jueves, 8 de abril de 2010

Maurice Blanchot, Tiempo después

MAURICE BLANCHOT


Tiempo después
precedido por La eterna reiteración
«APRÈS COUP»


De Mallarmé a un autor inédito que le pedía un texto de presentación o de apoyo: «Abomino los prefacios escritos incluso por el propio autor, con mayor razón me parece de mal tono el que otro añade. Querido, un verdadero libro no requiere presentación, procede por flechazo, como la mujer con el amante, y sin ayuda de un tercero, ese marido...».


He escrito en un sentido muy distinto: «Noli me legere». Prohibición de lectura que significa despachar al autor. «No me leerás.» «No subsisto como texto para leer sino por la consumación que lentamente te ha retirado el ser al escribir.» «Nunca sabrás lo que has escrito, aun cuando no escribiste sino para saberlo.»

Antes de la obra, obra de arte, obra de escritura, no hay artista, ni escritor, ni sujeto que hable, puesto que es la producción la que produce al productor, la que, siendo prueba de él, lo hace nacer o desaparecer (es, de forma simplificada, la enseñanza de Hegel e incluso la del Talmud: el hecho prevalece sobre el ser que no se hace sino haciendo... ¿haciendo qué? puede que cualquier cosa: el juicio sobre la importancia de ese cualquier cosa depende del tiempo, de lo que ocurra, de lo que no ocurre: eso que llamamos factores históricos, la historia, sin que esto implique andar buscando en la historia el juicio final). Ahora bien, la obra escrita produce al escritor y es prueba de él, pero una vez hecha no da fe sino de la disolución de este último, de su desaparición, de su defección y, para expresarse con mayor brutalidad, de su muerte, por lo demás nunca definitivamente constatada: muerte de la que no se puede levantar acta.

Así, antes de la obra el escritor todavía no existe, después de la obra ya no subsiste: podría decirse que la suya es una existencia harto dudosa, ¡y se le llama «autor»...! Sería más cabalmente «actor», este personaje efímero que nace y muere cada noche por haberse dado a ver de manera exagerada, asesinado por el espectáculo que lo hace ostensible, es decir, sin nada que le sea propio o quede oculto en intimidad alguna.

Del «todavía no» al «ya no»; tal sería el recorrido de lo que llamamos escritor, no sólo su tiempo, siempre suspendido, sino lo que le hace ser por un devenir de interrupción.

¿Se ha parado alguien a pensar que, muy a su pesar, Valéry, al imaginar la utopía de Monsieur Teste, fue el más romántico de los hombres? En sus notas escribe ingenuamente: «Ego — Yo soñaba con un ser que tuviera los mayores dones, para no hacer nada de ellos, habiéndose asegurado [¿cómo?] de que los tenía. Se lo dije a Mallarmé, un domingo en el muelle d’Orsay.» Pero, ¿qué ser es éste, músico, filósofo, escritor o artista, o soberano, que todo lo puede y no hace nada? Exactamente el genio romántico, un Yo tan superior a sí mismo y a su creación que se guarda orgullosamente de manifestarse, un Dios por consiguiente, que rehusaría ser demiurgo, el Todopoderoso infinito que no podría condescender a limitarse mediante alguna obra, por muy sublime que ésta fuera (véase Duchamp). O tal vez sea en lo más ordinario donde habría que presentir lo extraordinario: ninguna obra maestra (qué pobreza, qué mediocridad semejante «maestría», semejante aceptación de ser el más grande, el mejor); pero Teste se descubre precisamente a través del misterio de la banalidad, es decir, que lo que le traiciona es aquello que le hace aparecer en cuanto desapercibido. (No creo estar haciendo de menos a Valéry al desvelar, en su proyecto central, la ingenuidad adolescente, tanto más cuanto que a ésta viene a sumarse una exigencia de extremo pudor: el «genio» no puede sino hurtarse, borrarse: no dejar huellas, no hacer nada que pueda mostrarlo superior en aquello que hace e incluso en aquello que es; el incógnito divino, el Dios escondido, que no se esconde para hacer más meritorio a aquel que por fin lo encuentra, sino porque siente vergüenza de ser Dios, o de saber que es Dios; o tal vez Dios no pueda sino ser desconocido para sí mismo, de otra forma lo dotaríamos de un Yo, a nuestra imagen y semejanza. No sé si Freud, el descreído, llegó a pensar que había hecho del inconsciente su Dios.)

Tras este paréntesis, vuelvo a la dificultad. Si lo escrito, siempre impersonal, altera, despacha, abole al escritor en cuanto tal, inclusive al hombre o al sujeto que escribe (otros dirán que lo enriquece, que le hace ser más de lo que era, que lo crea —la noción tradicional del autor—, o bien que no tiene otro fin sino permitirle ejercer su entendimiento —Valéry de nuevo—), o si la obra en su operación, por mínima que ésta sea, es hasta tal punto destructiva que introduce al operador en el equivalente de un suicidio, entonces, ¿cómo podrá éste volverse (¡ay del culpable Orfeo!) hacia aquello que piensa llevar a la luz, apreciarlo, considerarlo, reconocerse en ello y, finalmente, convertirse en su lector privilegiado, en su principal comentarista o, simplemente, en el celoso auxiliar que da o impone su propia versión, que resuelve el enigma, desvela el secreto e interrumpe autoritariamente (efectivamente, estamos hablando del autor) la cadena hermenéutica, puesto que pretende ser el intérprete suficiente, primero o último?

Noli me legere. ¿Tiene esta imposibilidad un valor estético, ético, ontológico? Habría que considerarlo con más detalle. Es una llamada cortés, una advertencia insólita, una prohibición que siempre se ha dejado transgredir. «Tengan a bien no...» Si la obra guarda un parangón con Eurídice, la petición, sumamente humilde, de no volverse para verla (o para leerla) es tan angustiosa para ella, que sabe que la «ley» la hará desaparecer (o al menos la iluminará hasta disolverla bajo una luz cualquiera), como tentadora para el encantador cuyo único deseo es asegurarse de que, efectivamente, lo que le sigue es alguien bello, no un simulacro fútil o una nada envuelta en palabras vanas. Incluso Mallarmé, el más secreto y el más discreto de los poetas, da indicaciones sobre el modo en que hay que leer Un coup de dés. Incluso Kafka lee sus relatos a sus hermanas, a veces al público de una conferencia; lo cual, en realidad, no significa que los lea para sí mismo en cuanto escritos —afirmación de la escritura—, sino que acepta arriesgadamente el prestarles su voz, el sustituir la leyenda (el enigma de lo que debe ser leído) por la evidencia vital y oral de una dicción y de una presencia que de esa forma impone su sentido o un sentido.


Semejante tentación es necesaria. Caer en ella es tal vez inevitable. Recuerdo aquel relato: Madame Edwarda. Fui seguramente uno de los primeros en leerlo y en quedar persuadido de inmediato —la impresión me dejó sin habla— por el carácter singular, más allá de cualquier literatura, de tamaña obra (sólo unas pocas páginas), que, por su propia índole, no podía sino rechazar el comentario. Intercambié con Georges Bataille algunas palabras emocionadas, no como cuando le hablamos a un autor de uno de sus libros que admiramos, sino intentando hacerle entender que semejante encuentro le bastaba a mi vida, como el haberla escrito debía bastar a la suya. Estábamos entonces en los peores días de la ocupación alemana. Aquel librito —el más nimio de los libros, publicado con un nombre prestado y reservado a unos pocos— estaba destinado, en su clandestinidad, a caer en la probable ruina de cada uno de nosotros (autor, lector). Nada de huella de un acontecimiento insigne. Ya se sabe lo que le pasó.

Quisiera, sin embargo, sin faltar a la discreción, añadir algo más. Tiempo después, acabada la guerra y habiendo cambiado también la vida de Georges Bataille, se le pidió que reeditara el libro, o por hablar con mayor precisión, que lo publicara realmente. Me dijo un día, para mi verdadero espanto, que deseaba escribir una continuación de Madame Edwarda, y me pidió mi opinión. No pude por menos que contestarle al punto, como si hubiera recibido un golpe: «Es imposible. Se lo ruego, no lo toque.» No se volvió a hablar de ello, al menos entre nosotros. Queda en la memoria que Bataille no pudo evitar redactar un prefacio que firmó, más que nada para introducir su nombre, con el fin de asumir (indirectamente) la responsabilidad de un escrito que aún se consideraba escandaloso. Pero este prefacio, por importante que fuera, no mermó en nada esta especie de absoluto que es Madame Edwarda, como tampoco lo hicieron los inteligentes comentarios a los que dio lugar (especialmente el de Lucette Finas y el más reciente de Pierre-Philippe Jandin). Todo lo que se puede decir al respecto, todo lo que yo puedo decir, es que, probablemente, la lectura de esta obra haya cambiado. La admiración, la reflexión, el hecho de ponerla en relación con otras obras, aquello que precisamente perpetúa, por lo mismo, suprime o iguala; en la medida en que la obra realza la literatura, la literatura la reduce a su propia medida, cualquiera que sea la importancia que se le conceda. Queda la desnudez de la palabra escribir, igual a la exhibición febril de la que fue una noche, y para siempre a partir de entonces, «Madame Edwarda».

                                                                        * * *
La eterna reiteración. Se me pide —alguien en mí pide— que comunique conmigo mismo, a modo de epígrafe de estos dos relatos ya antiguos, tan antiguos (cerca de cincuenta años ya) que, al margen de las dificultades anteriormente expresadas, no me es posible saber quién los escribió, cómo se escribieron, ni a qué exigencia desconocida debieron responder. Recuerdo (sólo es un recuerdo, tal vez engañoso) que yo era sorprendentemente ajeno a la literatura que me rodeaba y que no conocía sino la llamada literatura clásica, con la salvedad de una apertura a Valéry, Goethe y Jean-Paul. Nada que pudiera preparar el terreno a estos textos inocentes en los que resonaban los presagios de muerte de los tiempos que vendrían. «La última palabra» (1935) ha sido comentado de manera rigurosa y que yo me guardaré de comentar. No era un texto destinado a la publicación. No obstante, se editó, doce años más tarde, en la colección «L’âge d’or», que dirigía Henri Parisot. Pero sucedió que por ser el último opúsculo de una serie que ya no tenía medios sino para desaparecer ni siquiera llegó a ponerse a la venta (si mal no recuerdo). Era una manera de seguir siendo fiel a su título. Ciertamente, empezar a escribir para llegar al punto a término (lo que hubiera sido el encuentro con la palabra última), significa al menos la esperanza de no hacer carrera y de hallar el camino más corto para terminar desde el inicio (sería deshonesto olvidar que al mismo tiempo, o entre tanto, yo estaba escribiendo Thomas l’Obscur, que tenía tal vez el mismo propósito, pero que, precisamente, no acababa nunca y, al contrario, hallaba en la búsqueda del aniquilamiento (la ausencia) la imposibilidad de escapar del ser (la presencia); lo cual, en realidad, ni siquiera era una contradicción, sino la exigencia de una perpetuidad desafortunada en el morir mismo). En este sentido, el relato fue una tentativa de cortocircuitar el otro libro en camino, con el fin de superar lo interminable y de llegar, por una narración más lineal, pese a ser de una complejidad ingrata, a una decisión silenciosa: de ahí tal vez (no lo sé) la convocación abrupta del lenguaje, la resolución insólita de privarlo de su sostén, la consigna (no más lenguaje coercitivo o afirmativo, es decir, no más lenguaje; pero no: siempre una palabra para el decir y no decirlo), la renuncia a ser Maestro y Juez —renuncia en sí misma vana—, y finalmente el Apocalipsis, descubrimiento que no descubre nada sino la ruina universal, la cual acaba con la caída de la última Torre (Torre probablemente de Babel) al mismo tiempo que se precipitan afuera el propietario (el ser que siempre se ha asegurado la definición de lo que es «propio»: Dios, evidentemente, aunque fuera una bestia), el narrador que ha conservado el privilegio del ego, y la muchacha, sencilla y maravillosa, la que probablemente lo sabe todo, con el más humilde de los saberes.

Semejante recapitulación o memorándum —la paradoja de semejante relato— se caracteriza por contar, como habiendo tenido lugar, el naufragio total, del que en consecuencia ni siquiera el propio relato se podría preservar, resultando así imposible o absurdo, a menos que pretenda ser profético, anunciando en pasado un porvenir que ya es presente o, también, diciendo lo que siempre hay cuando no hay nada: o sea, el hay que lleva la nada e impide la aniquilación para que ésta no escape a su interminable proceso cuyo término es reiteración y eternidad.

Profético también, pero para mí (hoy en día) de una manera más inexplicable, puesto que no puedo interpretarlo sino por acontecimientos que se produjeron y fueron conocidos sólo mucho más tarde, de forma que este conocimiento ulterior no esclarece, sino que quita claridad al relato que parece haber sido llamado —¿será por antífrasis?— «El idilio», o el tormento de la idea feliz (1936). El tema, que reconozco de inmediato porque Camus lo hará «familiar», es decir, todo lo contrario de lo que significaba, años más tarde, está designado desde las primeras palabras: «el extranjero». ¿Quién es el extranjero? No hay aquí una definición suficiente. Él viene de fuera. Se le recibe bien, pero de acuerdo con unas reglas a las que no puede amoldarse y que, de cualquier forma, lo ponen a prueba —en las puertas de la muerte. Él mismo saca la «moraleja» que expone a los recién llegados: «Aprenderéis en esta casa que es duro ser extranjero. Aprenderéis también que no es fácil dejar de serlo. Si echáis de menos vuestro país, hallaréis aquí cada día más motivos para ello; pero si llegáis a olvidarlo y a amar vuestra nueva situación, os devolverán a casa, y allí os sentiréis una vez más unos extraños y volveréis a empezar un nuevo exilio.» El exilio no es ni psicológico ni ontológico. El exiliado no acepta serlo, tampoco renunciar a serlo y tampoco hacer del exilio un modo de residir. Al inmigrado le tienta la naturalización, aunque fuera mediante casamiento, pero sigue siendo siempre un emigrante. Escaparse allí donde no hay salida es la exigencia que restaura la llamada del afuera. ¿Es una tentativa vana? La cárcel no es una cárcel. Los guardias tienen sus debilidades, a menos que su negligencia corresponda a la engañosa apariencia de una libertad que sería tentación e ilusión. Por lo mismo, la extrema cortesía, por no decir la sincera cordialidad, de quienes, contra su voluntad, aplican la ley, no se parece a la tranquila e inflexible «corrección» de aquellos que, algunos años más tarde, cogieron en la trampa de su fingida humanidad a los subyugados voluntarios, incapaces de reconocer la barbarie enmascarada que los dejaba vivir momentáneamente en un orden tranquilizador.

Y, sin embargo, resulta difícil, tiempo después, no pensar en ello. Imposible no evocar esos trabajos de escarnio en los campos de concentración, donde los condenados van acarreando de un sitio a otro, y luego vuelven a llevar a su punto de partida, montañas de piedra, no para la gloria de alguna pirámide, sino para la ruina del trabajo, así como de los tristes trabajadores. Ocurrió en Auschwitz, ocurrió en el Gulag. Lo cual tendería a demostrar que si hay peligro de que lo imaginario llegue algún día a hacerse realidad, es que sus propios límites son bastante estrictos y prevé con facilidad lo peor, porque esto último es siempre lo más simple que se repite siempre.

Pero no creo que «El idilio» pueda interpretarse como la lectura de un porvenir ya entonces ominoso. La historia no detenta el sentido, así como el sentido, siempre ambiguo, siempre plural, tampoco se deja reducir a la realización histórica, aun cuando fuera la más trágica y la más digna de consideración. Y es que el relato no se traduce. El relato —tensión de un secreto alrededor del cual él parece irse elaborando y que se declara al punto sin aclararse— anuncia sólo su propio movimiento, que puede dar lugar al juego de un descifrar o de una interpretación, pero al que a su vez él mismo sigue siendo extraño. De ahí que me parezca, aun cuando aparentemente «El idilio» desarrolle las posibilidades desdichadas de un destino sin esperanza, que, como tal relato, sigue siendo ligero, despreocupado y de una claridad que no abruma ni oscurece la pretensión de un sentido oculto o grave. El interrogante que podría llevar, me dicen, puede, en relación con el título, expresarse en diversas formas, todas ellas necesariamente ingenuas o simplistas, por ejemplo: ¿por qué en semejante mundo, el tema de la felicidad de los amos es tan importante y queda finalmente siempre sin resolver? Están las apariencias, no hay más que apariencias, y ¿cómo fiarse de ellas? ¿Cómo invocar algo que no lo fuera? ¿O es que una sociedad que admite como naturales los acontecimientos más desdichados puede ser al mismo tiempo (o por lo mismo o siendo indiferente a todo esto) en el fondo idílica? Son preguntas, pero preguntas demasiado generales como para convocar respuestas o para dejar de ser preguntas cualquiera que sea la respuesta que se les dé. Puede que el relato las conlleve, pero a condición de no interrogarlo, de no reducirlo, mediante ellas, a un contenido, a algo que pueda expresarse de otra manera.

Relato en todos los sentidos desdichado. Pero precisamente, en cuanto relato, que dice al enunciarse todo cuanto tiene que decir, o mejor, que se anuncia como la claridad previa y anterior a la significación grave o ambigua que él también transcribe, el propio relato sería el idilio, el pequeño ídolo injusto e injurioso para con eso mismo que hace oír, feliz en el infortunio que hace presentir y arriesgándose sin cesar a mudarlo en atracción. Ésta sería la ley del relato, su dicha y, por culpa de esta ley, su desdicha, pero no por cuanto reprochara Valéry a Pascal: que una bella forma arruinaría necesariamente el horror de toda verdad trágica y la volvería soportable, cuando no deliciosa (la catarsis). Sino porque, antes que cualquier distinción entre una forma y un contenido, entre un significante y un significado, antes incluso que la partición entre enunciación y enunciado, está el Decir incalificable, la gloria de una «voz narrativa» que da a oír claramente, sin poder ser jamás oscurecida por la opacidad o el enigma o el horror terrible de lo que se comunica.

Por ello mismo, a mi entender, y de otra forma que lo decidiera Adorno, con gran razón por cierto, yo diría que no puede haber un relato-ficción de Auschwitz (estoy aludiendo a La decisión de Sofía). La necesidad de testimoniar es la obligación de un testimonio que sólo podrían dar, cada uno en su singularidad, los imposibles testigos —testigos de lo imposible—; algunos sobrevivieron, pero esa «sobre-vida» no es ya la vida, es la ruptura con la afirmación viviente, la testificación de que este bien que es la vida (la vida no narcisista, sino para el prójimo) ha padecido el embate decisivo que no deja nada intacto. A partir de ahí, pudiera ser que toda narración, tal vez toda poesía, hubieran perdido el fundamento sobre el que se levantara un lenguaje distinto, por la extinción de esa dicha de hablar que se espera en el más mediocre de los silencios. El olvido, con toda seguridad, está obrando y permite que todavía se haga obra. Pero a este olvido, olvido de un acontecimiento en el que naufragó toda posibilidad, responde una memoria flaca y sin recuerdo, que lo inmemorial ronda en vano. La humanidad ha tenido que morir en su conjunto por la prueba que padeció en algunos (los que encarnan la vida misma, casi la totalidad de un pueblo prometido a una presencia perpetua). Esta muerte todavía dura. De ahí la obligación de no morir nunca más sólo una vez, sin que la repetición pueda hacernos habitual el fin siempre capital.

Vuelvo a «El idilio», relato de antes de Auschwitz, relato sin embargo de una errancia que no termina con la muerte y que esta muerte no podría oscurecer, puesto que se concluye en la afirmación de «este cielo magnífico y misterioso», extraño al extranjero, y diciendo que, pase lo que pase, la luz de lo que se dice, aunque fuese en las palabras más desafortunadas, no dejará de alumbrar como esa irradiación ligera y etérea, por la cual siempre es transfigurada la noche sombría, la noche sin estrellas. Como si las tinieblas fueran todavía —¿quién sabe si para dicha o desdicha nuestra?—, sí, todavía, la iluminación del día interminable, el resplandor del primer día.

Relato de antes de Auschwitz. Cualquiera que sea la fecha en que pudiera ser escrito, todo relato de ahora en adelante será de antes de Auschwitz. La vida tal vez continúa. Recordemos el final de La metamorfosis: apenas muere Gregorio Samsa sumido en la aflicción y la soledad, cuando todo renace y ya su hermana, a pesar de ser la que más lo compadece, se entrega a la esperanza de renovación que le anuncia su joven cuerpo. Kafka pensaba que también él proyectaba una sombra sobre el sol y que, una vez desaparecido, los suyos serían más felices. Murió, pues, ¿y qué ocurrió? No habrá que esperar mucho; casi todos aquéllos a los que amaba encontraron la muerte en esos campos que, por más que se llamen de formas distintas, llevan todos el mismo nombre: Auschwitz.

Ésta es la perspectiva (no-perspectiva) en la que no puedo esperar que se lean «El idilio» o «La última palabra». Y sin embargo, incluso sobre la muerte sin frases, queda mucho por meditar, tal vez indefinidamente, tal vez hasta el final. «Una voz viene de la otra orilla. Una voz interrumpe el decir de lo ya dicho» (Emmanuel Levinas).

Maurice Blanchot





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