Fedra lo realiza todo. Abandona su madre al toro, su hermana a la soledad: esas formas de amor no le interesan. Deja su tierra como quien renuncia a los sueños; reniega de su familia y vende sus recuerdos como antigüedades. En ese ambiente, en que la inocencia es un crimen, asiste asqueada a lo que ella acabará por ser. Su destino, visto desde fuera, la horroriza; aún no lo conoce bien: sólo en forma de inscripciones en la muralla del Laberinto. Se arranca mediante la huida a su espantoso futuro. Se casa distraídamente con Teseo igual que Santa María Egipciaca pagaba con su cuerpo el precio de su pasaje; deja que se hundan hacia el Oeste, envueltos en una niebla de fábula; los mataderos gigantescos de su especie de América cretense. Desembarca, impregnada de olor a rancho y a venenos de Haití, sin darse cuenta de que lleva consigo la lepra, contraída bajo un tórrido Trópico del corazón. Su estupor al ver a Hipólito es como el de una viajera que ha desandado camino sin saberlo: el perfil de aquel niño le recuerda a Knossos y al hacha de dos filos. Ella lo odia, ella lo cría; él crece contra ella, rechazado por su odio, habituado desde siempre a desconfiar de las mujeres, obligado desde el colegio, desde las vacaciones de Año Nuevo, a saltar los obstáculos que en torno suyo erige la enemistad de una madrastra. Está celosa de sus flechas, es decir, de sus víctimas; de sus compañeros, es decir, de su soledad. En esa selva virgen que es el lugar de Hipólito planta ella, a pesar suyo, los hitos del palacio de Minos: traza a través de las malezas el camino de dirección única hacia la Fatalidad. Crea a Hipólito a cada instante. Su amor es un incesto. No puede matar al muchacho sin cometer una especie de infanticidio. Fabrica su belleza, su castidad, sus debilidades; las extrae del fondo de sí misma; separa de él esa pureza detestable para poder odiarla en forma de insípida virgen: forja por completo a la inexistente Aricia. Se embriaga con el sabor de lo imposible, único alcohol que sirve de base a todas las mezclas de la desgracia. En el lecho de Teseo, siente el amargo placer de engañar de hecho al que ama y con la imaginación al que no ama. Es madre: tiene hijos como quien tiene remordimientos. Entre las sábanas humedecidas con el sudor de la fiebre, se consuela mediante susurros de confesiones, como aquellas confidencias de su infancia que balbuceaba abrazada al cuello de su nodriza. Mama su desgracia; se convierte, por fin, en la miserable sirvienta de Fedra. Ante la frialdad de Hipólito, imita al sol cuando choca con un cristal: se transforma en espectro. Habita su cuerpo como si del propio infierno se tratara. Reconstruye un Laberinto en el fondo de sí misma, en donde no puede por menos de encontrarse: el hilo de Ariadna ya no la ayuda a salir pues se lo enrolla en el corazón. Se queda viuda: por fin puede llorar sin que le pregunten por qué; pero el negro no le sienta bien a su figura sombría: siente rencor hacia su luto, porque engaña sobre su dolor. Libre de Teseo, soporta su esperanza como un vergonzoso embarazo póstumo. Se dedica a la política para distraerse de sí misma: acepta la Regencia de la misma manera que aceptaría tejerse un chal. El retorno de Teseo se produce demasiado tarde para que ella vuelva al mundo de las fórmulas, en donde se atrinchera aquel hombre de Estado; sólo puede entrar allí por la rendija del subterfugio; se inventa, alegría tras alegría, la violación con que acusa a Hipólito, de suerte que su mentira es para ella como saciar un deseo. Dice la verdad: ha soportado los peores ultrajes; su impostura no es sino una traducción. Toma veneno, pues se halla mitridatizada contra ella misma; la desaparición de Hipólito produce el vacío a su alrededor; aspirada por ese vacío, se hunde en la muerte. Se confiesa antes de morir, para tener el placer de hablar por última vez de su crimen. Sin cambiar de lugar, regresa al palacio familiar donde la culpa es inocencia. Empujada por la cohorte de sus antepasados, se desliza por aquellos pasillos de metro, llenos de un olor animal, donde remos y vagones se hunden en el agua espesa de la laguna Estigia, donde los raíles relucientes sólo proponen el suicidio o la partida. En el fondo de las galerías mineras de su Creta subterránea acabará por encontrar al joven, desfigurado por sus mordiscos de fiera, pues dispone de todos los caminos recónditos de la eternidad para reunirse con él. No lo ha vuelto a ver, desde la gran escena del tercer acto; ella ha muerto por su causa; a causa de ella, él no ha vivido. El sólo le debe la muerte, mientras que ella le debe los espasmos de una inextinguible agonía. Tiene derecho a hacerle responsable de su crimen, de su inmortalidad sospechosa en labios de los poetas, que la utilizarán para expresar sus aspiraciones al incesto, del mismo modo que el chofer, que yace en la carretera con el cráneo aplastado, puede acusar al árbol contra el que fue a chocar. Como toda víctima, fue asimismo su verdugo. Palabras definitivas van a salir por fin de sus labios, que ya no tiemblan de esperanza. ¿Qué irá a decir? Probablemente «gracias».
[En
Fuegos. Traducción Emma Calatayud. Madrid, Alfaguara, 1989.]
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