Por Carmelo Colangelo
[Vuelta (Revista mexicana de cultura), n. 171, febrero de 1991. Traducción de Fabio Morábito.]
La dimensión moral de la crítica literaria y la problemática de la experiencia melancólica son los temas de esta entrevista al estudioso ginebrino. Algunos de los puntos relevantes de la reflexión starobinskiana emergen aquí entre las mallas de una densa y fascinante red de referencias: de Rousseau a Shakespeare, de Mme de Staël a Kafka, de Beckett a Milton, de Bonnefoy a Poulet...
Las reflexiones de usted se han centrado a menudo en un tema decisivo: el de la relación con el otro. Más en concreto, en sus escritos es posible encontrar una invitación al reconocimiento del otro en tanto que otro, en todas sus formas.
Sin duda se trata de un tema ininterrumpido, con algún que otro corolario. Lo que pasa es que esta relación se da como un hecho, cuando en realidad constituye un problema. Puede haber, por un lado, un defecto de la receptividad, un defecto de los medios interpretativos para reconocer la huella que deja el otro, el mensaje que exterioriza. Pero también puede haber una voluntad de transformarse, de enmascararse incluso, de querer passer-pour-un-autre. De esta manera, no me he limitado a investigar a alguien que existiría como un dato natural, y que sería “el otro”, sino un sistema de conducta, un sistema de manifestaciones en sí mismo, entre otras cosas la simulación y la disimulación.
Ahí esta el problema de la máscara, y no es gratuito que haya elegido a Rousseau. Porque por una parte Rousseau se nos aparece como el hombre de la sinceridad, del esfuerzo hacia la transparencia, hacia la realización del deseo de ser uno mismo. Pero por otro lado es un escritor que necesita de un escenario, para atribuirse ciertos papeles, casi siempre arquetípicos: el del legislador, el del pensador político, el del pedagogo, etc. Rousseau tiende, a través de la imaginación, a encarnarse en figuras inventadas por él.
Su aspiración a la desnudez convive con la invención de roles, una invención que le sale bastante bien. Cuando, durante su primera juventud, quiere ser compositor de música, fracasa; cuando aprende y compone música más tarde, en el Devin du village, tiene éxito. Y le pasa lo mismo con la literatura: es como un papel ensayado y de golpe sentido admirablemente, que se impone a quien lo inventó.
Entonces, la cuestión que usted me plantea se me reveló como algo central de la propia teoría de la crítica. Me pareció que nuestro deber crítico era el de reconocer lo ajeno, acogerlo y comprenderlo. Lo cual vuelve posible la copresencia, en el acto de la comprensión, de algo que permite una asimilación y de algo que, por el contrario, reconoce (reconocimiento que a mi juicio debe mantenerse hasta el final) una diferencia en la voz que escucho. Hacerla mía, fundirme con ella, no me parece que deba ser el objetivo de la crítica, y en esto disiento de mi amigo Georges Poulet, para quien la crítica debe conducir fundamentalmente a una identificación.
Precisamente en el campo de la teoría de la crítica literaria, usted, a través de una frecuente exhortación a tomar en cuenta el intérêt vivant, el pathos, el deseo de quien interpreta, ha planteado la exigencia de poner límites a la hermenéutica. Podríamos decir que su propuesta tiene que ver con una ética de la experiencia hermenéutica. ¿Qué opina de una definición de la crítica como filosofía práctico-moral?
Es una definición que suscribiría, aunque yo no llegue a plantearla. Veo en la crítica uno de los campos de aplicación de una filosofía práctico-moral, si es verdad que ella consiste en entender o dejar desplegar, en sus expresiones, la personalidad del otro. Dicho esto, no se trata aquí de una relación siempre fácil o idílica. El objetivo de la hermenéutica, que es el de entender lo que se expresa y se manifiesta puede hacernos comprender lo que, moralmente hablando, es la perversión, el deseo del mal, la “voluntad maligna”, para decirlo en los términos de los moralistas. Es aquí que la hermenéutica muestra sus límites, ya que no podemos contentarnos simplemente con comprenderlo todo, perdonarlo todo y aceptarlo todo: Hay unos escritos, unos textos y unas conductas moralmente reprobables, y el juicio moral, el juicio sobre el valor de los comportamientos, no debe estar nunca ausente de la crítica.
Pienso, por ejemplo, en un tipo de crítica que admiro mucho y que tal vez no practico lo suficiente, la que hace Yves Bonnefoy, el cual, al hablar de ciertos poetas por quienes siente un enorme respeto y en quienes reconoce una grandeza poética, no deja de acusarlos de carecer de un amor auténtico, o de venerar una forma ilusoria de la belleza y de la armonía.
En resumen, la admiración por la calidad estética de una obra puede correr paralelamente a la crítica de lo que Kierkegaard llamaría “la actitud estética”, una actitud que se encierra en la presencia del espejo, que se niega al otro. De este modo, uno de los postulados de la crítica, que es este don al otro, puede constituir un criterio que permita juzgar unas obras en las que este acto de donación no se realiza suficientemente.
Otro punto importante de sus reflexiones: el tema de la melancolía. Usted definió en varias ocasiones la escritura como una experiencia del descentramiento del Erlebnis del sujeto. La obra implicaría el cese de la identidad de la subjetividad consigo misma y la constitución de un sujeto distinto del viviente. Todo esto ¿está vinculado con el discurso melancólico en tanto que puesta en escena de una suerte de desconstrucción, de reducción del yo a escombros? ¿En qué sentido se ha podido hablar de un parentesco entre escritura y melancolía, entre tinta y bilis negra?
El problema es muy complejo y creo que deba tratarse históricamente. Para empezar, tenemos la afirmación de Teofrasto en los famosos Problemuta (libro XXX, problema I): la melancolía sería propia de todos los espíritus excepcionales, superiores: hombres de guerra, filósofos, hombres políticos, héroes. Habría, de este modo, una fuente somática capaz de alimentar, por su variabilidad y su carácter peligroso, los grandes vuelos del espíritu, y esto al precio de unos momentos mas difíciles, letárgicos, de pérdida del dominio de las capacidades interiores. De ahí esa irregularidad del hombre melancólico que ya se había advertido en el pasado.
Aproximadamente desde el siglo XVII, la melancolía se asocia cada vez más con el acto literario y la contemplación. El mundo separado de la melancolía, consciente de esta separación, se torna con mayor frecuencia el de la escritura, a veces de cierta forma de lirismo, pero más a menudo de la expresión quebrada, difícil, del diario íntimo, de la hoja en blanco que se niega. Con el romanticismo, la melancolía se vuelve una suerte de lugar común y, al mismo tiempo, un objeto de ironía, de burla ejercida por el propio melancólico ‘o por quien examina irónicamente la práctica de la escritura. Y no hay que olvidar que esta crítica de la melancolía ya se manifestó en la época isabelina con el teatro de Shakespeare. El personaje melancólico de Shakespeare (como Jacques en As you like it) es el objeto de la burlas del ambiente en que se mueve y del propio escritor.
Existe por lo tanto un vínculo muy estrecho entre la vocación poética y la melancolía, y el mismo vínculo existe en la vocación pictórica. Basta pensar de qué manera Miguel Angel y un gran número de artistas del Renacimiento italiano se definen a sí mismos y son definidos por otros (uno de los ejemplos más significativos es el de Pontormo, aunque de ningún modo es el único). Tenemos aquí un fenómeno cultural que ha sido estudiado a fondo por Wittkower y otros historiadores y que valdría la pena seguir analizando. Una interpretación algo simplista que se ha dado para explicar esta presencia difusa de la melancolía en el Renacimiento es el sentimiento de incertidumbre que el hombre empieza a experimentar frente a una imagen del cosmos que se ha vuelto menos segura, menos armoniosa, menos cerrada. El mundo estalla, se abre al infinito, se profundiza, y el hombre ya no está seguro de su lugar en el universo y en el propio destino.
Sin duda, la melancolía de fines del siglo XVIII está cargada de reminiscencias de la melancolía de Milton, o de Shakespeare, que permanecen como grandes modelos. De esta manera, hay en la historia del concepto de melancolía una serie de códigos, de variaciones, de contaminaciones de textos a través de textos anteriores. Se podría hacer la historia de los diferentes Hamlets, así como se ha hecho la historia de un personaje que aparece con menos frecuencia en la literatura: Werther... ¿Qué ha sido de la melancolía en nuestros días? Podríamos tratar de remontarnos hacia algunos datos generales. Si se quiere encontrar un término común entre la melancolía del Áyax de Sófocles y la melancolía cómo la entendemos hoy, el denominador podría ser el siguiente: sólo hay melancolía ahí donde hay individuos que se han hecho una idea muy elevada, tal vez demasiado elevada, de su gloria, de su felicidad y de su responsabilidad frente a los demás, y que encuentran la adversidad bajo la forma de un ataque de locura; o simplemente podría ser la incapacidad de responder a las esperanzas de los otros, de donde el característico sentimiento de desvalorización, la sensación de no contar con el valor suficiente para no defraudar la expectativa social y cumplir con la tarea que nos hemos impuesto.
Al parecer, hay sociedades en donde la noción de individuo es menos acentuada y en donde los trastornos psíquicos de tipo melancólico se encuentran menos frecuentemente. El malestar consiste más bien en un sentimiento de agresividad hacia el mundo exterior o de trastocamiento del orden del mundo, no en la impresión de una herida profunda de la persona o en el empobrecimiento o humillación del ser a causa de su debilidad y de sus fracasos.
Por lo que atañe a Occidente, hay como una especie de duda sobre la solidez del sujeto (es un tema frecuente en nuestra filosofía) y al mismo tiempo sobre la validez de la exteriorización (En tüusserung) de sus poderes, duda que provoca que irrumpa en cada renglón escrito la incertidumbre sobre aquello que se podrá alcanzar. De ahí la ruina, o el riesgo de la ruina, en la propuesta, la palabra o la imagen confiadas a la página.
Esta vacilación interna de la escritura y, al mismo tiempo, esta necesidad de escapar de tal vacilación, caracteriza lo que podría definirse como una forma de la melancolía moderna. ¿En dónde se encuentra esta expresión? Creo que podemos encontrarla, mezclada con la ironía (algo que sucede a menudo), en autores como Kafka y Beckett, a quienes se ha querido ver como “escritores del absurdo”.
Personalmente no me satisface esta definición. Estos escritores no deseaban en absoluto denunciar la absurdidad del mundo, sino manifestar, frente a un mundo que conserva su grandeza, su esplendor, su dureza, su provocación, tanto el sentimiento de la insuficiencia de la palabra como la humildad y el deseo de borrar lo que ha expresado (porque todavía no era lo que había que expresar). Y esto produce naturalmente una literatura de la ruptura: la negación acompaña a la palabra puesta en la página.
Se tiene todo el derecho de soñar con una literatura de la celebración y de la plenitud; y por un juego que definiría dialéctico, es verdad que el siglo XX ha producido grandes textos que celebran la belleza del mundo, aunque esta celebración tiene conciencia de su vanidad.
Habría que investigar en la literatura contemporánea los dos polos de la celebración y de la ironía (que es con frecuencia una auto-ironía) en el escritor, burla que afecta también, indirectamente, al mundo y los aspectos caricaturescos, las degradaciones de las sociedades, fáciles de comprobar en todas partes, en todas las llamadas prácticas culturales que nos rodean.
Sobre el tema de la melancolía en el siglo XX, sus escritos abren la posibilidad de formular hipótesis de carácter más general. Si recordamos el esquema freudiano de explicación de la melancolía, ¿sería posible reconocer en ella una suerte de estrategia a través de la cual la modernidad intentaría por un lado permanecer fiel al proyecto crítico iluminista y, por el otro, aceptar y superar la pérdida de ese proyecto, en tanto que proyecto en crisis?
Es una hipótesis muy válida. Ciertamente habría que comprobarla; cualquier hipótesis tiene que ser analizada con cuidado. Habría que ver si es posible encontrar unas ejemplificaciones de una estructura semejante.
En alguien a quien considero un espíritu notable y fascinante, Mme de Staël, encontramos este postulado de la melancolía en la literatura, que introdujo el cristianismo al proporcionar al hombre unos fines muy elevados, pero alejados de él, o de los cuales él se aleja. Hay en Mme de Staël un sentido del deber, así como del objeto de la actividad, al que el hombre debe sacrificarse; y, de un modo oscilante, esta noción de objeto de la actividad se vuelve ora un motivo de exaltación, ora de melancolía. Mme de Staël afirma que es necesaria cierta fuerza vital, por lo tanto cierta energía, casi cierta alegría del espíritu, para escribir la literatura más melancólica. Al igual que los filósofos de la Ilustración , cree en el progreso, en la perfectibilidad de la especie humana. Por lo tanto encontramos en ella al mismo tiempo melancolía y entusiasmo, entusiasmo del progreso. Esto parecería indicar que el deseo, por un lado, sabe que carece de un objeto (objeto que perdió o que todavía no alcanza) y, por el otro lado, no renuncia a orientarse en la historia o en la existencia personal hacia los objetos que merecen otorgar un sentido a la vida. De ahí la copresencia de melancolía y dinamismo de la existencia.
En cuanto a mí, desconfío de la noción de “pérdida” aplicada a toda una cultura. No veo en nosotros a unos seres trastornados, a unos seres que están de luto, si bien lo que fue el ideal del Aulätung no puede retomarse en su forma original. Me ha ocurrido toparme con interlocutores que me han preguntado cómo no ser melancólicos ahora que se derrumba la última utopía en que podía creer la juventud. De manera que, según ellos, el marxismo, tal como se realizó en el Este europeo, era el único ideal posible.
Estos interlocutores confunden utopía e ideal. Porque una utopía que se realiza defectuosamente, en condiciones penosas, una utopía que se ha pervertido, hay que desecharla lo más rápidamente posible y no llevar el luto por ella. Al contrario, hay que alegrarse de que desaparezca una ilusión. Esto no impide poseer un ideal y un objeto de la existencia, que habrá que encontrar para sustituir este fin preconstruido, mítico, demasiado intelectual, rodeado a menudo por una verdadera sacralidad.
Así, al mismo tiempo, hay un escepticismo necesario respecto a ciertas formas de ideal que tuvieron vigencia en el pasado, y una atención para mantenerse en el futuro con unas nuevas tareas, unos nuevos problemas, y con un respeto hacia éstos que impida convertirlos en mitos. Si llegamos a tener la sensación de que nuestras fuerzas no son suficientes, o de que no hemos logrado convencer a los otros sobre la justicia de los fines que definimos o los problemas que estimamos más urgentes, nos asaltarán, qué duda cabe, la melancolía y la tristeza. Pero no quisiera que la modernidad o la postmodernidad estuvieran necesariamente vinculadas con la esfinge de la melancolía. Prefiero en todo caso a los hipogrifos de la idealidad, de una idealidad un poco loca, incluso, que el hombre pueda seguir inventando.
Jean Starobinski
Nació en Ginebra en 1922. Es uno de los más grandes intelectuales del siglo. Desde 1958 hasta 1985 fue catedrático de historias de las ideas en la Universidad de Ginebra, a la vez que enseñaba literatura francesa e historia de la medicina.
En su obra de gran ensayista ha abordado sobre todo la literatura y la historia de las ideas, aunque también historia de la medicina (especialmente la historia del pensamiento psicológico) destacando su modo pionero de tratar el problema de la máscara y de la melancolía.
Su obra está dotada de la mejor tensión literaria. Jean Starobinski es miembro de la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung, de la British Academy y de la American Academy of Arts and Sciencies. Ha recibido el Premio europeo del ensayo, Veillon (1984), el Premio Balzan (Roma, 1984), el Premio Mónaco (1988), el Premio Goethe (1994) y el Premio Jaspers.
lunes, 5 de abril de 2010
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