Habrías podido correr sobre las pequeñas olas del Báltico,
atravesar el campo de Dinamarca, la floresta de hayas,
virar hacia el océano, y ya está, cerca,
el Labrador, blanco en esta estación del año.
Tú, que soñabas una isla solitaria,
si temes las ciudades, el parpadeo de los fuegos sobre las autopistas,
habrías podido tomar el camino de los bosques sordos,
sobre torrentes revueltos y azules, y rastros del ciervo y del reno,
hasta las Sierras, hasta las minas de oro abandonadas.
El Río Sacramento te habría llevado entonces,
por entre las colinas recubiertas de encinas espinosas.
Todavía un bosque de eucaliptos, y estarás en mi casa.
Es cierto, cuando la manzanita florece,
y la bahía es azul en las mañanas de primavera,
yo pienso a mi pesar en la casa entre lagos
y en las redes recogidas bajo el cielo Lituano.
La cabaña donde te despojabas de tu traje antes del baño
se cambió para siempre en un cristal abstracto.
Y en él está la oscura miel de la tarde, junto al balcón,
y las pequeñas lechuzas, graciosas, y el olor de los arneses.
Cómo podíamos vivir entonces, yo no puedo decirlo.
Las costumbres, los trajes, vibran imprecisos,
inconsistentes, tensos hacia el final.
¿Es tal vez que pensábamos en las cosas tal como son?
El saber de los años fogosos ha enrojecido los caballos ante la forja,
y las pequeñas columnas en el mercado de la aldea,
y los peldaños de madera y la peluca de Mamá Fliegeltaub.
Mucho hemos aprendido, tú bien lo sabes:
cómo nos es quitado, cosa por cosa, todo aquello que no podía ser,
la gente, las comarcas.
Y el corazón no muere cuando uno creyó que debería,
pero sonreímos, el té y el pan sobre la mesa.
Sólo el remordimiento de no haber amado como se debe
esa pálida ceniza de Sachsenhausen
con un amor absoluto, que no está a la medida del hombre.
Tú te has acostumbrado a nuevos inviernos, húmedos,
a la ciudad donde la sangre del propietario alemán
fue raspada de los muros, y a donde él jamás regresó.
Tampoco yo he sobrellevado más de lo que podía, ciudades y países.
No se puede entrar dos veces en el mismo lago,
sobre hojas descompuestas de abedul,
y quebrando una estrecha estría de sol.
Tus faltas y las mías, no fueron grandes faltas,
tus secretos y los míos, no eran grandes secretos.
Cuando te anudan la mandíbula con un pañuelo,
cuando te ponen una cruz entre los dedos,
y a lo lejos un perro ladra, brilla una estrella.
No, no es porque estés tan lejos
que no has venido el otro día, la otra noche.
De año en año madura en nosotros y nos invadirá,
yo, como tú, lo he comprendido: la indiferencia.
Este poema, una oda a lo perdido y sus contradicciones, está fechado en Berkeley, California, en 1963. Para entonces, hacía ya una década que su autor, Czesław Miłosz, había abandonado Polonia, donde, como hijo de su siglo vivió la opresión nazi y la guinda soviética. Tras abandonar Varsovia había hecho parada y fonda, como tantos, en París. Estados Unidos fue, ya en la década de los sesenta, su segundo -y definitivo- exilio.
La importancia de Miłosz como poeta -pese a haber publicado sus primeros libros en la década de los treinta- es posterior y está quizá supeditada a su labor ensayística, gracias a la cual se convirtió en un referente intelectual moralmente intachable de la Europa del Este. Miłosz fue, como recuerda el historiador británico Tony Judt, uno de los primeros en describir el “tono reiterado de agravio y desconcierto” que sentían los países caídos en la órbita soviética respecto de la mitad occidental del continente; lo que el escritor polaco llamaría en su influyente y temprana obra El pensamiento cautivo “el desengaño amoroso”.
Como escribió el también poeta Seamus Heany en 2002, apenas dos años antes de la muerte de Miłosz, “la historia de su vida y la historia de su tiempo han caminado paralelas”.
[ Traducción a cargo de William Ospina.]
1 comentario:
Regresaré.
"el corazón no muere cuando uno creyó que debería"
Regresaré.
Publicar un comentario