional que fotografía con palabras con tal precisión que llegamos a pensar que formamos parte de la imagen que leemos, y que también nosotros recordamos haber visto cómo “a medianoche, Pavese cogía su bufanda del perchero, se la echaba rápidamente al cuello y cogía el abrigo. Se iba por la avenida Francia, alto, pálido, con las solapas levantadas, la pipa apagada entre sus dientes blancos, su paso largo y su huraña espalda”. Léxico familiar, novela de poderoso magnetismo, resulta una amalgama de fraseos simples, palabras justas, irónicas sutilezas y proustianas banalidades aparentes que en realidad recrean la psicología de todo un mundo, costumbrismo en el más alto sentido de la palabra, terrores personales que menguan cuando se narran, la música callada de un debate insinuado entre el valor de la acción y el valor de la palabra (estás páginas son también las memorias de una mujer de acción y de palabra) o una reflexión no confesada acerca de la soledad y del diálogo con uno mismo a través del acto de escribir.
Más allá de su posición central en la cultura italiana de la segunda mitad del XX, leyendo manuscritos de Calvino, Primo Levi o Elsa Morante, coetánea de Bassani y actriz en El Evangelio según San Mateo de Pasolini, no existe duda de que las musas del arte le concedieron el don de la palabra, que ella supo enseguida aplicar con esmero a la tarea de escribir para sentirse viva, en realidad para confesar que ha vivido, y confesárnoslo de la mano del discreto encanto de la autobiografía que siempre acompañó su obra, desgarradora, porque vivió un infierno, y a un tiempo entrañable, porque escogió contárnoslo con una afectividad redentora, con las palabras convertidas en un cielo protector.


Ensayos de Natalia Ginzburg
Por María Aixa Sanz

Gracias a ese hilo invisible que en la literatura nos lleva de un libro a otro, de un autor a otro, en una suerte de mágica complicidad y de aventura y descubrimientos seguidos, cayó en mis manos el volumen titulado: ENSAYOS de la italiana, Natalia Ginzburg, publicado por la editorial Lumen, que recoge dos de su libros de artículos: ‘Nunca me preguntes’ y ‘No podemos saberlo’, fue tan agradable el descubrimiento, el placer de leer a esta autora y el saber que estaba ante unos textos que serían releídos infinidad de veces, que me aboque como una loba hambrienta sobre el resto de la obra de Natalia Ginzburg, de esta forma he podido disfrutar de las novelas: Querido Miguel (Acantilado) y Léxico familiar (Lumen).
Antes de escribir sobre la impresión que me causaron éstas, me detengo en el fantástico libro que es: Ensayos. Un libro con una prosa vivaz, ágil, limpia y sobre todo sincera, que te regala una dosis de optimismo y cordura y que infunde vigor en el animo del lector. Ensayos es una aventura fascinante y más satisfactoria que muchas novelas, son artículos de opinión y de expresión, trabajados, elaborados con esmero y seriedad. Ginzburg nos invita a cavilar con las coherentes y nada obsoletas reflexiones sobre la morada que resulta ser nuestro hogar, sobre el proceso de escribir, sobre la muerte, el aborto, la creencia en Dios, la vejez, la pereza, los pequeños y aislados pueblos, la novela, el psicoanálisis, la infancia, las críticas, los valores, la fe, la influencia del arte, la palabra, la piedad, la inteligencia, las razones del orgullo, el mal, el valor y el miedo, el hombre y la mujer, el crucifijo en las escuelas... Siempre desde la perspectiva del individuo como un ente único frente a las generalizaciones o las asociaciones. La mirada de Ginzburg se posa sobre el individuo como el ser singular, solitario y único que es. "Cada ser humano tiene una fisonomía propia y una forma particular de estar en el mundo. Esto es algo obvio, pero parece que se ha olvidado." ‘Ensayos’ es pues un magnífico libro que será releído y consultado miles de veces puesto que ninguna palabra está escrita en vano, todas tienen su justa medida y su pertinente reflexión que estimula al lector y le encamina a encontrarse o a diferenciarse. Un verdadero placer.
A Natalia Ginzburg también le han ido editando en Lumen sus novelas y relatos en volúmenes bien cuidados (aunque siempre con esa manía de ponerles un prólogo: a las novelas no hay que ponerles prólogo), pero con los Ensayos han hecho un volumen demasiado gordo juntando dos libros distintos, el primero, Nunca me preguntes, cuya selección hizo ella misma- y el segundo (No podemos saberlo), póstumo, que ella hubiera aligerado tal vez, pero que contiene dos buenos ensayos: No entiendo a Dario Fo y su Autobiografía en tercera persona, un texto excepcional.
Lo que está claro es que unas partes del libro son mejores que otras. Ella misma lo explica mejor en uno de esos artículos últimos, a propósito de Pavese (p. 429):
"De un escritor que está muerto es importante lo mejor; lo peor hay que dejarlo aparte. Y sin embargo, también lo peor debe conocerse, indagarse y estudiarse, pero aparte. Y de alguna forma ocurre lo mismo con todo ser humano: no se entiende bien por qué, pero sólo después de muerto vemos salir a la superficie lo mejor que tenía y hundirse en la oscuridad lo peor. Y es lo mejor lo que queremos recordar".
Natalia Ginzburg
Querido Miguel
Trad. de Carmen Martín Gaite
Acantilado. Madrid

Este libro nos presenta la historia de un hijo perdido, Miguel, que abandonó de joven su familia, que se casó en un país lejano y que, tras una vida poco ordenada, murió en otro país lejano en circunstancias poco claras. Su madre podrá llorarlo, pero no entender sus secretos. Retomando una vieja forma narrativa, la novela epistolar, Natalia Ginzburg enhebra con maestría asuntos nucleares de su quehacer literario: la relación entre generaciones y la proximidad y lejanía de lo humano. Si bien esta novela se sitúa bajo el signo de la dispersión de los sentimientos y de su incomunicabilidad, apunta, por encima de todo, a la soledad esencial y su vacío.

Como podemos constatar, su nacimiento en un período conflictivo de la historia italiana y mundial hizo que Natalia Ginzburg creciera en la opresora atmósfera del fascismo y sufriera en primera persona las persecuciones de este régimen, ya por su origen judío a través de las leyes raciales, ya por su ideología claramente antifascista. Todo ello condicionó, evidentemente, su carácter y su escritura, presentándose como un ser frágil y melancólico, introvertida y celosa en la defensa de su intimidad, a veces aparentemente insegura e incapaz de comprender el mundo, algo que refleja fielmente en sus escritos, con cierto distanciamiento, como espectadora de una realidad imposible de cambiar, sin intervenir ni plantear soluciones, dado que lo sucedido es inmodificable, recuperable únicamente por medio de la memoria y de su plasmación a través de la palabra escrita.
Sus obras son un reflejo de las devastadoras consecuencias sociales e intelectuales provocadas por la guerra. Por este motivo, son frecuentes en sus textos temáticas como las desigualdades e injusticias sociales; la exposición de las más variadas pasiones humanas; la falta de valores; la soledad y la incomunicación en las que el ser humano está sumido; la preocupación por mostrar la cotidianidad humana, en especial de las mujeres en su ámbito familiar e íntimo; la incomprensión y la indiferencia como motores de la vida en el hogar y, a raíz de ella, del resto de las relaciones sociales; el debate entre la realidad y el sueño, entre el realismo y la fantasía, entre el espacio y el tiempo; la recuperación proustiana de la memoria y el sueño como forma de conocimiento interior, que da sentido a la propia existencia y reafirma la propia identidad; el recurso a la técnica de la fragmentariedad y la reconstrucción de la realidad narrada por medio de diferentes interpretaciones de la misma experiencia...; temáticas que siempre ubica en espacios comunes –muchas veces la casa familiar–, y cuyos protagonistas son gente común, de manera que cualquier lector pueda reconocer un caso real.
Cabe señalar su ansia por reflejar la realidad del momento de la forma más verídica posible y desde la perspectiva de quien la ha sufrido, sobre todo desde el punto de vista de los más desvalidos, así como por transmitir tal inquietud de una manera clara y concisa, con un lenguaje sencillo, escueto, sin excesivos artificios, despojado de retóricas innecesarias, pero de gran profundidad y cargado de simbolismo; un lenguaje real –o, por lo menos, verídico–, como la realidad misma y los personajes que presenta en sus escritos: tipologías y vivencias humanas totalmente verosímiles, propias del contexto histórico y social en que se desarrollan, y con las cuales se podrían identificar numerosas familias reales; vivencias que el lector presencia como podría presenciar la propia realidad, llegando incluso a identificarse con los personajes o a compadecerlos, como si de conocidos se tratara. Muestra de que las tipologías humanas presentadas pueden adaptarse perfectamente a cualquier cultura, sociedad y país afín son las diferentes adaptaciones cinematográficas y teatrales que de sus obras se han hecho en diferentes naciones, como en España o en Inglaterra.
Como clara crítica a la sociedad de la época, los protagonistas de sus escritos son, en su mayoría, personajes apáticos, que aceptan pasivamente la realidad que les circunda, resignados a su condición y a la monotonía, faltos de estímulos que les hagan reaccionar ante cualquier adversidad, que, sin embargo, prefieren soportar estoicamente como si nada les afectara, incapaces de transformar su destino y sumidos en la soledad e incomunicación, mientras se debaten entre la realidad y la ensoñación. Se trata, frecuentemente, de seres unidos por lazos afectivos o de parentesco, pero que, a pesar de ello, se comportan como extraños que no logran demostrar ni comunicar sus afectos, por lo cual viven sumidos en su propia soledad, insatisfechos con la situación que le ha tocado vivir, pero sin hacer nada por cambiarla.
Pero lo más destacado en Natalia Ginzburg es su condición de mujer intelectual –sobre todo en los primeros años de su trayectoria literaria-, casi pionera en una sociedad que aún no asimila en la mujer ciertos roles concedidos sólo a los hombres, entre ellos el de intelectual. Por este motivo, solidaria e identificada con la problemática que afectaba a la mujer de la época, en casi todas sus obras, a la hora de exponer los problemas humanos y sociales, predomina el tema de la mujer desvalida y su precaria condición en la Italia del momento, insistiendo en la desigualdad entre hombres y mujeres en una sociedad cuyo sistema binario presenta lo masculino, o positivo, en oposición con con lo femenino, y, por tanto, negativo. De este modo, la mayoría de los personajes protagonistas de las obras de Ginzburg son mujeres que podrían considerarse estereotipos de la Italia de primeros y mediados del siglo XX –aunque la imagen podría ser extensible a otros países–, de las que intenta plasmar los más variados sentimientos e inquietudes, así como la problemática social que las circunda.Esto convierte la narrativa testimonial ginzburgiana en una especie de crónica de la mujer mediosecular, en la que, a través de personajes extraídos de la sociedad en que vivía, refleja el panorama italiano, y europeo, y, en especial, el de la dura situación de impotencia y limitación en que la mujer se hallaba sumida, ofreciendo, además, las diferentes formas que ésta tenía de reaccionar ante tales injusticias.
Por otra parte, en oposición a la figura femenina, la masculina, en la mayoría de los casos, se presenta, generalmente, como figura negativa y problemática, egoísta y falta de valores: hombres frecuentemente fracasados tanto a nivel familiar como laboral, incapaces de comunicar con su entorno, y que, precisamente por ello, a veces suscitan cierta ternura y compasión.
Con todas estas premisas, es fácil entender el porqué del éxito y la importancia dentro del panorama literario italiano de Natalia Ginzburg, la cual, refugiada en la escritura como único medio de desahogo para expresar con plena libertad sus inquietudes y su descontento ante la realidad que le tocó vivir, compensando así su carácter frágil e introvertido, hizo llegar su voz y compartió sus pasiones a través de sus textos, que quedarán indudablemente impresos en quienes se acerquen a su obra. Escritos que muestran la realidad la mayor parte de las veces con crudeza, y en cuyo desenlace no hay lugar para la esperanza, dejando en el lector cierta sensación de melancolía e impotencia, y llevándolo a reflexionar sobre las situaciones que presenta: experiencias que pasaron y quedarán en la memoria, sin posibilidad de modificación alguna, y que no habrían ocurrido si alguien hubiera podido hacer algo por cambiarlas... Como su historia misma y la de todos nosotros.

Obras traducidas al español:

Las pequeñas virtudes (Le piccole virtù), trad. de Jesús López Pacheco, Alianza Editorial, Madrid.
Nunca me preguntes (Mai devi domandarmi), trad. de Jaume Fuster y María Antonia Oliver, Dopesa, Barcelona, 1974.
Querido Miguel (Caro Michele), traducido por Carmen Martín Gaite, Lumen, Barcelona, 1989, y Acantilado.
Léxico familiar (Lessico famigliare), trad. de Mercedes Corral, Trieste, Madrid, 1989.
Las palabras de la noche (Le voci della sera), trad. de Andrés Trapiello, Pre-Textos, Valencia, 1994.
Nuestros ayeres (Tutti i nostri ieri), trad. de Carmen Martín Gaite, Debate, Barcelona, 1996, y Círculo de lectores.
El camino que va a la ciudad (La strada che va in città), trad. de Arantxa Iturrioz, Bassarai, Vitoria-Gasteiz, 1997.
Sagitario, trad. de Félix Romeo, Espasa Calpe, Madrid, 2002.
La ciudad y la casa (La città e la casa), traducción de Mercedes Corral, Debate, Barcelona, 2003.
Las pequeñas virtudes (Le piccole virtú), traducción de Celia Filipetto, El Acantilado, Barcelona, 2002.
Antón Chéjov: vida a través de las letras, traducción de Celia Filipetto, Ed. Acantilado, Barcelona, 2006.

Chejov por Natalia Ginzburg

Natalia Ginzburg
Anton Chejov
Trad. de Celia Filipetto
Acantilado. Madrid, 2006


Con su intuición de las constelaciones familiares y de las pasiones calladas, Natalia Ginzburg narra la vida breve de Antón Chéjov (1860-1904), desde su juventud en Taganrog y sus primeros años en Moscú, los inicios como escritor humorístico y su trabajo como médico rural, hasta su viaje al campo de Sajalín, sus primeros éxitos como autor teatral, la enfermedad, los últimos años en Yalta y la muerte prematura en Badenweiler. En este hermoso libro, como si se tratara de uno de aquellos azares del destino, la escritora italiana consigue de manera asombrosa ese tono que el retratado dominaba de manera magistral, y nos ofrece un pequeño pero hermoso bocado de quien fue, es y será siempre uno de los mejores retratistas del alma humana.


Monje

Francisco Calvo Serraller
17/06/2006

Tras ser desahuciado por el doctor Kart Ewal, eminente especialista berlinés, Antón Chéjov y su esposa Olga Knipper se retiraron a Badenweiler, pequeña ciudad de aguas termales en la Selva Negra. Allí se instalaron en el hotel Sommer, donde la noche del 2 de julio de 1904 el escritor se despertó agitado, pidiendo la asistencia de un médico. Cuando su mujer Olga le colocó sobre el pecho una bolsa de hielo para aliviar los estertores de su agonía tuberculosa, Chéjov le preguntó, saliendo momentáneamente del delirio, "¿para qué poner hielo sobre un corazón vacío?". Luego, al llegar el doctor Schöwher, le dijo simplemente: "Me muero". Aunque rechazó otro cuidado médico, sí aceptó una copa de champán, que vació, antes de acostarse de lado y morir. Como si esta muerte tan chejoviana no fuera suficiente, el espectro del escritor planeó todavía en sus exequias fúnebres, ya que su cuerpo fue trasladado a Moscú en un tren verde que transportaba ostras, mientras sus deudos se equivocaron de duelo en la estación al seguir la banda de música que acompañaba el féretro del general Keller, fallecido en Manchuria.
Con esta sucinta y muy surrealista información acerca de la muerte y el entierro de Chéjov, concluye la maravillosa biografía que escribió sobre él una colega italiana, gran admiradora suya, Natalia Ginzburg (1916-1991), biografía ahora traducida al castellano con el título Antón Chéjov (Acantilado). Miembro de una familia numerosa, los abuelos paternos y maternos de Chéjov habían sido siervos de gleba, condición que cambió su padre, que, no obstante, mal comerciante, transfirió las obligaciones de la familia al que entonces era un joven estudiante de medicina de sólo 19 años, cuyo cometido ejerció hasta su prematura muerte, a los 44 años.

Chéjov inició su carrera literaria, cuando ya era médico rural, como escritor humorístico, mediante cuentos que publicaba en periódicos rusos, que le servían para subvenir los copiosos gastos familiares. Incluso cuando empezó a tener éxito como autor dramático y cuentista, le era imposible la menor infatuación personal, siendo quizá el único escritor ruso que repudiaba cualquier sistema ideológicamente altisonante y cualquier acceso místico. Irónico y escéptico, su observación de la realidad fue tan íntima y penetrante que nos emociona precisamente por su cualidad despojada. Nadie ha logrado ser como él intenso y frío a la vez. Desde la propia Ginzburg a Raymond Carver, la literatura del XX contrajo una deuda enorme con Chéjov.

En uno de sus cuentos, el titulado El monje negro, escrito en enero de 1894, Chéjov narra la historia de un pobre hombre, Kovrin, que arruina su vida al alucinarse con un imaginativo monje que le visita para anunciarle que es un genio. Según se convence de esta revelación, mayor es la caída en la miseria de Kovrin, que, mientras agoniza, vuelve a ver al monje agorero, que le susurra que ése está muriendo porque "su débil cuerpo ya no podía servir de envoltorio a un genio".
Anton Chejov de Natalia Ginzburg por Diego Doncel

A Chéjov, como a sus personajes, hay algo que no le permite ser un ser sencillo. Demasiados silencios, demasiada leyenda o demasiada obviedad. Chéjov escribió que “lo más importante de la vida sucede entre bastidores”, esto es, en la intimidad, en lo que apenas se debe confesar.

Y, sin embargo, en alguien como él es imposible no ver esa confesión a media voz sobre su extremada conciencia de la desgracia, su extremada conciencia del dolor y de la muerte, de la tragedia en que consiste vivir. Lejos de una vida feliz, de una vida plena fue una criatura acuciada por las complejidades familiares, las relaciones amorosas y por la falta de salud, lo que le hizo un hombre de buenas intenciones vitales pero al que la vida siempre sorprendía con una carta escondida en la manga. Y siempre para mal.

Difícil, por eso, escribir sobre alguien así, difícil incluso despojar su vida de determinados mitos y darnos un retrato veraz. Y sin embargo eso es lo que consigue Natalia Ginzburg en esta biografía de Chéjov que es plenamente chéjoviana. En este relato bellísimo, triste y trágico que se lee como una novela. Ginzburg hace un recorrido canónico por esta vida, aparentemente desapasionado pero donde bullen todos los fantasmas y misterios del escritor ruso.
Al igual que Chéjov Natalia Ginzburg actúa por sugerencia pero sin desdeñar las dimensiones de esa tragedia. Una tragedia que se lee entrelíneas, o que si es revelada se hace sin exagerar ningún elemento dramático. A Tangarong, el pueblo donde Chéjov nació en 1860, lo retrata como un arrabal embarrado en invierno y lleno de polvo y con agua insalubre en verano. A Rusia como “un país de gente ávida e indolente”, donde todo el mundo se dedica a “comer mucho, beber mucho, roncar, soñar y colocarse en los márgenes de la vida”. De su matrimonio tardío con la actriz Olga Knipper escribe: “Fue una pareja rara; estuvieron juntos en contadas ocasiones y se escribieron muchas cartas”. ¿ Hace falta decir más?

Ginzburg dice mucho con poco, pero ateniéndose a la máxima de que los seres humanos tienen a veces múltiples fisonomías, discordantes entre sí, insospechadas. Eso ocurre incluso cuando nos habla de la dedicación literaria de Chéjov, de sus relaciones con el medio literario ruso (Tólstoi o Gorki), o de la tragicomedia de su muerte. Y hace de este librito un retrato intenso y profundo del más verdadero Chéjov. Ginzburg nos invita a conocer el universo de Chéjov, su grandeza y que esa grandeza está hecha a parte iguales de una insobornable fuerza de voluntad, de convicciones éticas, de búsquedas y de comportamientos donde, como en cualquiera, predomina el color gris. Una delicia.
[Diego DONCEL, El mundo, 25/5/2006]

Natalia Ginzburg

Natalia Ginzburg
Italia (Palermo, 1916 - Roma, 1991)

De nombre Natalia Levi, nació en una familia culta de ideas socialistas y antifascistas. En 1919, se trasladó a Turín. En 1927 estudió en el Instituto Clásico Vittorio Alfieri, y dos años más tarde estudió Letras en la Universidad de Turín, estudios que no finalizó. Publicó su primer relato en la revista Solaria, a los dieciocho años, escribiendo también en otras revistas. En 1938 se casó con Leone Ginzburg, de quien tomó el apellido, militante de Giustizia e Libertá, y director de la Editorial Einaudi. Sufrieron persecuciones y fueron confinados en un pequeño pueblo, del que escaparon a Roma, y en 1943, su marido fue detenido y asesinado. Tras esto, trabajó para la Editorial Einaudi para ganarse la vida. En 1950 contrajo segundas nupcias y marchó a vivir a Roma, donde fijó residencia, comenzando su etapa más productiva literariamente. Años más tarde fue diputada durante dos legislaturas por el Partido Comunista Italiano, no dejando de escribir hasta su muerte.


El orgullo de la víctima

[Por Leopoldo Brizuela, La nación, Argentina, 2003]

Natalia Ginzburg fue una de las escritoras italianas más importantes del siglo XX. Su vida dramática, la persecución nazi y el reconocimiento final no alteraron la delicadeza de sus historias íntimas y despojadas.

Entre las figuras más importantes de la literatura italiana del siglo XX hay dos grandes escritoras poco conocidas entre nosotros: Elsa Morante y Natalia Ginzburg. Nacieron durante la Primera Guerra Mundial, crecieron en la atmósfera asfixiante del fascismo y sufrieron el drama de las leyes raciales: eran judíos la madre de la Morante, el padre de la Ginzburg, y los hombres, importantísimos, con quien cada una se casó.

Pero si Elsa Morante fue, hasta el final de su vida, un personaje romántico, seguidora de los "poetas malditos", desgarrada por ese tempestuoso matrimonio con Alberto Moravia y, después de la separación, por una soledad que la llevaba a todo tipo de excesos y extravíos; Ginzburg, en cambio, se presentó siempre como un ser a la vez frágil y fiero en la defensa de su intimidad, parca respecto del valor de sus escritos y, al mismo tiempo, casi orgullosa de sus limitaciones y de su incapacidad para comprender el mundo.

Elsa Morante y Alberto Moravia

Las novelas de Elsa Morante aspiran a ser vastos y tumultuosos frescos de la sociedad italiana, cruzados por el huracán de la Pasión y de la Historia. Las breves novelas de Natalia Ginzburg, delicadas historias íntimas de gente común, cuentan hechos tan cotidianos que el lector nunca puede recordar de ellas más que la atmósfera de arrasadora e invariable tristeza; y, mucho más lentamente que las obras de Elsa, fueron ganando un público devoto que, para usar una de sus metáforas más queridas, reconoce en cada uno de sus títulos las secretas y entrañables palabras de un "léxico familiar".

Natalia Ginzburg nació en Palermo, Sicilia, hija menor de un biólogo eminente que pronto debió trasladarse a Turín. De origen aristocrático e ideas socialistas, el padre -hoy uno de los grandes personajes de la literatura italiana- era un hombre atrabiliario, decidido a educar a sus hijos bajo unas leyes tan sólidas como su fe en la Ciencia y el Progreso, y, en las vacaciones, bajo un minucioso programa de expediciones y ejercicios de montañismo que resultaban \"desopilantes a todo aquel que no tuviera la desgracia de sufrirlo\".

En las antípodas de este carácter obsesivo, que lo hacía levantarse varias veces por noche para controlar el progreso del yogurth -"la más sana de las comidas"- y dictaminar que ningún hijo suyo iría a la escuela pública por temor a los contagios, la madre aparece como un ser entrañable y risueño que aprovechaba las ausencias del marido para contar historias, leer poesía e improvisar zarzuelas.

Durante la adolescencia nacieron las primeras ficciones de Natalia Ginzburg. "Una ausencia", el cuento que publicó a los diecisiete años y que abre sus Obras Completas, no sólo asombra por la seguridad de la voz narradora, una seguridad que no es meramente la de un gran talento, sino la de un talento naturalmente enclavado en una encrucijada cultural e histórica.

Con sorprendente clarividencia, la jovencísima Ginzburg lleva a cabo todo lo que muchos años después proclamarían, por ejemplo, Elio Vittorini o Goffredo Parise: el rechazo de la "prosa de arte", de la construcción de tramas y de todo artificio narrativo o retórico, en favor de una parca, despojada y aparentemente errática "imitación de la vida". "Chéjov era mi Dios", escribiría en Mi oficio (1949), y se enternecería recordando cómo lamentaba que bajo su ventana no corriera la Perspectiva Nevsky sino una de esas simples calles turinesas que, antes de Pavese, parecían reacias a toda poesía.

Pero aquella preferencia literaria parece explicar mejor que, hacia los diecisiete años, Natalia se enamorara de Leone Ginzburg, un intelectual ruso de una bondad, una humildad y una heroicidad chejovianas, con quien Natalia se casó poco después, tuvo sus dos primeros hijos, y marchó a un largo confinamiento en Pizzoli, el pueblo los Abruzzos que, para mal y para bien, le mostró la cara del mundo que se derrumbaba más allá de los muros de la casa familiar.

Fue en Pizzoli, mientras veía pasar mujeres enlutadas y sin dientes y a una diminuta anciana judía que alzaba continuamente al cielo sus brazos enguantados, donde la Ginzburg escribió su primera novela, La calle que va a la ciudad (1941), el simple itinerario de una muchacha del pueblo y su familia, miradas como un naturalista mira una colmena: tomando respetuosamente notas sobre sus acciones y sus palabras, dudando de las propias percepciones y sin aventurar hipótesis ni interpretaciones finales.

Publicada con seudónimo para sortear las prohibiciones, la novela pasó casi desapercibida en medio de los avatares del final de la guerra, particularmente fatal para la propia Ginzburg: aunque ante el avance alemán la gente de Pizzoli la ayudó a escapar en un camión a Roma, donde consiguió ocultarse con sus hijos en un convento de monjas ursulinas, Leone Ginzburg cayó preso de los nazis y murió bajo torturas en la cárcel de Regina Coeli.

Las huellas de esta tragedia casi nunca se describen en las obras de Natalia Ginzburg: apenas hay un poema escrito el mismo día de la liberación –el único, por lo demás, que ella publicó nunca- en que Natalia todavía habla a Leone y le cuenta su dolor, como si quisiera traerlo al mundo de los vivos y, a la vez, apartarlo de la obscenidad de los festejos. Pero hasta el fin de sus días, sus gestos y sus actitudes, sus ideas y hasta la propia respiración de sus textos tendrán, inequívocamente, esa parca virulencia de las víctimas; esa voluntad indeclinable de recordar su herida como una prueba, o más aún: como dato capaz de cuestionar, de contrastar, todas las ideologías. No para abolirlas, como le hubiera gustado a ciertos posmodernos, sino para dotar a la política, teórica y práctica, del imprescindible referente del dolor humano.

Corre el año 1946. Después de un turbulento período en Roma en que intenta nuevos trabajos, nace su tercer hijo, de padre desconocido, y muy probablemente intenta suicidarse, Natalia Ginzburg entra a formar parte junto a Cesare Pavese e Italo Calvino de uno de los equipos más extraordinarios de la historia editorial: el comité de lectura de la Editorial Einaudi.

Al tiempo que publica, casi secretamente, otras tres novelas breves, la Ginzburg editora protagoniza dos anécdotas legendarias: rechaza Si esto es un hombre, de Primo Levi, testimonio que habría juzgado de altísimo valor pero de "publicación inoportuna"; y lee apasionadamente, en un manuscrito cruzado de infinitas correcciones rojas (y mientras la ignota autora la llama una y otra vez por teléfono, "hirviente de urticaria y de correcciones nuevas"), el primer libro de Elsa Morante, Menzogna e Sortilegio, "una de las más grandes pruebas de talento de la literatura universal que haya tenido bajo los ojos", según el mismo György Lukács.

Poco después del suicidio de Pavese en 1950, sobre el que escribe uno de los "retratos de amigo" más austeros y conmovedores que se conozcan, la Ginzburg se casa por segunda vez y marcha a instalarse en Londres, donde el flamante marido ha sido nombrado director de la Dante Alighieri y donde, "casi por acaso", realiza varios aprendizajes fundamentales.

Natalia Ginzburg, que siempre detestó viajar y nunca estuvo tan lejos de su familia, se siente deprimida y quizás agotada. Pero diariamente, en el camino al cineclub que -tímida, enemiga de todo viaje e incapaz de orientarse en la ciudad extraña- constituía su "única distracción", empezó a cruzarse con una anciana viril y diminuta de quien los vecinos murmuraban que era lesbiana, excéntrica y una escritora ilegible, y que se llamaba Ivy Compton-Burnett. Y un poco por solidaridad "con el otro bicho raro del barrio" y otro poco por comodidad (los numerosísimos libros de la vecina, en efecto, atestaban las mesas de saldos), comenzó a leerla con indeclinable fastidio pero creciente avidez, hasta que comprendió que estaba en presencia de uno de los grandes genios de la literatura del siglo XX.

Eran novelas escritas casi exclusivamente en forma de diálogo, un diálogo acartonado y banal, es cierto, pero sumamente violento, por el mismo hecho de que nunca se hablaba de lo que verdaderamente motorizaba las réplicas: el odio, el egoísmo y el hartazgo de una lucha feroz, secreta y silenciosa, que revelaba el infierno debajo del aparente paraíso familiar y "hacía gritar los silencios". Siguiendo este método de la "subconversación" -como lo llamaría Nathalie Sarraute más de diez años después-, la Ginzburg escribió una maravillosa nouvelle de transición, Las voces de la tarde (1961), e inició una actividad de dramaturga que, durante muchos años, sería su única actividad puramente literaria; un proyecto muy polémico debido a su anacrónica premisa: "el teatro es palabra”.
Con todo, el aprendizaje más profundo del período inglés de Natalia Ginzburg se refleja en Léxico familiar (1963), esa distanciada crónica de la historia familiar, historia a que las novelas anteriores se referían metafórica e incompletamente; esa especie de "cantar de gesta en tono menor" que, por su originalidad formal, hace un modernísimo planteo sobre el papel del "relato familiar", en fin, de la memoria, en la conformación de nuestro imaginario y en la concepción de la propia identidad.

Quizá porque toda tragedia es la misma, pero exige decirse siempre de un modo renovado, la repercusión de Léxico familiar fue tan masiva entre la nueva generación de italianos que al fin logró concitar la atención de la crítica sobre sus obras anteriores y le abrió las puertas de los diarios, donde hasta el final de sus días publicaría periódicamente columnas sobre los temas más diversos, siempre en su mismo estilo, aparentemente distraído y errático, secretamente provocativo.

La imagen reflejada en esas crónicas, la de una mujer sola que con su habitual impiedad se proclama "vieja" y se levanta al alba para escribir, en una hoja pequeña dividida en cuatro, sobre una mecedora y sobre sus rodillas, una larga carta a Italia que todavía duerme, parece cifrar una decisión de alejamiento de una época con la que no concuerda; un retiro, en fin, tan coherente con su pasado que cada salida adquiere la contundencia de una demostración o un gesto ideológico. A principios de los ochenta comienza a asistir, por ejemplo, a los últimos días de sus compañeros, a quienes halla también invariablemente fieles a sí mismos: la Morante, en un hospicio; Italo Calvino, en su lecho de muerte, creyendo ver vizcondes demediados, figuras de tarot, ciudades invisibles; Sciascia, a cuyo entierro asiste como homenaje a una conducta política.

Y un día, casi a principios de los noventa, cuando ya declara que ha escrito todo lo que tenía que escribir, hace una última salida imprevista de la que en vano intentan disuadirla sus hijos, escandalizados, y sus nietos: quiere postularse a diputada por un grupo de independientes de izquierda, cargo que gana por arrasadora cantidad de votos. "Es cierto, sí, que no entiendo nada de política, y que me aburro mucho en la Cámara, y que me hago mucha mala sangre", diría, en una entrevista de 1991, poco antes de que el cáncer la recluyera definitivamente en su casa, "pero también es cierto que de tanto en tanto me despierto y aprendo cosas interesantísimas, y siento que es importante decir lo poco que yo sé, de la vida y la poesía".

Lo poco que sabemos, lo poco que podemos saber: era la gran lección que había dado en cada página de su escritura ("¡una cuestión privada, ¿me entiendes? Estrictamente libre y privada, la escritura!") y que ahora pretendía defender desde la arena política, como arma contra la invariable omnipotencia de los discursos electoralistas. Ese misterio último que late detrás de nuestros pequeños actos y nuestras palabras frágiles; ese silencio que es preciso respetar, no como quien adora un dios y se erige en su profeta, sino como única vía de acceso a la solidaridad y a la poesía, en la incesante tragedia de la colmena humana.
***
Natalia Ginzburg (1916-1991), acaso la más grande novelista de la literatura italiana, compuso sólo dos poemas a lo largo de su vida: el primero en 1943, a la memoria de su primer marido Leone Ginzburg, intelectual y militante antifascista, capturado por los nazis y torturado en la cárcel de Regina Coeli.
Sola en medio de la multitud que festeja la liberación, Ginzburg recuerda con extrema sobriedad el acto de descorrer la sábana que cubre el cadáver para un reconocimiento más profundo: ya nunca, ni ella ni su escritura, volverán a ser lo que eran.
El segundo poema, que acaba de aparecer incluido en una biografía de la autora y que reproducimos más abajo, fue escrito hacia el final de su vida, cuando ya había dado por terminada su obra novelística, y revela, apenas indirectamente, la razón de la mirada que había vuelto únicas cada una de sus páginas, aun más lacónicas y misteriosas que las del propio Chejov: una mirada desolada y misericordiosa a la vez; implacable y, por sobre todo, respetuosa del misterio de cada existencia.

Un poema de Natalia Ginzburg

No podemos saberlo. Nadie lo ha dicho.
Quizás allá no quede más que una red desfondada,
cuatro sillas de paja desflecadas y una galleta vieja
mordida de ratones. Es posible que Dios sea un ratón
y que corra a esconderse tan pronto nos vea entrar.
Y es posible que en cambio sea esa galleta vieja
mordisqueada y mohosa. No podemos saber.


Quizá Dios tiene miedo de nosotros y escape, y largamente
deberemos llamarlo y llamarlo con los nombres más dulces
para inducirlo a volver. Desde un punto lejano del cuarto
él nos mirará fijo, inmóvil.


Quizá Dios es pequeño como un grano de polvo,
y podremos verlo solamente al microscopio,
minúscula sombra azul detrás del cristalito, minúscula
ala negra perdida en la noche del microscopio,
y nosotros allí en pie, mudos, contemplándolo, en vilo.


Quizá Dios es grande como el mar, y lanza espuma y truena.
Quizá Dios es frío como el viento de invierno,
tal vez brama y retumba en un rumor que ensordece,
y deberemos llevar las manos a los oídos,
y agachados, temblando, replegarnos al suelo.


No podemos saber cómo es Dios. Y de todas las cosas
que quisiéramos saber, esta es la única verdaderamente esencial.
Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es un tedio mortal.


Quizá Dios tiene anteojos negros, un echarpe de seda,
dos mastines a los flancos. Quizás use polainas
y está sentado en un rincón y no dice palabra.


Quizá tiene el pelo teñido, una radio a transistores
y se broncea las piernas en la terraza de un rascacielos.
No podemos saber. Ninguno sabe nada.
Quizá no bien lleguemos nos mandará al espacio
a comprarle pan, salami y una damajuana de vino.


Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es la consabida música
un revolar de velos, de plumas, y de nubes
y un aroma de lirios y un tedio de muerte,
y cada tanto una media palabra para pasar el tiempo.
Quizá Dios es dos, una réplica de esposos
librados al sopor de una mesa de hotel.


Quizá Dios no tiene tiempo. Dirá que nos vayamos
y volvamos más tarde. Nosotros nos iremos de paseo,
nos sentaremos sobre un banco a contar trenes que pasan,
las hormigas, los pájaros, las naves. De aquella alta ventana
Dios se asomará a mirar las calles y la noche.
No podemos saber. Nadie lo sabe.
Es posible incluso que Dios tenga hambre y nos toque saciarlo,
quizás muere de hambre, y tiene frío, y tiembla de fiebre,
bajo una manta sucia, infestada de pulgas
y deberemos correr en busca de leche y de leña,
y telefonear a un médico, y quién sabe si a tiempo
encontraremos un teléfono, y la guía,
y el número en la noche demente,
quién sabe si tendremos suficiente dinero.

Natalia Ginzburg

Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg

LAS PEQUEÑAS VIRTUDES de Natalia Ginzburg

Recomendada lectura mayor

Este librito que recoje once breves ensayos de la autora escritos entre 1944 (Invierno en los Abruzos) y 1960 (La maison Volpé) son una muestra de la sutileza y garra de una escritora que supo volcar en su escritura una inteligente relectura vital del acontecer diario. Sacude entre la belleza y la nostalgia esa abierta herida y ese estupor del ser y sus problemas, del vivir y sus conflictos, de la felicidad y su imposible necesario. Altamente recomendable. Una buena lectura para las ya más largas tarde de mayo.

Viktor Gómez 
                                            
fragmento

Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito sino el deseo de ser y de saber.
Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las grandes virtudes, y sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es absolutamente necesario enseñarlas.


En realidad, la diferencia es sólo aparente. También las pequeñas virtudes provienen de lo más profundo de nuestro instinto, de un instinto en el que la razón no habla, un instinto al que me resultaría difícil poner nombre. Y lo mejor de nosotros está en ese mudo instinto, y no en nuestro instinto de defensa, que argumenta, sentencia, diserta con la voz de la razón.


La educación no es más que una cierta relación que establecemos entre nosotros y nuestros hijos, un cierto clima en el que florecen los sentimientos, los instintos, los pensamientos. Ahora bien, yo creo que un clima inspirado por completo en el respeto a las pequeñas virtudes hace madurar insensiblemente para el cinismo, para el miedo a vivir. Las pequeñas virtudes en sí mismas no tienen nada que ver con el cinismo, con el miedo a vivir, pero todas juntas, y sin las grandes, generan una atmósfera que lleva a esas consecuencias. No quiero decir que las pequeñas virtudes, en sí mismas, sean despreciables, sino que su valor es de importancia complementaria y no sustancial, no pueden estar solas sin las otras, y solas sin las otras son pobre alimento para la naturaleza humana. El hombre puede encontrar a su alrededor y beber del aire la manera de ejercitar las pequeñas virtudes, en medida moderada y cuando sea del todo indispensable, porque las pequeñas virtudes son de un orden muy común y difundido entre los hombres. Pero las grandes virtudes no se respiran en el aire, y deben constituir la primera sustancia de la relación con nuestros hijos, el principal fundamento de la educación. Además, lo grande puede contener también lo pequeño, pero lo pequeño, por ley de la naturaleza, no puede de ninguna manera contener lo grande.

Natalia Ginzburg

A medio camino entre el ensayo y la autobiografía, Las pequeñas virtudes reúne once textos de tema diverso que comparten una escritura instintiva, radical, una mirada comprometida llana y conclusivamente humana. La guerra y su mordedura atroz de miedo y pobreza, el recuerdo estremecedor y bellamente sostenido de Cesare Pavese y la experiencia intrincada de ser mujer y madre son algunas de las historias de una historia –personal y colectiva– que Natalia Ginzburg ensambla magistralmente, en estas páginas de turbadora belleza, con una reflexión sagaz siempre atenta al otro, arco vital y testimonio del oficio –vocación irrenunciable, orgánica– de escribir.


5 de febrero de 1944, muerte de Leone Ginzburg:


Ante el horror de su muerte solitaria, ante la angustia alternativa que precedió a su muerte, yo me pregunto si esto nos ha ocurrido a nosotros, a nosotros, que comprábamos las naranjas donde Girò e íbamos a pasear por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y feliz, rico de deseos realizados, de experiencias y de planes en común. Pero ésa era la etapa mejor de mi vida y sólo ahora que se ha escapado de mis manos para siempre, sólo ahora lo sé.


(“Invierno en los Abruzzos”, en “Las pequeñas virtudes”)