(Emil Cioran)
3 octubre 1966
Esta noche, hacia las 23 horas, me he encontrado con Beckett. Hemos entrado en un bar. Hemos hablado de esto y lo otro, de teatro y después de nuestras respectivas familias. Me ha preguntado si estaba trabajando. Le he dicho que no, le he explicado la nefasta influencia del budismo, que no ceso de frecuentar en mis actividades de escritor. Toda la filosofía hindú ejerce sobre mí efectos anestésicos, y después le he dicho que he llegado a sacar las consecuencias de mis teorías, que me he convencido a mí mismo de lo que he escrito y que he llegado a ser mi discípulo, y que, si quería volver a ser escritor, necesitaría seguir el camino inverso al que he recorrido.
No sé, pero debía de haber algo triste y lastimoso en mí, pues, cuando nos hemos separado, Beckett me ha dado dos palmaditas en el hombro, como se hace con alguien a quien se cree perdido y para darle muestras de simpatía, al tiempo que se le quiere dar a entender que no debe preocuparse, que todo saldrá bien. En realidad, merecía piedad y aliento. ¡Qué desarmado estoy ante el mundo! y lo más grave es que veo por qué no hay que estarlo.***
El otro día divisé en una alameda secundaria del parque del Luxemburgo a Beckett, que estaba leyendo un periódico más o menos como lo haría uno de sus personajes. Estaba ahí en una silla, con aire absorto y ausente, como es habitual en él. Con aspecto un poco enfermo también. Pero no me atreví a abordarlo. ¿Qué decirle? le quiero mucho, pero más vale que no hablemos. ¡Es tan discreto! ahora bien, la conversación exige un mínimo de abandono y farsa: es un juego. Ahora bien, Sam es incapaz de ello. Todo en él revela al hombre del monólogo mudo.
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Acaba de telefonearme la mujer de Beckett. Tiene una voz muy hermosa. Hace casi dos años que no me llamaba. Me da una noticia muy buena. Según parece, Sam está fuera de peligro. El absceso que tenía en el pulmón ha cicatrizado, al parecer. Esa noticia ha representado un verdadero alivio para mí. Como me habían dicho que era de temer lo peor, sentía opresión sólo de pensar que un hombre tan habituado a lo horrible tuviera aún que experimentarlo en su carne. Sam es un hombre extraordinario y, sin embargo, atractivo, el único contemporáneo increíblemente noble.
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20 febrero
Anoche, velada con los Beckett. Sam estaba en forma, locuaz incluso. Me contó como había pasado al teatro por azar, porque necesitaba un solaz, después de haber escrito novelas. No pensaba que lo que era una simple distracción o un ensayo fuese a cobrar semejante importancia. Ahora bien, añadió que escribir una obra dramática representa muchas dificultades, porque hay que limitarse y eso le intrigaba y le tentaba, después de la gran libertad, la arbitrariedad y la auténtica falta de límite de la novela. En una palabra, el teatro entraña convenciones: la novela ya no supone casi ninguna.
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26 septiembre
Anoche, velada excelente con Sam y Suzanne. Si el adjetivo “noble” tiene sentido, es aplicable a Sam, está hecho para él.
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Mañana espléndida, divina, en el parque del Luxemburgo. Veía a la gente pasar y volver a pasar y me decía que nosotros, los vivos (¡los vivos!), estamos aquí sólo para rozar por un tiempo la superficie de la tierra. En lugar de mirar la jeta de los que pasan, miraba sus pies y todas esas personas no eran para mí sino pasos, pasos que iban en todas direcciones, danza desordenada a la que sería vano prestar atención… En esas reflexiones estaba, cuando, al levantar la cabeza, he divisado a Beckett, hombre exquisito, cuya presencia surte un efecto singularmente benéfico. La operación de cataratas, en un solo ojo de momento, ha salido muy bien. Empieza a ver de lejos, cosa que no podía antes. “Voy a acabar volviéndome un extrovertido”, me ha dicho. Los comentaristas futuros tendrán que encontrar la razón, he añadido yo.
Emil Cioran, Cuadernos
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