sábado, 27 de marzo de 2010

Stevenson o el Teorema de la Vivilidad de la vida

La defensa de los ociosos
Robert Louis Stevenson
Trad. de Carlos García Simón
Gadir. Madrid, 2009


Este breve y poco conocido ensayo de Robert Louis Stevenson, publicado en 1860, es un pequeño canto a la vida.
 Stevenson, lector impenitente, recomienda la lectura, pero antepone la vida a los libros; elogia la diligencia, pero se ensaña con aquellos que sólo se ocupan en ser diligentes y «resultan secos, rancios y dispépticos en las mejores y más brillantes etapas de la vida». Y nos recuerda que «No hay deber que infravaloremos más que el deber de ser felices. Siendo felices, vamos sembrando por el mundo anónimos beneficios, que nos son desconocidos incluso a nosotros mismos y que, cuando eclosionan, a nadie sorprenden más que al benefactor».

Ya entonces se quejaba de los tiempos "modernos" que nos fuerzan a todos a trabajar, a entrar en una profesión, como si de un decreto ley se tratara. ¿Quién se contenta con tener lo suficiente para mirar alrededor? No la ociosidad de no hacer nada, sino la de hacer muchas cosas no reconocidas por el sistema. La de los que rehusan entrar en la carrera por un puñado de monedas y se quedan tumbados al borde del camino. No se los puede mandar a la cárcel, pero sí se los puede enviar al manicomio. Ya la escuela educa para eso: "la mayor parte de los chicos pagan tan caras sus medallas que nunca más vuelven a tener ya una sola moneda en sus bolsillos y se lanzan al mundo en bancarrota".

La educación para los libros, para el conocimiento, sin duda beneficioso, no deja de ser un pálido sustituto de la vida; es como quedarse sentado mirando absorto un espejo, y demasiada lectura impide pensar. Ninguna migaja de ciencia puede sustituir las rarezas que se aprenden haciendo novillos. Lo que no se aprende en la calle no se aprende en ninguna parte. Darse una vuelta por el suburbio; huir al campo, fumarse una pipa al pie del arroyo, meditando "en los abismos y espesuras del camino", antes de ser arrojado al mundo pertrechado de saberes, si esto no es una educación, entonces, ¿qué lo es?

Pero no hay maestros para la paz y la satisfacción. Mirar y escuchar con atención, mantener siempre una sonrisa, es la verdadera educación. Solo mirando alrededor se aprenden los "cálidos hechos de la vida". La ciencia es ardua y es fría. Tocar el violín, distinguir un buen puro, saber dirigirse con tino a cualquier tipo de persona, he ahí el único arte realmente útil. Muchos de los que se consagran a los libros salen al mundo con "un comportamiento de viejo", "como de búho", groseros y patéticamente estúpidos, aunque amasen una fortuna. Y en cambio ahí está el ocioso, ha tenido tiempo de cuidarse, ha vivido al aire libre; "y si bien nunca ha leído el Gran Libro en todos sus recónditos pasajes, se ha bañado en él y lo ha ojeado de cabo a rabo con excelentes resultados".

Stevenson se refiere así a todo un Arte de vivir, a la sabiduría del ocioso. Su irónica indulgencia para con la vida le impedirá encontrase alguna vez entre los dogmáticos. Ni verdades fuera de toda duda, ni falsedades evidentes.
Estar extremadamente ocupado es el paradójico síntoma de una falta de vitalidad. Toda una clase de muertos en vida, de gentes grises, apenas conscientes de vivir, carentes de curiosidad, con la mente vacía ya a los cuarenta años, almas empequeñecidas, que nunca ceden a las contingencias de la vida y permanecen donde están, que solo piensan en el premio. No han escalado por los vagones, no han mirado a las chicas, sus miradas son penosas... Su mujer, sus hijos, sus amigos sufren a su alrededor.

"Es inútil hablar con gente así: jamás podrán estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y así, cuando no se dedican a moler grano furiosamente en el molino dorado, pasan sus horas en una especie de coma. Cuando no han de ir a la oficina, todo este palpitante mundo está para ellos vacío. Si han de esperar un tren durante una hora o más, caen en un estúpido trance con los ojos en blanco. Al mirarlos, podríais suponer que no hay nada que ver y nadie con quien hablar, podríais suponer que están paralizados o alienados".
"Dejad a estos hombres en medio del campo o subidlos a bordo de un barco y vereis como añoran su escritorio y su despacho".

La facilidad para mantenerse ocioso, en cambio, implica una diversidad de deseos y un fuerte sentido de la identidad personal. Y no es cierto que el trabajo sea lo más importante en la vida de una persona. El espectador que mira y aplaude no cumple un papel menos importante que la orquesta. El que hace reír, el que ameniza con una buena compañía no es un benefactor menor. Los placeres no forzados de la vida, y no el esfuerzo y el sufrimiento, son la única bendición. Todo lo demás es mezquindad. A los niños hay que animarles a reír, y un hombre feliz "vale más que un billete de cinco libras": "su entrada en una habitación es como si se hubiera encendido una vela". Ellos demuestran en la práctica el gran Teorema de la Vivilidad de la Vida.
El precepto de Stevenson es revolucionario: "Si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, ociosa debe permanecer". El programa incluiría "casas de acogida" y una Moral social que impida convertir a esta persona en un ser indigesto, malhumorado y desquiciado, y, en definitiva, en un elemento maligno para la vida de los demás, que serían más felices si estuviera muerta. ¿A qué viene tanto agobio? El mundo tiene muy poco interés en nosotros, y las filas de la vida están muy apretadas... El mundo es "tan insignificante que la mente se hiela al pensarlo":

"Supongamos que Shakespeare hubiese sido golpeado en la cabeza una oscura noche...; el mundo hubiera continuado mejor o peor su curso, el cántaro hubiera seguido yendo a la fuente, la hoz al grano y el estudiante a sus libros; y nadie hubiera notado la pérdida".

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