E. L. Doctorow
Por Rodrigo Fresán, Letras libres, marzo de 2008
En 1986, en una entrevista con George Plimpton para la revista The Paris Review, el escritor Edgar Laurence Doctorow (Nueva York, 1931) respondía así a la tan inevitable como imprescindible pregunta de cuándo supo que lo suyo sería la escritura:
Empecé a pensar que sería un escritor a los nueve años. Cada vez que leía algo me identificaba tanto con el acto de la composición como con el relato. Parecía tener dos mentes: me encantaba lo que se contaba y quería saber qué pasaría después, pero al mismo tiempo era consciente de lo que se estaba haciendo en la página. Me sentía como un hermano menor del escritor. Estaba dispuesto a ayudarlo a resolver las cosas. Como verá, en realidad no tenía que escribir nada porque el acto de leer era mi escritura. No es una mala manera de empezar. Equivale a borrar la distinción entre lector y escritor. Si lo piensa un poco, cada libro que el lector escoge –si es bueno– es un circuito impreso destinado a que la vida del lector lo recorra… De modo que cuando alguien lee un libro se compromete con los acontecimientos de la mente del escritor. Sincroniza sus facultades creativas con las del autor. Imagina las palabras, los sonidos de las palabras y piensa en los diversos personajes según las personas que ha conocido… no según la experiencia del escritor sino de acuerdo a la propia experiencia. Por eso es muy difícil hacer distinciones entre lector y escritor a este nivel ontológico. Así que cuando yo era un niño, de algún modo arribé a esa región donde uno es simultáneamente lector y escritor… y declaré para mis adentros que era escritor. Y de ese modo, leyendo muchos grandes libros, escribí muchos grandes libros.
La inclusión de esta larga respuesta –que también es un esclarecedor credo estético y ético– me parece pertinente porque no sólo dice mucho de la carrera escrita de Doctorow, sino también de la trayectoria leída de Doctorow, y ayuda a comprender mejor la electricidad que anima a los ensayos reunidos en Creadores. Ensayos que se aprecian como las reflexiones de alguien que alguna vez fue un alumno brillante y que ahora recuerda y relee desde el puesto de quien se sabe irreprochable y curtido profesor. Porque los ensayos de Doctorow, tan lejos de la pirotecnia formal de David Foster Wallace como de la exquisitez del mandarín John Updike, no buscan transgredir o presentar una versión demasiado personal de las cosas. Todo lo contrario: los ensayos de Doctorow, en su elegante amabilidad –y con una ligereza que en ningún caso es levedad– tan sólo buscan predicar la buena nueva y consiguen el más que agradecible efecto de producir irreprimibles ganas de volver a un clásico o de descubrirlo.
Así, Doctorow nos ilustra aquí bajo la sombra de grandes nombres que son los de Poe, Melville (el más grande de todos según el autor, y destinatario del mejor perfil del libro), Twain, Lewis, Fitzgerald, Hemingway, Kafka, Dos Passos, Von Kleist junto a alguna otra aparición –como las de Harriet Beecher Stowe o Arthur Miller o W. G. Sebald o Harpo Marx– que dentro de semejante elenco se antojan caprichosas aunque complementarias de la humilde cordialidad doctorowiana. Modestia no oculta el que, en sus ficciones, Doctorow venga trabajando desde hace años en una empresa digna del vociferante Mailer en sus colosales y a menudo truncas intenciones, pero inequívocamente Doctorow en la discreción y la constancia con la que la ha venido llevando: la de narrar la historia de su país. Y ahí están novelas a las que no cuesta calificar de perfectas como El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975) y, más recientemente, La larga marcha (2005). Todas ellas bendecidas por lo que Doctorow –en la introducción a Creadores– define como “destellos evocadores” o “cierto esplendor”: esos instantes definitivos en que un simple y oscuro mortal se dispone a dar a luz a una obra maestra que vivirá más allá de los siglos. De ahí que Creadores –más humanístico y mejor organizado que el más político Jack London, Hemingway and the Constitution, de 1993, publicado en España en 1996 por Muchnick con el título de Poetas y presidentes– sea, en lo fundamental, un libro agradecido cuya principal función es la de rendir culto a aquellos que lo dan todo en el nombre de una buena historia.
O, según Doctorow:
Es posible que no todos mis juicios sean constructivos por igual, pero a mis atenciones subyace el homenaje de un colega, cierta solidaridad, incluso el amor por la lucha estética que brilla en una especie de estado de bienaventuranza. Al fin y al cabo, ¿por qué componer ficción cuando uno podría consagrar su vida a los apetitos? ¿Por qué forcejear con un libro cuando uno podría estar amasando fortunas? ¿Por qué escribir cuando uno podría estar pegándole un tiro a alguien? […] Los auténticos narradores manejan la imaginación con una especie de arrogancia que se pone en duda a sí misma […] Es posible que, al comprometerse con la práctica de la ficción, no sean conscientes de que asumen la misión de cuestionar la suma de las ficciones de sus sociedades […] Puede ser una profesión peligrosa, la de narrador. Si se calcularan las cifras de la media de vida de los escritores de todo el mundo, teniendo en cuenta los encarcelamientos, las deportaciones, las ejecuciones, las desapariciones, así como las muertes anodinas por desnutrición y abandono, uno no querría que su hijo o su hija fuera escritor.
Y aún así –parece decirnos el gran sincronizador Doctorow– la aventura continúa y continuará porque ahora mismo, en algún lugar, otro joven de nueve años abrirá por primera vez El gran Gatsby y sentirá exactamente eso.
Completan el paisaje –abriendo y cerrando– un ensayo sobre el Génesis como Big Bang de creación absoluta y otros dos sobre Albert Einstein y la bomba atómica representando el Big Kaboom de la destrucción sin retorno.
Entre un extremo y otro, Doctorow lee como si escribiera y escribe como si leyera, “ayudando” a los escritores, sincronizando con su mente doble, como si volviera a empezar y –la región es la misma– nos invitara a una fiesta en la que “algunas de las obras más hermosas, más profundas, han sido compuestas por los seres más desgraciados”.
Seamos felices mientras estemos aquí y honremos su memoria leyéndolos, parece decirnos Doctorow en las páginas de Creadores.
Sea.
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