Desde un lugar desde el que no puedo ser visto por ellos, observo con detenimiento y repentino asombro cómo dos conocidos de mi generación se disponen a bajar con gran solemnidad Rambla de Cataluña abajo. Sus ceremoniales movimientos no dejan lugar a muchas dudas: se hallan al inicio de un ritual que hace años que practican. De hecho, hace 40 años que los vi en este mismo lugar, disponiéndose para lo mismo. Se preparan para iniciar una conversación acerca del mundo y de los avatares de sus vidas mientras descienden elegantemente Rambla abajo.
Repentino asombro, pero también -justo es confesarlo- envidia. Todos sus gestos y ese aire de estar amagando el inicio de un viejo ritual, me remiten a la idea de que para hablar del mundo disponen de todo el tiempo del mundo. Y seguramente me han llamado la atención más de lo normal porque su lento ritual solemne contrasta con las prisas de toda la gente que les rodea. A su alrededor, no parece que haya nadie más que disponga de tiempo para pensar o simplemente para conversar sobre el mundo, sino más bien gente de paso apresurado y con el tiempo justo, gente con velocidad, pero sin pensamiento.
Les conozco. Son universitarios de mi generación, de mi clase social. Sé que su coeficiente mental no es muy alto. Pero la solemnidad de sus gestos, sus buenas maneras -último eslabón de aquel tipo de catalanes a los que ha perdido siempre la estética- y el haber sabido conservar esa disponibilidad con respecto al tiempo hace que me quede petrificado. Parece que vayan a pensar. Y ahora me doy cuenta: son los genuinos representantes de mi generación. Si me sintiera universitario, si me sintiera intelectual y barcelonés y no hubiera querido traicionar a mi clase social, me reconocería inmediatamente en estos dos conocidos, que disponen de todo el tiempo por delante.
Es una lástima, pero ésa no es mi generación. Siento envidia por el ritual que han conservado mis dos paisanos, pero también compasión, una honda, infinita compasión. Y yo lo siento, pero una generación por la que siento envidia pero a la que compadezco no quiero que sea mi generación.
Los veo ahí en lo alto de La Rambla de Catalunya, tal como los vi hace cuarenta años, igual que entonces, disponiéndose a pensar, iniciando el ritual del paseo. Ya entonces si uno los veía allí arriba, tan universitarios y majestuosos preparándose para el descenso, pensaba que era envidiable el tiempo del que disponían.
Fíjate que para ellos no pasa el tiempo, diría algún amigo de la malicia y de la corrosión. Iban a comerse el mundo y ahora se limitan a comentarlo, si es que lo comentan, limitados como están por su propio pensamiento. Y sí. Hasta parece que sea verdad que el tiempo no pasa para ellos y que no están ya a las puertas de su futuro de mandíbula colgando y babeo irremediable, y menos aún de la muerte, esa realidad que terminará por desgajarlos en mil pedazos que se desperdigarán vertiginosamente para siempre y sin testigos. Será el final de una generación que un día pudo ser la mía. No lo es. Y si lo es, lo es de forma muy remota. ¿Por qué ser de mi generación debe ser más importante que ser piadoso o no piadoso, por ejemplo? Si alguien me dice que es piadoso voy a saber algunas cosas sobre su identidad mucho más reveladoras que si me dice que es barcelonés o que es de mi generación.
Dos antiguos universitarios ahí en lo alto del señorial y comercial paseo. No parecen conscientes de que toda vida es un proceso de demolición y que los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea -los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera-, esos golpes de los que, en momentos de debilidad, comentamos a los amigos de nuestra generación mientras descendemos por La Rambla de Catalunya, y no hacen patentes sus efectos de inmediato. Son una clase de golpes que, en realidad, vienen de dentro, son golpes que invaden sigilosamente nuestro interior y se agazapan allí a la espera de un día dar el golpe certero, definitivo, también desde dentro.
Pienso en todo esto desde este lugar desde el que no puedo ser visto por ellos. Soy, sin que puedan saberlo, un traidor, es decir, soy en realidad un golpe más de los que les llegan de dentro. Y aquí estoy, en la esquina sombría, agazapado a la espera de la oscuridad definitiva. Mucho mejor será que, al final de todo, las penas se pierdan y regrese el silencio. A fin de cuentas, seguiré como siempre he estado, solo, sin generación y sin tan siquiera un mínimo de piedad.
El país, edición de Cataluña, 01/03/2009
_________________________________________________________________________________¿Qué será de Lisboa? ENRIQUE VILA-MATAS
Llego a Lisboa en un día de invierno, casi primaveral, y como en los buenos tiempos retorno al rito de saludarla con los versos de siempre: "Otra vez vuelvo a verte, Lisboa, Tajo y todo".
Pasa el tiempo y veo que no evoluciono. Pessoa, por ejemplo, sigue siendo el poeta al que vuelvo siempre, como esa Lisboa a la que también regreso con puntualidad invernal todos los años. Me gusta muchísimo la terraza del bar Entretanto, donde ahora estoy. Tiene, de entrada, el nombre ideal para un bar lisboeta, quizás porque conecta con esa especie de actividad o pausa de espera o vacío no previsto que en Lisboa llaman fazer horas y que tienen en un bar un lugar ideal para ser practicada. Si el lugar encima se llama Entretanto, ya no hay por qué dudarlo: hemos dado con el sitio perfecto para esa actividad.
El Entretanto tiene una vista extraordinaria sobre la ciudad y en este viaje, además, es la terraza del bar de mi hotel, porque estoy en el Regency de la rúa Novo do Almada. Le escribo un mensaje de móvil a mi hermana Teresa para informarle escuetamente de que he viajado a Lisboa y de que aplazamos una cita en Barcelona, y al poco rato me contesta: "En la rúa Nova da Almada 114, si tienes tiempo, entra en el hotel Regency y sube al bar Entretanto, en el séptimo piso. Te gustará. Seguramente no lo conoces, porque es nuevo. Tiene una vista increíble".
Una hora después, salgo a pasear por los alrededores del Regency, por el barrio del Chiado, y enfilo la vecina rúa Garrett bajo un cielo azul imponente, que me recuerda una vez más esa "eterna verdad vacía y perfecta" de la que hablaba Álvaro de Campos. Entro en la mínima y antiquísima Luvaría Ulisses, donde compro para Paula unos guantes rojos y negros de carnaval.
Después, en la Bertrand, la librería de Pessoa, encuentro carteles que hablan del 200 aniversario de Darwin. Me acuerdo de que en Gallup han preguntado a los americanos si creían en la Teoría de la Evolución y que el 60% de los encuestados ha dicho que no. Absurda la pregunta y también cualquier respuesta a ella, porque no se trata de creer o no. Con el tema de la evolución, siempre me viene a la memoria aquella vieja señora argentina que, al enterarse de la teoría de Darwin, hizo esta reflexión mientras tomaba su té: "Entonces, ¿descendemos del mono? Mi querida amiga, espero que no sea verdad, pero si es verdad espero que no se sepa".
a)¿Qué será de Lisboa?
b)¿Creen que las evoluciones son como saltos de un piso a otro?
"Está extraordinariamente bien efectuada su observación sobre la ausencia que hay en mí de lo que legítimamente pueda denominarse una evolución", le escribía Pessoa a un amigo. Y basándose en lo que él mismo llamaba el fenómeno de su despersonalización instintiva terminaba diciéndole: "No evoluciono. Viajo. Voy cambiando de personalidad, voy (aquí sí que puede haber evolución) enriqueciéndome en la capacidad de crear personalidades nuevas, nuevos tipos de fingir que comprendo el mundo, o, mejor, de fingir que se puede comprenderlo".
Cualquier evolución era para Pessoa un camino en planicie, seguramente porque no se sube de un piso a otro, sino que se camina por una llanura, de un lugar a otro. Y si acaso se notan, por ejemplo, cambios y mejoras en el estilo, no es por nuestra evolución personal, sino por el envejecimiento. Éstas son cosas que puede que haya que ir a Lisboa para, de la mano de Pessoa, pensarlas.
Al final, en la Bertrand, compro dos libros de Darwin y, mientras los hojeo, me acuerdo de un amigo que decía que el éxito de la Teoría de la Evolución venía no de lo que allí se decía, sino de cómo se decía, es decir, de lo hábilmente escrito que estaba. Han pasado los años y sigo creyendo -no evoluciono- que mi amigo llevaba la razón. También Pessoa se la habría dado, se la dio: "Paso horas, a veces, en Terreiro do Paço, a la orilla del río, meditando en vano".
El País, edición de Cataluña, 24/09/2009
Entrada dedicada por Ana Crespo a Antonio Requena, un barcelonés del Raval afincado en Terras Novas, que sabrá reconocerse con suspicacia y amor en estas cosas...
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