sábado, 15 de mayo de 2010
Un cuento de Iván Klima
Los ricos suelen ser gente extraña
Por Iván Klima
Narrador y profesor de filología, el checo Iván Klíma (Praga, 1931), perseguido por nazis y comunistas, es autor de una rica obra literaria. En este cuento, en exclusiva para Letras Libres, y traducido directamente del checo, hace una metáfora de los nuevos valores que triunfan en su país.
Hay hombres que aman a las mujeres, otros el alcohol, la naturaleza o el deporte, otros a los niños o al trabajo, hay hombres que aman el dinero. Seguramente el hombre puede amar a más de uno de los anteriores, no obstante da preferencia a algo sobre lo demás. Siendo suficientemente ambicioso, tiene la esperanza de alcanzar lo que verdaderamente anhela.
Alois Burda amó el dinero y le sometía todo lo demás. Bajo el régimen pasado era administrador de un negocio de venta de automóviles, bajo el nuevo régimen abrió un negocio propio. Bajo el régimen pasado manejó con habilidad ese pequeño número de autos que tenía para la venta. Pronto encontró la manera que le aseguraba el soborno más alto. Después de la revolución, las comisiones por ley le dejaban aproximadamente las mismas ganancias que había tenido antes de la revolución. Alois Burda entonces era un hombre rico, ya en los años setenta se construyó una residencia familiar cuya superficie habitable según las leyes vigentes no alcanzaba ciento veinte metros cuadrados, sino que los superaba tres veces. En la residencia tenía un gimnasio, una piscina techada, tres garajes, y al lado de la residencia una cancha de tenis, aunque él mismo no jugara tenis. En Suiza tenía una cuenta secreta, y puesto que los bancos suizos son avaros con los intereses, tenía todavía una cuenta secreta más en Alemania. Se divorció sólo una vez, porque se dio cuenta de que el divorcio salía relativamente caro. Con la primera esposa tenía dos hijos, con la segunda tenía una hija. Con los hijos se frecuentaba sólo escasamente. Desde que alcanzaron la mayoría de edad, no se veían más a menudo que una vez al año. También la segunda esposa le fastidió pronto, pero manejaba bastante bien el hogar y no le molestaba demasiado, tampoco se preocupaba por cómo él pasaba su tiempo libre. Ella era deportista, esquiaba y montaba a caballo, jugaba tenis, golf y nadaba bien, aunque nada de aquello le interesaba a él en lo más mínimo. De vez en cuando se conseguía una amante con quien dormía, pero por la cual usualmente no sentía nada y de la cual tampoco exigía sentimiento alguno.
De vez en vez le preguntaba a su hija qué había de nuevo en la escuela, pero al día siguiente olvidaba su respuesta y nunca estaba seguro de qué año cursaba. Así luego terminó la escuela y se casó. Como regalo de boda recibió de su padre un nuevo automóvil, cuyo precio superaba el medio millón de coronas. Ese regalo la sorprendió, casi estaba dispuesta a creer que era un regalo de amor, pero era más bien el regalo de una mala conciencia o de un capricho instantáneo. De todas maneras, una cantidad así no significaba nada para Burda.
Conocía a mucha gente, todo aquél que fuera su cliente, sin embargo no tenía amigos, a excepción de algunos cómplices con los cuales de vez en cuando tomaba unos tragos o ideaba transacciones comerciales.
Cuando se acercaba a los sesenta, de repente empezó a sentir fatiga, perdió el apetito y paulatinamente fue adelgazando. Lo atribuía al modo de vida demasiado acelerado que llevaba. Su mujer naturalmente notó la metamorfosis y lo mandó al médico, pero él por principio no obedecía los consejos de su mujer, además temía que el médico le pudiese detectar algún padecimiento más serio. Decidió que iba a descansar más, que iba a darse el lujo de hacer algún viaje al extranjero que no fuese de negocios, también visitó a un famoso curandero que le preparó un té especial y le recomendó comer diario semillas de calabaza. Sin embargo, nada de esto le ayudó. Burda empezó a sufrir dolores en el estómago, en la noche se despertaba sudado, sediento y abatido por una extraña angustia.
Finalmente decidió ir al médico. Éste pertenecía a sus viejos clientes, ya había curado a su primera esposa. Ahora trataba de aparentar que todo estaba bien, y pasó un rato conversando sobre un nuevo modelo de Honda.
"¿ Es algo serio?", preguntó el vendedor de automóviles.
"¿Quieres que sea completamente sincero?"
El vendedor dudó, luego asintió con la cabeza.
"Tienes que operarte cuanto antes", dijo el médico.
"¿Y luego?"
"Ya veremos".
"¡Ajá!", entendió Burda, "esto me huele a muerte".
"Todos estamos aquí por sólo un momento", dijo el médico, "pero no debemos perder la esperanza. Hasta que te abran, sabremos más".
Aunque también sabía que alguna vez llegaría el momento en el que aparecería la muerte detrás de su cabeza, el vendedor de automóviles se encontraba inesperadamente sorprendido. Pues todavía le quedaban casi diez años para alcanzar la edad promedio de los hombres en nuestro país y además le parecía que la muerte llega con mayor frecuencia en forma de accidentes en la carretera. Y él era un excelente conductor.
"Tenemos medicamentos cada vez más eficientes", agregó el médico, "así que no pierdas la esperanza".
"Con respecto a los medicamentos, me puedo permitir cualquiera, por mucho que cuesten".
"Yo sé", dijo el médico, "pero esto no es cuestión de dinero".
"¿Es cuestión de qué?"
El médico encogió los hombros. "De tu resistencia. De la voluntad divina o del destino, como sea que lo llamemos".
Acordaron la operación para la semana siguiente, hasta entonces tuvo que someterse a todos los exámenes necesarios.
Cuando llegó Burda a casa y su mujer le preguntó qué había detectado el médico, contestó con una sola palabra: "Moriré". Luego se fue a su recámara, se sentó en el sillón y pensó en la extrañeza de que quizá pronto no estaría aquí. El hombre siempre le había parecido similar a una máquina, la máquina y el hombre se desgastan tras una larga utilización, pero la máquina se puede mantener en marcha esencialmente por un tiempo ilimitado si se reponen constantemente sus partes. ¿Pero qué sucede con el hombre? Se le hizo cruelmente injusto que las partes humanas no fuesen en su mayoría renovables, mientras que una máquina muerta es en sí eterna, condenando entonces al hombre prematuramente a la destrucción.
Luego le inquietó la pregunta: cómo procedería con su propiedad, qué haría con sus cuentas secretas. Cuando muriese, todo lo que tenía le pertenecería a su esposa e hijos. Se le hacía injusto, ya que ninguno de ellos había contribuido en manera alguna a lo que él había ganado. Además, recientemente le había regalado un auto a su hija y sus hijos no le hacían caso. La mujer lo cuidaba, pues le daba dinero con regularidad, hasta le daba dinero para ir a esquiar cada invierno y primavera a los Alpes, seguramente por ahí tuvo amantes, incluso supo de uno, porque accidentalmente encontró una carta en el bolso de su mujer, donde buscaba una cuenta. ¿Por qué ahora su esposa, tan sólo por haberse casado con él, debería recibir, aparte de todas sus propiedades y del dinero de la herencia, también el dinero del cual ni siquiera sospechaba?
Luego reflexionó acerca de lo que le dijo el médico sobre la esperanza y la voluntad divina. Confiarse de la voluntad divina es ciertamente una tontería, igual que confiarse del destino. La voluntad divina es un engaño para los débiles y los pobres, mientras que el destino se comporta según se le pague. Hasta ese momento lo estaba sobornando exitosamente y ahora se resistía a la idea de que repentina e irremediablemente no se saliera con la suya.
Esa misma tarde se sentó en su Mercedes, tomó su pasaporte y las cosas más necesarias para el viaje y se dirigió a la frontera.
La cuenta suiza contenía algo más de cien mil francos, en la alemana había más dinero. Solicitó el dinero en efectivo ante el asombro de los cajeros. Regresó con el dinero la siguiente noche, escondió los billetes en una pequeña caja fuerte, cuyo código sólo él sabía. Al día siguiente fue a hacerse los primeros exámenes.
Cuando se estaba preparando para ingresar al hospital, le surgió la pregunta de qué hacer con el dinero en la caja fuerte. El médico le advirtió que podría permanecer varias semanas en el hospital, es verdad que no mencionó la posibilidad de nunca abandonar el hospital, pero el vendedor de automóviles sabía que ni siquiera ésta se podía descartar. Incluso podría no salir con vida de la sala de operaciones.
No quería dejar el dinero en su casa, ¿pero llevarlo consigo al hospital? ¿Dónde lo escondería? ¿Qué haría con él en el momento en que estuviera inconsciente en la mesa de operaciones?
Finalmente decidió dividir los paquetes de cien mil en otros más pequeños, los metió en unas pantuflas viejas con hebillas y las cubrió con calcetines enrollados. Luego, ante su mujer, empacó las pantuflas en una caja, la pegó con cinta adhesiva y le pidió que se la llevase al hospital junto con algunos objetos más como otras pantuflas corrientes, una bolsa de viaje con artículos de tocador, dos números de una revista de automovilismo y el monedero con unos cientos de coronas, cuando se lo pidiese.
Apartó unos miles de marcos en un sobre para el cirujano. Sin embargo éste, con una explicación poco clara de que era supersticioso y antes de la operación ni quería oír hablar de dinero, rechazó el sobre.
Cuando abrieron a Burda en la mesa de operaciones se dieron cuenta de que el tumor no sólo había afectado el páncreas sino que también se había ramificado hacia otros órganos; una operación radical parecía ser tan inútil que lo cosieron. Tras dos días en la unidad de terapia intensiva, lo colocaron en la recámara número ocho, la compartían con él nada más dos pacientes. El vecino a la izquierda era un campesino hablador, que se la pasaba contando historias insignificantes de su vida y temía por el destino de su granja, que ahora estaba a cargo de su abandonada mujer. El vecino a la derecha era un silencioso anciano, muriéndose quizá, que oportunamente, sea dormido o en estado de vigilia, despedía chillidos de fiera inarticulados de manera extraña. Aquéllos perturbaban al vendedor de automóviles más que las historias del campesino, que simplemente no escuchaba.
Los médicos le recetaron muchos medicamentos y además una vez por día una enfermera traía a su cama un soporte, ponía una botella y luego clavaba una aguja en sus venas, y él podía observar cómo le fluía la sangre o algún líquido incoloro por una manguerilla transparente hasta llegar a su cuerpo. A pesar de ello se sentía cada vez más miserable.
La mujer le trajo todas las cosas que él había preparado, agregó un ramo de flores y un frasco de conserva de frutas.
Las flores no le interesaron y había perdido totalmente el apetito. Cuando se fue su mujer, abrió la caja con las pantuflas, quitó los calcetines, divisó el paquete de billetes, volvió a meter los calcetines, cerró la caja y la escondió en la mesa de noche. Todavía podía caminar, pero de todas maneras se levantaba de la cama sólo un poco, se arrastraba a la ventana o al pasillo y en un momento regresaba nuevamente a su lecho metálico. Ahora prefería no abandonar su recámara en lo absoluto. No pensó concretamente en su muerte, pero tampoco pudo dejar de advertir cómo disminuían sus fuerzas. Cuando se le acaben completamente, cerrará sus ojos y ya no será capaz ni de pensar, ni de hablar, menos de actuar. ¿Qué hará con ese dinero?
Su mujer lo visitaba dos veces por semana, de vez en cuando también aparecía su hija casada, incluso en una ocasión vino el mayor de sus hijos. Cada quien le traía alguna cosa que no le hacía falta, y sin interés la guardaba en su mesa de noche, donde se quedaba hasta que se fuese la visita y pudiese tirarla a la basura.
Había varias enfermeras que hacían turnos. Una era mayor, las demás apenas pasaban la edad escolar, le parecía que una se asemejaba a la otra y las distinguía solamente según el color de su cabello. Lo trataban con cordialidad profesional, de vez en cuando hacían un intento de bromear o de darle ánimos. Cuando le clavaban la aguja en sus venas, se disculpaban porque le iba a doler un poco. Luego, aparentemente después de sus vacaciones, regresó todavía una enfermera, no era más grande que las demás, pero le llamó la atención su voz, que le recordaba a la remota y casi olvidada voz de su madre en la época de su niñez. La enfermera se llamaba Vera. Notó que siempre que se acercaba a él para ejecutar alguna de las tareas rutinarias, añadía algunas frases. Y sorprendentemente esas frases no traían sólo las usuales palabras de compasión, sino que le comunicaban algo del mundo de afuera, de que hoy era un día caluroso, que ya habían florecido los jazmines, que ya estaban madurando las fresas en su balcón. La escuchaba, con frecuencia ni percibía el contenido de lo que comunicaba, percibía sólo el colorido de su voz, su extraño consuelo.
Una vez, cuando se sentía un poco mejor después de la transfusión, le pidió que se sentara a su lado.
"Pero señor Burda", se extrañó, "¿qué diría la primera enfermera si me agarrase descansando?" No obstante trajo una silla, se sentó al lado de la silla de él, tomó su mano llena de incontables piquetes, y le acarició el dorso de la mano.
"Pues, ¿cómo vive usted, enfermera?", le preguntó.
"¿Cómo vivo?", se sonrió. "Como todos."
"¿Vive con sus padres?"
Asintió. Dijo que tenía una pequeña recámara en un complejo multifamiliar, en su recámara sólo había una cama, una silla, un pequeño librero, también, en un pilar de bambú, macetas con flores de la pasión, fucsias y coronas de Cristo. Le contó largamente de las flores. Las flores nunca le habían interesado, bajo sus nombres no le surgían ningunos colores o formas, pero percibió la ternura en la voz de aquella mujer, percibió el tacto liviano de sus dedos en el dorso de la mano y notó que sus ojos eran cafés oscuros, aunque su cabello tenía un color claro natural. Prometió que le traería algunas flores de las que cultivaba en su balcón, y se levantó de la silla.
Al día siguiente realmente le trajo una azucena y nuevamente se sentó junto a él.
Burda le preguntó si no sufría la escasez de algo importante.
Ella no entendió el sentido de su pregunta.
Entonces le preguntó si tenía carro.
"¿Carro?", se rió de la pregunta.
"¿Y lo quisiera?"
"Pues usted los vendía", se dio cuenta. Luego dijo que nunca pensaba que pudiese tener un carro. Vivía sólo con su madre y apenas tenían para comprarse una bolsa de jitomate de vez en cuando. El año pasado había plantado unos arbustos en su balcón, pero se pudrieron, y no logró cosechar nada. Le preguntó si le gustaban los jitomates. Lo preguntó de la misma manera en que él solía preguntarle a la gente si le gustaba el caviar o si prefería las ostras. Le contestó que sí, aunque no recordaba que los hubiese comido alguna vez con gusto.
Le quería preguntar si no la deprimía su vida, pero lo invadió un repentino ataque de dolor y la enfermera salió corriendo por la médica, que le aplicó una inyección después de la cual se le enturbió rápidamente la razón.
Cuando volvió levemente en sí en la noche, primero se dio cuenta con una urgencia absoluta de la realidad de que en unos días probablemente moriría. No obstante encendió la pequeña lámpara arriba de su cama, se inclinó sobre la mesa y sacó la caja con las pantuflas. Detrás de los calcetines arrugados permanecía la fortuna, con la cual se podrían comprar vagones enteros de jitomates.
Puso todo en su estado anterior y regresó la caja a la mesa; la riqueza, que lo llenaba generalmente de satisfacción, se hacía de repente una carga.
¿Debería de heredarla a algún organismo de caridad? ¿O a este hospital? ¿Regalarla a los médicos, que de todas maneras no podían ayudarle? ¿A su mujer para que pudiese pagar a amantes aún más exigentes o ir a esquiar hasta por allá de las montañas Rocallosas?
Luego se le apareció de repente la cara de aquella enfermera y escuchó la voz que se asemejaba a la de su madre. Tenía curiosidad de saber si mañana iba a estar de turno, y se dio cuenta de que deseaba que estuviese.
Al día siguiente efectivamente vino y le trajo un jitomate. Era grande, duro y tenía el color de la sangre fresca.
Le dio las gracias. Lo mordió y le dio varias vueltas en su boca, pero no logró tragarlo, sintió que lo vomitaría.
La enfermera colocó el soporte a su cama, puso la botella y anunció: "Le vamos a alimentar un poco, señor Burda, si no se nos debilitaría mucho."
Asintió con la cabeza.
"¿Viene a verlo su familia?", preguntó la enfermera.
Debería contestar que no tiene familia, que tiene sólo una mujer y tres hijos, pero en lugar de eso contestó que desde hace mucho nadie lo visitaba.
"Ellos vendrán", dijo la enfermera, "y enseguida se sentirá más alegre."
Cerró los ojos.
Ella tocó su frente con los dedos. "Ya fluye", dijo. "Dios puede hacer un milagro, sanar al enfermo igual que perdonar al pecador. Y recibir a cada quien con amor."
"¿Por qué?", preguntó, refiriéndose a por qué se lo estaba diciendo, pero ella no entendió. "Porque Dios es el amor mismo."
Aunque le daban medicamentos fuertes, no lograba conciliar el sueño en la noche. Pensó en aquella extraña realidad, que el mundo continuaría, saldría el sol, correrían los carros, serían inventados nuevos modelos de carros, se venderían en el negocio que su mujer seguramente venderá, se construirían nuevas autopistas y puentes, se abriría el túnel debajo del Petrín, pero él no se enteraría de nada de nada de aquello. Esa realidad tenía una mano helada con la que le apretaba el cuello. Trató de escaparle, buscar la ayuda de alguien, pero no tenía con quién refugiarse. Luego le surgió la cara de la enfermera que se sentó junto a su cama y le dijo que Dios puede recibir a cualquiera con amor. Dios lo logra, mientras que él nunca lo ha logrado. Es que si existiera un dios, si existiera, debería reinar en el mundo por lo menos un poco de amor. Trató de recordar a quién y cuándo había amado, y quién y cuándo lo había amado a él, pero aparte de su mamá, que ha estado muerta desde hace tres décadas, no recordaba a nadie. Mañana le preguntará a aquella enfermera dónde nació su fe en Dios o siquiera en el amor. Finalmente logró dormirse. Al despertarse a mitad de la noche, se le ocurrió algo sin sentido. Le regalará el dinero a esa enfermera. Por lo que le dijo de Dios y del amor. Por acariciarle la frente, aunque sabe que él morirá. Lo sabe igual que lo saben los demás, pero aquellos no le acariciaron la frente.
Luego se imaginaba qué diría ella de recibir una fortuna inesperada. ¿Lo aceptaría? La experiencia le decía que la gente nunca rechaza el dinero. Aparentan resistirse, pero finalmente sucumben. Por supuesto que no le puede meter en el bolsillo unos millones; le pedirá que llame al notario, le dictará su última voluntad y le heredará el dinero. ¿Qué hará ella con él? Ni sabe si tiene un amante o si vive sola.
Al día siguiente, en lugar de indagar sobre su fe, le preguntó si vivía sólo con su madre o si salía con alguien.
Sorprendida, levantó su mirada, pero no le contestó. Su novio se llama Martín, es violinista, ayer fueron juntos al concierto, presentaron el concierto en re menor de Beethoven. ¿Lo conoce? ¿Le gusta?
No conocía a Beethoven, aunque debió haber escuchado ese nombre alguna vez. No le alcanzaba el tiempo para la música, aunque en la tienda comúnmente tocaban alguna música. Pero eran canciones de moda.
También le dijo que se iba a casar con Martín en otoño. "¿Irá a mi boda?", le preguntó.
"Si me invita".
Al día siguiente la enfermera Vera tenía un día libre y él entonces pudo reflexionar si había considerado todo bien y si su decisión no era demasiado precipitada. ¿Qué pasaría si sanara por fin, cuando Dios hiciera aquel milagro o algún medicamento que le introdujeran en las venas le regresara la fuerza? ¿Por qué otra razón lo estaría invitando la enfermera a su boda? Con un moribundo no estaría bromeando así.
También la cantidad era desproporcionadamente alta, al final con su regalo la pondría en sospecha de un acto deshonesto. Pero le podría regalar por lo menos una parte de ese dinero, por lo menos un pequeño paquete de billetes de mil francos.
Al día siguiente empeoró, pero percibió cuando se le acercó la enfermera Vera que puso para él una flor fresca en la botella con agua, acercó el soporte y picó con la aguja una vena en su pierna izquierda.
"Se lo compensaré", dijo él con una voz silenciosa.
"Me lo compensará al sentirse mejor", dijo. Luego abrió la ventana y preguntó. "¿Siente? Ya están floreciendo los tilos".
No sintió nada, sólo un gran cansancio. Debería decirle que llamase a un notario, pero en ese momento se le hizo que toda la idea era una tontería, simplemente tendría que introducirle en el bolsillo de la bata unos billetes. Hasta eso significaría para ella una gran fortuna.
La enfermera le acarició la frente y salió de la recámara.
La siguiente noche Alois Burda murió. Justo era el turno de la enfermera Vera y algunos momentos antes de que él respirase por última vez, se sentó junto a él y le sostuvo la mano, pero el moribundo seguramente ya no supo de ello.
Luego asignaron a la enfermera para sacar todas las cosas de la mesa del muerto y hacer una lista detallada. La enfermera lo hizo. La lista tenía dieciocho artículos, el número once decía: Un par de pantuflas con hebillas con un par de calcetines adentro. Le sorprendió a la enfermera que las pantuflas parecieran demasiado pesadas, y se le ocurrió que podría sacar los calcetines, ponerlos aparte y fijarse adentro de las pantuflas, pero no lo hizo, ya que se agregaría un artículo más; encontró inútil hurgar de cualquier manera en las cosas que aparentemente nadie nunca usaría.
Cuando llegó la mujer de Burda al hospital para levantar el acta de defunción, le entregaron la bolsa con las cosas del difunto y la lista de lo que estaba en la bolsa. La mujer le echó una ojeada a la lista de los objetos. En los últimos años le asqueaba su esposo, así que un par de sus miserables cosas le asqueaba aún más. El monedero con trescientas coronas se lo entregaron aparte. Tomó el saco con las cosas y lo guardó en la cajuela de su carro. Cuando salía del hospital, notó que cerca de allí había un tiradero improvisado. Se detuvo mirando bien a su alrededor, luego abrió la cajuela y tiró la bolsa.
Aquella noche la enfermera Vera tuvo una cita con su violinista. "Aquel Burda, el que dormía en la ocho, murió", le anunció; "dicen que era tremendamente rico, uno de los hombres más ricos en Praga."
"¿Y te dio algo?", le preguntó.
"No", dijo ella, "traía en su monedero sólo trescientas coronas."
"Los ricos suelen ser gente extraña", dijo él, "¿a quién heredará todo?"
"Sabrá Dios", dijo ella, "él quizá ni siquiera tenía a alguien. No vino nadie que por lo menos le tomase la mano en aquel momento."
[Traducción de Irena Chytra, Letras Libres, junio de 2000.]
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