Pascal Quignard es uno de los grandes escritores franceses de nuestro tiempo. Y una de las figuras más influyentes de la edición europea de las últimas décadas. Pero decidió abandonarlo todo, su puesto, su posición, para consagrarse a la escritura, en soledad. Acaba de publicarse la traducción del libro con el que ganó el premio Goncourt, el acontecimiento que le dio la independencia económica y confirmó su decisión de alejarse de la industria editorial.
La crítica no sabe cómo clasificar su obra. Las sombras errantes (Elipsis), el primer volumen de una trilogía muy ambiciosa, ¿es una novela, un poema en prosa a la manera de Baudelaire, o un cuaderno bizantino a la manera de los Cuadernos de Valery?
Bellos antecedentes... Pero, en verdad, quizá se trate de otra cosa. Es algo así como un libro de un género omnívoro, en el que me permito introducir mentiras, cuentos, ficción, vidas falsas, citas reales y apócrifas, todo muy alejado de ese mundo de «verdad literaria», que me parece profundamente falso. Esa «verdad» me parece ilusoria y es imposible de alcanzar. En bastante medida, soñamos, alucinamos, con todo aquello que nos falta o creemos que nos falta. Las palabras incluso tienden a reemplazar a los seres ausentes, multiplicando la ilusión, los fantasmas, las alucinaciones. Por mi parte, intento buscar un género literario que no pretenda engañar al lector y pueda enriquecerse con todos los recursos retóricos posibles e imaginables.
Desde ese punto de vista, esa fragmentación sin límite del pensamiento, la realidad, ¿habla de la fragmentación de su conciencia personal, de la fragmentación cultural de Francia, de toda nuestra civilización?
Es una constatación, quizá, no ya de la fragmentación de mi modesta conciencia, si no de las metamorfosis y fragmentación de la conciencia europea. Tras las ilusiones de «verdad» que culminaron con todos los fascismos, nazismos y comunismos europeos, nuestra manera de pensar, sufrir, sufre metamorfosis que todavía no sabemos donde nos conducen. Hay otros antecedentes. Tras inmensas tragedias, el gran arte barroco fraguó un arte grave, muy emotivo, que usó sus maneras propias, su retórica propia, para contemplar el mundo. Recuerde a Gracián, recuerde a Montaigne. A mi modo de ver, después de la II Guerra Mundial el hombre de nuestra civilización comenzó a sentir, contemplando el abismo del horror, la necesidad de mentir lo menos posible. Mi obra se inscribe en ese proceso en marcha de fragmentación de la conciencia y búsqueda de nuevos recursos retóricos. De ahí mi alejamiento de las grandes teorías, de la filosofía, de los proyectos «totalizantes», que pueden ser peligrosos.
Usted busca en el pasado las piedras con las que intentar echar los cimientos de una nueva retórica, un mundo nuevo.

En su repertorio personal de las artes de la retórica que utiliza en sus libros, echo en falta el gran arte de la retórica de Madame de Sevigné, que quizá sea la prosista francesa más pura de todos los tiempos, si hay que creer a Chateaubriand y Proust.

En su libro, habla de las sociedades secretas de hombres libres, más pequeñas y amenazadas.

En su obra, la música juega un papel muy importante, casi sacro. Pero, en nuestro tiempo, fue Herman Hesse el primero en recordarnos que la música también tiene una dimensión diabólica, que enloquece a los hombres y los pueblos. Nos basta con escuchar la radio o la tv y los ruidos y la música diabólica están ahí.
De ahí que yo escribiese un libro que se llama Del odio de la música, hablando de la «imposibilidad» de la música. Es muy difícil hablar de música, para mí, que vengo de una familia de músicos, desde...
¿Existe la música diabólica?
Si. La música viene de un primer mundo, anterior a nuestra llegada al mundo. Su potencia es absoluta sobre nosotros. Es el único arte que ejercía su influencia en los cuerpos de las víctimas y los verdugos, en el límite de la humanidad, en los campos del Holocausto endemoniado. Esa posibilidad diabólica existe desde siempre. Recuerde las sirenas de Ulises.
De lo sublime a lo profano. En Las sombras errantes se limita a anotar su decisión de abandonar Gallimard, editorial donde usted tuvo un puesto de gran relevancia. ¿No fue una locura?
Quizá fue una locura. Pero... la vida es muy corta. Ya llevaba veinticinco años en Gallimard. Me quedaban otros veinticinco. O más. Nadie se jubila en Gallimard, oiga. Y el oficio y el negocio de editar libros había cambiado radicalmente. Cuando yo empecé, me parecía vivir en el paraíso: ¡ganarme la vida leyendo libros y dando mi opinión! Luego, cambiaron las cosas. Y los editores terminaron convirtiéndose en agentes comerciales de los escritores. No era ni es lo mío. Me pareció que era el momento de marcharme. ¡Y por entonces no sabía como podría ganarme la vida..! Era algo así como salir de Egipto para los judíos: abandonar la «esclavitud» en busca de la tierra prometida. Algo así.
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