miércoles, 12 de mayo de 2010

Bernard Shaw: Sobre el sexo en la biografía


A FRANK HARRIS, SOBRE EL SEXO EN LA BIOGRAFÍA
Por George Bernard Shaw

En primer lugar, ¡oh, biógrafo con la obsesión del sexo!, convénzase de que no puede aprender nada de las historias sexuales de sus biografiados. La relación sexual no es una relación personal. Puede ser irresistiblemente deseada y embelesadamente consumada entre personas que no podrían soportarse mutuamente en ninguna otra relación. Si le contara yo todas las aventuras de ese tipo que he tenido, no estaría usted más enterado de la clase de hombre que soy. Sólo sabría lo que ya sabe: que soy un ser humano. Si tiene alguna duda en cuanto a mi virilidad normal, deséchela. No fui impotente; no fui estéril;no fui homosexual; y fui intensamente susceptible, aunque no en forma promiscua.
También estuve completamente libre de la neurosis (que así la considero) del Pecado
Original. Nunca relacioné las actividades sexuales con la delincuencia, ni tuve
escrúpulos, remordimientos o recelos de conciencia al respecto. Es claro que tenía
escrúpulos, y eficazmente inhibitorios, en punto a "causar inconvenientes" a las mujeres o
encornudar a mis amigos; y sostenía que la castidad es una pasión, así como sostengo que
lo es el intelecto. Pero el caso de San Pablo siempre me resultó patológico. La
experiencia sexual parecía un apetito natural; y su satisfacción, la consumación de una
experiencia humana necesaria para la complete capacitación de un autor. Prefería a las
mujeres maduras, que sabían lo que hacían.

Usted se mostró sorprendido e incrédulo cuando le dije que mi primera aventura no se
produjo hasta que tuve veintinueve años. Pero sería un prodigioso error tomar esa fecha
como la del comienzo de mi vida sexual. No me entienda mal; había guardado una perfecta continencia, aparte de las involuntarias incontinencias del ensueño, que fueron poco frecuentes. Pero, entre Oscar Wilde, que marcó los dieciséis años como la edad en que comienza el sexo, y Rousseau, que declaró que ya le hervía la sangre desde el nacimiento, mi experiencia confirma a Rousseeu y refuta a Wilde. Así como no puedo recordar época alguna en que no supiera leer y escribir, tampoco recuerdo momento alguno en que no diese rienda suelta a mi imaginación, en ensueños diurnos relacionados con mujeres.
Todos los jóvenes deberían ser adoradores de la Venus Urania, para que les
mantuviera castos; por eso el arte es vitalmente importante. Desde mi niñez yo estuve
saturado de ópera romántica. Conocía todos los cuadros y las antiguas estatuas griegas de
la Galería Nacional de Irlanda. Leí a Byron y todas las noveles románticas que pude
conseguir. Dumas père hizo que la historia francesa fuese para mí como una ópera de
Meyerbeer. Desde mi case de Delkey dominaba un encantador paisaje de mar, cielo y
montaña. Estaba sobrealimentado de mielede. La Venus Urania era dadivosa.

La dificultad que ofrece la Venus Urania consiste en que, aunque puede salvarnos de
prematuros libertinajes y permitirnos prolongar nuestra virginidad física más allá de la
adolescencia en inicio, puede también esterilizarnos, concediéndonos amores imaginarios
en las llanuras del cielo, tan mágicos que nos inhabilitan para el contacto con verdaderos
hombres y mujeres. Podemos tornarnos célibes por saciedad de belleza y exceso de
voluptuosidad.
Podemos terminar como ascetas, santos, solterones y solteronas, porque, como Heine, no nos es posible violar a la Venus de Milo o ser violadas por el Hermes de Praxíteles. Nuestros poemas amorosos, como el "Epipsiquidion" de Shelley, sólo irritan a los hombres y mujeres sensuales terne á terre, que se dan cuenta en seguida de que estamos enamorados de nuestra propia visión y no hacemos más que pretender que son algo que no son, que no quieren ni esperen ser.

Pero usted sabe cómo he vivido -virgen continente, pero incorregible enamorado hasta
los veintinueve años; sabe que huía cuando una dama dejaba caer el pañuelo ante
mí. Porque quería amar, pero no pertenecer a alguien y perder mi ilimitada libertad
Urania. Durante los catorce años anteriores a mi matrimonio, efectuado cuando tuve
cuarenta y tres, siempre hubo alguna dama cerca. E intenté todos los experimentos y
aprendí todo lo que podía aprenderse de ellos. Las damas no recibían paga alguna, porque
yo carecía de dinero sobrante. Sólo ganaba lo suficiente para vivir en un segundo piso y
tomar el resto, no en dinero, sino en tiempo para predicar el socialismo. Las prostitutas,
que a menudo me abordaban, no me atrajeron jamás. En cuanto pude permitirme
comenzar a vestir decentemente, me acostumbré a que las mujeres se enamoraran de mí.
No perseguía a las mujeres; era perseguido por ellas.

Una vez más, no saque conclusiones apresuradas. Mis perseguidoras no deseaban
tener relaciones sexuales conmigo. Algunas estaban dichosamente casadas y asignaban
gran valor a nuestro mutuo entendimiento de que el sexo quedaba excluido de nuestras
relaciones. Querían esposos dominicales, y en cantidad. Algunas estaban dispuestas a
comprar amistad con la moneda del placer, ya que habían aprendido, por una variada
experiencia, que los hombres están hechos de ese modo. Otras eran seductoras
profesionales, completamente intolerables como compañeras de hogar. No había dos
casos parecidos. La sentencia de William Morris, "todas tienen el mismo sabor", no "se
refería al alma", como lo dice Longfellow.

Nunca me dejé engañar por el sexo como base para relaciones permanentes, ni pensé
en el matrimonio en ese sentido. Anteponía todo lo demás al sexo y jamás rechacé o
rompí un compromiso para disertar acerca del socialismo con el pretexto de pasar una
noche galante. Valoraba la experiencia sexual por su poder de producir un flujo celeste de
emoción y exaltación que, aunque momentáneo, me proporcionaba un ejemplo del éxtasis
que algún día puede ser la condición normal de la actividad intelectual consciente.

Sólo después de los cuarenta gané suficiente dinero como para casarme sin parecer
que lo hacía por interés pecuniario, y mi esposa pudo hacerlo a la misma edad sin
despertar sospechas de haber sido empujada al matrimonio por el apetito sexual
insatisfecho. Como marido y mujer, descubrimos una nueva relación, de la que no
participaba el sexo. El casamiento terminó para nosotros con los antiguos galanteos,
coqueteos y mariposeos. E incluso de éstos, los que dejaban los recuerdos más
prolongados y gratos eran los que nunca fueron consumados.
No olvide que todos los matrimonios son distintos, y que las uniones entre jóvenes,
seguidas de procreación, no deben ser incluidas entre las asociaciones -carentes de hijos de gente de edad mediana, que ha pasado la época en que la esposa puede dar a luz el
primer hijo sin peligros.
De modo que, nada de romance. Y, sobre todo, nada de pornografía.
1930

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