domingo, 13 de junio de 2010
Autores, libros, aventuras, de Kurt Wolff
Autores, libros, aventuras
Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka, por Kurt Wolff
«Uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del público, no cuentan, ¿verdad que no?», afirma Kurt Wolff. Y es que él pertenece a esa raza de editores que, más que publicar lo que el público demanda, se empeña en dar a conocer nuevos autores de alta trascendencia. Durante la Gran Guerra inició su colección Der Jüngste Tag (El día del Juicio), en la que dio a conocer autores de la talla de Franz Kafka, Heinrich Mann, Georg Trakl, Franz Werfel, Karl Kraus y Robert Walser. En este su libro de memorias aborda el oficio de editor y sus dificultades, con los retos y desafíos que le salen constantemente al encuentro. Una lección de oficio y entusiasmo que se complementa en esta edición con la correspondencia que mantuvo con Franz Kafka desde sus inicios como escritor, y un documento imprescindible para comprender uno de los períodos más prósperos, cultos y generosos de la edición europea.
La interesante correspondencia entre Wolff y Kafka muestra el cariño con que el editor cuidaba de la obra de su humilde y genial autor, y también el trato cortés y obsequioso del que hicieron gala aquellas dos bondadosas personalidades.
Reseña de Peio H. Riaño (Público.es, 12/05/2010)
Acantilado publica los textos íntimos del editor que descubrió al autor de La metamorfosis, que muestran a un tipo puntilloso. Contra toda creencia, Kafka cuidó mucho sus ediciones. Franz Kafka no era el distraído autor que desatendía la edición de sus trabajos. Al contrario, a sus dudas habituales hay que añadirle sus preocupaciones por la correcta edición de ellos. Un año antes de que apareciese publicada La metamorfosis escribía, alertado y alterado, a su editor para evitar que pudiera caer en la ocurrencia de estampar cualquier insecto en la portada, ilustrando el relato.
Al joven Kafka le habían mandado un ejemplar de la misma colección en la que iba a aparecer su libro y sintió la amenaza. "Se me ha ocurrido, dado que Ottomark Starke en efecto ilustra las obras, que tal vez podría querer dibujar el insecto en cuestión. ¡Eso de ninguna manera, por favor!", escribe aterrado ante la posibilidad.
En agosto de 1912, cuando Franz Kafka no había publicado nada, aunque llevaba una década escribiendo, Max Brod presenta al autor a su editor Kurt Wolff, cuatro años menor que Kafka. Wolff, un hijo de buena familia de Bonn, estudiante de la Universidad de Leipzig que se convierte en editor a los 21 años, con una biblioteca que reúne unos 12.000 volúmenes y una editorial propia a los 25, queda impresionado con la estampa de Kafka allí sentado, en su despacho de la pequeña editorial que acababa de fundar: "¡Ay, cómo sufría! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como un colegial examinándose del Bachillerato, convencido de la imposibilidad de cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban", recoge el libro Autores, libros, aventuras, que acaba de publicar la editorial Acantilado, sobre las observaciones, los recuerdos y la correspondencia del gran editor europeo con Franz Kafka.
En esta correspondencia los dos mantienen un trato exquisito. Kafka, extremadamente discreto, cordial y elegante, no pierde los papeles con el recién estrenado negocio editorial hasta que le tocan la tipografía, el cuerpo de la letra y las portadas. "No pretendo coartar su libertad de expresión sino que se lo pido desde mi condición de obviamente mejor conocedor de la historia. El insecto en sí no puede ser dibujado. Ahora bien, ni siquiera puede mostrarse desde cierta distancia", incide en la misma carta citada.
El autor de El castillo hace sus propias sugerencias y escogería escenas como la de "los padres y el productor ante la puerta cerrada" o, mejor aún, cuenta, "los padres y la hermana en la estancia iluminada mientras se ve la puerta abierta que da al cuarto vecino, completamente a oscuras".
"Era un adolescente que no pasó a la edad adulta", dijo de Kafka.
Kurt Wolff tenía en cuenta todas las consideraciones de aquel joven autor completamente desconocido. La historia confirma el talento del joven y desconocido editor, que apostó desde el principio por concederle a Kafka publicar los breves cuentos por separado. Todo para el escritor (preocupado por las reseñas que salían de sus libros en la prensa) a pesar de que las ventas no acompañaban: en el cierre de 1915-1916 se vendieron 258 ejemplares del libro Meditaciones, del que se habían publicado 800 ejemplares.
Un año más tarde, se vendieron 69 ejemplares más del mismo libro. La liquidación de las ventas de 1922-1923 era tan mínima que prefieren no comunicarle la ridícula cantidad. "La suma no sería siquiera digna de mención con el cambio de divisa", le dicen a Kafka que por entonces vivía en Checoslovaquia. Así que le compensan con más gesto que atención: "A modo de compensación, le haremos llegar un envío de libros en los próximos días". Entre ellos, le mandarán "cierta cantidad" de ejemplares de sus propias obras que "tal vez le resulten de utilidad para regalar". Para la venta dejaban claro que no. Kafka muere un año después, sin haber recibido la promesa postal.
Sabemos que a Kafka le faltaron los recursos, que estas liquidaciones por sus obras no le sacaron de la pobreza. Pero pudo remediarlo. Wolff le tentó con un premio amañado, por el que se embolsaría 800 marcos. El premio Fontane, a los mejores narradores modernos, había recaído en Carl Sternheim por tres relatos. "Dado que Sternheim es millonario", le escribe Wolff, y que "no tiene sentido otorgar un premio con dotación económica a un millonario", Sternheim decide que Kafka podría disfrutar de esa cuantía. Kafka contesta que no, que o todo o nada, que "el dinero por sí solo sin ningún tipo de mención no podría aceptarlo".
De aquel sonado primer encuentro en 1912 con Kafka, Wolff recuerda que jamás olvidaría la sensación que le produjo Max Brod como el empresario que presenta a "la gran estrella que acaba de descubrir". Se lo mostraba como "mercancía". El editor cuenta que respiró aliviado al término de la visita: "Me despedí de los ojos más bellos y la expresión más conmovedora de un hombre sin edad, que tenía 30 años pero cuya apariencia lo dejó grabado en mi memoria como alguien que oscilaba entre enfermo y más enfermo todavía pero que no tenía edad. Podría decirse que se trataba de un adolescente que jamás había dado el paso a la edad adulta".
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