jueves, 3 de junio de 2010

Emil Cioran, hacia la desnudez


I
El ser que se orienta hacia la desnudez rechaza las apariencias que le recuerdan este mundo, del que se pretende desterrado. Ante lo que existe o parece existir, no siente más que exasperación. Cuanto más se aleje de las apariencias, menos necesitará los signos que las realzan o los simulacros que las denuncian, dado lo nefastos que son unos y otros para la búsqueda de lo fundamental, de lo que huye de nosotros, de ese fondo último que exige, para ser aprehendido, la ruina de toda imagen, incluso espiritual.

II
Privilegio maldito del hombre exterior, la imagen, por pura que sea, conserva una fracción de materialidad, un algo de rugosidad, y, dado que nos remite necesariamente al mundo, posee por ello un elemento de incertidumbre y de confusión. Sólo mediante una victoria sobre la imagen podremos encaminarnos hacia el ser desnudo, hacia esa seguridad sin amarras que llamamos liberación. Liberarse, en realidad, equivale a desembarazarse de la imagen, a despojarse de todos los símbolos de este mundo.

III
Únicamente se libera uno de la imagen si a la vez se libera de la palabra. Todo vocablo equivale a un estigma, es un atentado contra la pureza. «Ninguna palabra puede esperar otra cosa que su propia derrota», proclama Gregorio Palamas en su Defensa de los santos hesicastas. A ese fondo que se halla más allá de las apariencias sólo se llega mediante el silencio, ese silencio del que Serafin de Sarov decía que hace a los seres humanos semejantes a ángeles.
Hecho notable: no existe silencio frívolo, silencio superficial. Todo silencio es esencial. Cuando se lo saborea, se experimenta automáticamente una especie de supremacía, una extraña soberanía. Es posible que lo que llamamos interioridad no sea más que una espera muda. De la misma manera, no existe «vida verdadera» o simplemente vida espiritual que no implique la muerte de la imagen y de la palabra, la destrucción, en lo más íntimo del ser, de este mundo y de todos los mundos. La experiencia mística se confunde, en su extremo, con la beatitud de un supremo rechazo.

IV
Buscar, perseguir la imagen es probar que nos hemos quedado más acá de lo absoluto y que somos incapaces de visión pura. Y ello es lógico, dado que no se trata de una visión que carezca de objeto, sino de una visión que se halla más allá de todo objeto. Podría incluso decirse que lo que ella nos permite ver es la ausencia sin límites de todo lo que puede ser visto, la desnudez pura, la vacuidad como plenitud o, mejor aún, ese «abismo de la superesencia» celebrado por Ruysbroek.

V
Entre todos los seres que buscan, sólo el místico ha encontrado, pero el precio de tan excepcional privilegio es no poder decir jamás qué ha hallado, y ello a pesar de que posee la seguridad que únicamente otorga la sabiduría intransmisible (la verdadera sabiduría, en suma). El camino por el que nos invitará a seguirle, desemboca en una vacuidad que colma, puesto que sustituye a todos los universos abolidos. Se trata de un intento, el más radical que se ha llevado a cabo, de aferrarse a algo que sea más puro que el ser o que la ausencia del ser, algo superior a todo, incluso a lo absoluto.

VI
La sabiduría obtenida de las apariencias es una falsa sabiduría o, si se prefiere, una no sabiduría. Para el místico, el conocimiento, en el sentido profundo, último, de la palabra, se reduce a una ignorancia iluminada, una ignorancia «transluminosa». Quienes viven en contacto con esa ignorancia y con la luz divina perciben, dice Ruysbroek, una especie de «soledad devastada».
A partir de esa soledad, se comprende fácilmente la necesidad, la urgencia del desierto, espacio propicio a la huida hacia la ausencia de imágenes, hacia una renuncia inaudita, hacia la unidad desnuda, hacia la Deidad más que hacia Dios. «La Deidad y Dios», afirma Meister Eckhart, «son tan diferentes como el cielo y la tierra. El cielo se halla a miles de leguas más arriba. Lo mismo la Deidad respecto a Dios. Dios deviene y pasa».
Limitarse a Dios es, como lo ha señalado un comentador, permanecer «en la orilla de la eternidad», ser incapaz de penetrar en la propia eternidad, a la cual sólo se llega elevándose a la Deidad. Inspirándonos de nuevo en la misma «soledad devastada», ¿cómo no evocar esa oratio ignita, esa «plegaria de fuego» de la que, según un Padre de los primeros siglos de nuestra era, sólo somos capaces cuando nos hallamos tan impregnados de una luz trascendente que nos resulta imposible seguir utilizando el lenguaje humano?

[Del libro Ejercicios de admiración.]

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