W. H. Auden.
Doce poemas
Asilo de ancianos
Todos poseen un límite: cada uno
tiene un matiz de daño muy distinto. La élite
es capaz de arreglarse por sí misma,
caminar apoyada en un bastón,
leer completo un libro, interpretar
movimientos de fáciles sonatas.
(Pero acaso la libertad carnal
es el veneno del espíritu:
conscientes de lo que ha sucedido y el porqué
abominan su tristeza sin lágrimas.)
Luego vienen los de silla de ruedas, el promedio
que soporta la tele
y guiado por amables terapeutas
canta en comunidad.
Después los solitarios que musitan
palabras en el limbo, y al final
los que ya son del todo incompetentes
y como una parodia de las plantas
(ellas pueden sudar sin ensuciarse).
No obstante, hay algo que los une:
todos aparecieron cuando el mundo,
a pesar de sus males,
era más habitable y más vistoso
y los viejos tenían auditorio
y un lugar en la tierra.
(El niño reprendido por su madre
podía refugiarse con la abuela para ser consolado
y escuchar algún cuento.)
Hoy ya todos sabemos qué esperar,
mas su generación es la primera
que se ha desvanecido de este modo:
no en casa sino asignada a un pabellón, arrojada
como se arrumban fardos indeseables.
Mientras voy en el Metro para estar
media hora con una del asilo,
recuerdo quién fue ella en su esplendor.
Entonces visitarla era un orgullo
y no una caridad.
¿Seré tan frío como para esperar
un somnífero rápido, indoloro;
o bien para rogar, como ella ruega,
que Dios o la naturaleza precipiten
su función terrenal?
(1970)
[Versión de José Emilio Pacheco]
Canción de cuna
El estrépito del trabajo queda mitigado,
otro día ha llegado a su ocaso
y se ha cernido el manto de la oscuridad.
¡Paz! ¡Paz! Desprovee tu retrato
de sus vejaciones y descansa.
Tu ronda diaria ha concluido,
has sacado la basura,
respondido algunas cartas aburridas
y pagado una factura a vuelta de correo,
todo ello frettolosamente.
Ahora tienes permiso para yacer,
desnudo, aovillado cual quisquilla,
recostado en la cama, y disfrutar
de su acogedor microclima:
canta, Grandullón, canta arrorró.
Los antiguos griegos se equivocaban:
Narciso es un vejete,
domado por el tiempo, liberado al fin
de la lujuria de otros cuerpos,
racional y reconciliado.
Durante muchos años envidiaste
al hirsuto, el tipo machote.
Ya no: ahora acaricias
tu carne casi femenina
con enorgullecida satisfacción,
imaginando que eres
inmaculado e independiente,
calentito en la madriguera de ti mismo,
madonna y bambino:
canta, Grandullón, canta arrorró.
Deja que tus últimos pensamientos sean todo agradecimiento:
ensalza a tus padres que te dieron
un Super Ego de fuerza
que te ahorra tantas molestias,
llama a amigos y seres queridos por doquier,
luego rinde justo tributo
a tu edad, a haber
nacido cuando naciste. En la adolescencia
se te permitió conocer
hermosas antiguallas
que pronto desaparecerían de la faz de la tierra,
locomotoras de caldera vecinal, motores de balancín
y ruedas hidráulicas de admisión superior.
Sí, amor mío, has tenido suerte:
canta, Grandullón, canta arrorró.
Ahora a caer en el olvido: que
la mente del vientre se apropie
por debajo del diafragma,
del dominio de las Madres,
quienes vigilan las Puertas Sagradas,
sin cuyas mudas advertencias
el yo verbalizador pronto
se convierte en un déspota despiadado,
lascivo, incapaz de amar,
desdeñoso, hambriento de estatus.
Si te acecharan los sueños, no les hagas caso,
pues todos ellos, tanto los dulces como los horrendos,
Son bromas de dudoso buen gusto,
demasiado insípidas para hacerles caso.
canta, Grandullón, canta arrorró.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Dichtung und wahrheit
Este poema que deseaba escribir debería haber expresado exactamente lo que quiero decir cuando pienso
las palabras Te amo, pero no puedo saber exactamente qué quiero decir;
debería haberme resultado manifiestamente verdadero, pero las palabras no pueden
verificarse a sí mismas. Así que este poema quedará sin escribir. Eso no importa.
Llegas mañana; si estuviera escribiendo una novela en la que ambos fuéramos personajes,
sé exactamente cómo te recibiría en la estación: adoración en la mirada; en la lengua
guasa y lascivia.
Pero ¿quién sabe cómo te recibiré exactamente? ¿La Dama Bondad?
Vaya, esa sí que es una idea. ¿Se podría escribir un poema (un tanto desagradable, quizá) sobre Ella?
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Los mundos ficticios e intemporales
de significado manifiesto
no deleitarían;
uno fuera el nuestro
uno temporal donde nada
es lo que parece.
Un poema; un cuento:
pero cualquiera bueno
nos empuja a querer saber.
Sólo los pájaros poco melodiosos,
guerreros inarticulados,
necesitan un plumaje llamativo.
En una casa de citas, tanto
las damas como los caballeros
tienen motes únicamente.
El Mal enmudecido
tomó prestado el lenguaje del Bien
y a ruido lo redujo.
Un día triste y árido.
¿Qué falsedad pirata
ha decapitado tu raudal de Verdad?
En momentos afortunados parecemos a punto
de decir de veras lo que creemos que creemos:
pero, incluso entonces, el ojo honrado debería guiñar.
La Naturaleza, consecuente y augusta,
no puede enseñarnos qué escribir o hacer:
con Ella lo real siempre es cierto,
y lo que es cierto también es justo.
El tiempo te ha enseñado
cuanta inspiración
te aportaron tus vicios,
la deuda de la imaginación
con la tentación
a la que cediste,
que más de un hermoso
verso expresivo
no habría existido,
si hubieras ofrecido resistencia:
como poeta, tú
sabes que es cierto,
y aunque en la Iglesia
a veces rezas
para sentirte contrito,
no funciona.
felix culpa, dices:
igual tienes razón.
Esperas, sí,
que tus libros te justifiquen,
te salven del infierno:
aun así,
sin parecer triste,
sin que en modo alguno
dé la impresión de que te culpa
(no le hace falta,
bien sabe
a qué hace caso
un enamorado del arte como tú),
Dios puede hacer
el Día del Juicio,
que te deshagas en lágrimas de vergüenza,
recitando de memoria
los poemas que
habrías escrito, si
hubiera sido digna de ti.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas]
La historia de la verdad
En aquellos tiempos en que ser era creer,
la Verdad era el summum de muchos creíbles,
más previa, más perpetua, que un león con alas de murciélago,
un perro con cola de pez o un pez con cabeza de águila,
en absoluto como los mortales, en tela de juicio por sus muertes.
La Verdad era su modelo mientras se afanaban en construir
un mundo de objetos perdurables en los que creer,
sin creer que la loza de barro y la leyenda,
el pórtico y la canción, eran veraces o embusteros:
la Verdad ya existía para ser cierta.
Esto ahora que, práctica como los platos de plástico,
la Verdad es convertible en kilovatios,
lo último por lo que nos regimos es un antimodelo,
alguna falsedad que cualquiera puede desmentir,
una nada en cuya existencia nadie tiene por qué creer.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas]
La ley como el amor
La Ley, dicen los jardineros, es el sol,
la Ley es aquello
que todos los jardineros obedecen
mañana, ayer, hoy.
La Ley es la sabiduría de los viejos,
rezongan lánguidos los abuelos impotentes;
los nietos sacan una lengua atiplada,
la Ley es la razón de la juventud.
La Ley, dice el sacerdote con mirada piadosa,
explicándose ante una congregación impía,
la Ley es las palabras en mi piadoso libro,
la Ley es mi púlpito y mi campanario.
La Ley, dice el juez con su mirada de menosprecio,
hablando con claridad y suma dureza,
la Ley es como ya os dije,
la Ley es como, supongo, sabéis es
la Ley, pero dejadme que os lo explique otra vez,
la Ley es La Ley.
Sin embargo, los eruditos cumplidores de la ley escriben:
la Ley no acierta ni se equivoca,
la Ley no es más que crímenes
castigados por lugares y épocas,
la Ley es la ropa que llevan los hombres
en cualquier momento, en cualquier lugar,
la ley es Buenos Días y Buenas Noches.
Otros dicen, la Ley es nuestro Destino;
otros dicen, la Ley es nuestro Estado;
otros dicen, otros dicen
la Ley ya no existe,
la Ley ha desaparecido.
Y siempre la muchedumbre furiosa y vociferante,
muy furiosa y muy vociferante,
la Ley somos nosotros,
y siempre el débil idiota débilmente Yo.
Si nosotros, cariño, sabemos que no sabemos más
que ellos sobre la Ley,
si yo no sé más que tú
qué deberíamos y no deberíamos hacer
salvo que todos aceptamos
de buen grado o por fuerza
que la Ley es
y que todos lo sabemos,
si por tanto pensando que es absurdo
identificar la Ley con otra palabra,
a diferencia de tantos hombres
no puedo decir que la Ley es otra vez,
no más que ellos podemos sofocar
el deseo universal de descubrir
o zafarnos de nuestra propia situación
hacia una condición indiferente.
Aunque al menos puedo limitar
tu vanidad y la mía
a expresar tímidamente
una tímida similitud,
alardearemos de todos modos:
como el amor, digo yo.
Como el amor que no sabemos dónde o por qué,
como el amor que no podemos imponer ni abandonar,
como el amor que a menudo lloramos,
como el amor que rara vez conservamos.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Lo primero es lo primero
Desvelado, yací en los brazos de mi propio calor y escuché
una tormenta que paladeaba su condición de tormenta en la oscuridad invernal
hasta que mi oído, como ocurre cuando estoy medio dormido o medio sobrio,
se afanó en desentrañar ese alboroto exclamativo,
trocando sus etéreas vocales y acuosas consonantes
en un discurso de amor indicativo de un Nombre Propio.
Difícilmente la lengua que hubiera escogido yo, y sin embargo, en la medida
en que lo permitían la estridencia y la torpeza, te elogiaba,
reconociéndote como una criatura divina de la Luna y el Viento del Oeste
con poder para domar monstruos reales e imaginarios,
comparando tu aplomo vital con un condado montañés,
verde a posta por aquí, por allá puro azul por si trajera suerte.
A pesar de lo estruendoso que era, a solas como sin duda me encontró,
reconstruyó un día de silencio peculiar
en que un estornudo podría haberse oído a una milla, y me permitió caminar
sobre un promontorio de lava a tu lado, la ocasión tan eterna
como la mirada de cualquier rosa, tu presencia exactamente
tan singular, tan valiosa, tan allí, tan ahora.
Todo ello, además, a una hora en la que más a menudo de lo que quisiera
un diablo sonriente me molesta en hermoso inglés,
prediciendo un mundo en el que todo lugar sagrado
es un yacimiento cubierto de arena al que acuden todos los tejanos cultos,
desinformados y desplumados por sus guías,
y todos los corazones mansos se han extinguido cual Obispos Hegelianos.
Agradecido, dormí hasta una mañana que no dijo
cuánto creía de lo que, según yo, había dicho la tormenta
sino que discretamente hizo que me fijara en lo que había hecho
(unos cuantos metros cúbicos más en mi cisterna
contra un verano leonino), estableciendo prioridades:
miles han vivido sin amor, nadie sin agua.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y
otros poemas.]
Musée des beaux-arts
Acerca del dolor jamás se equivocaron
los Antiguos Maestros. Y qué bien entendieron
su función en el mundo. Cómo llega
mientras alguno cena o abre la ventana
o nada más camina sin objeto.
cómo, mientras los viejos aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá siempre
niños sin mayor interés en lo que ocurre,
patinando
en el estanque helado a la orilla del bosque.
No olvidaron jamás
que el eterno martirio ha de seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos rincones,
donde viven los perros su perra vida
y la yegua del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un árbol.
Por ejemplo, en el Ícaro de Brueghel:
con qué serenidad
todo parece lejos del desastre.
El labrador oyó seguramente
el rumor de las aguas y el grito inconsolable.
Pero el fracaso no lo conmovió:
brillaba el sol como brilló en el cuerpo blanco
al hundirse en las aguas verdes.
Y la elegante y delicada nave
debió haber visto lo inaudito:
la caída de un niño que volaba.
Pero el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.
[Versión de José Emilio Pacheco.]
No habrá paz
Aunque el tiempo suave y despejado
sonríe de nuevo sobre el condado de tu estima
y sus colores regresan, la tormenta te ha cambiado:
no olvidarás, nunca,
la oscuridad que borra la esperanza, la tempestad
que profetiza tu perdición.
Debes vivir con tu conocimiento.
Muy atrás, más allá, fuera de ti hay otros,
en ausencias sin luna de los que nunca supiste,
quienes desde luego supieron de ti,
seres de género y número desconocidos:
y no les gustas.
¿Qué les has hecho?
¿Nada? Nada no es una respuesta:
llegarás a creer (¿cómo vas a evitarlo?)
que se lo hiciste, que les hiciste algo;
te encontrarás deseando poder hacerles reír,
ansiarás su amistad.
No habrá paz.
Contraataca, pues, con todo el valor que tengas
y todas las maneras canallas que conozcas,
con la tranquilidad de conciencia de que
su causa, si la tuvieron, no les importa ahora en absoluto;
odian simplemente por odiar.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Nosotros también habíamos conocido momentos dorados...
Nosotros, también, habíamos conocido momentos dorados
en los que cuerpo y alma estaban en sintonía,
habíamos bailado con nuestros amores verdaderos
a la luz de una luna llena,
y nos habíamos sentado con los sabios y los buenos
mientras las lenguas cobraban ingenio y alegría
degustando algún noble plato
directo de Escoffier;
habíamos sentido la gloria indiscreta
que las lágrimas reservan aparte.
Y a la grandiosa usanza de antaño
habríamos cantado con el corazón henchido.
Pero, objeto de zarpazos y chismorreos,
por parte de la promiscua multitud
transformados por ardid de los editores
en hechizos para confundir a la muchedumbre,
todas las palabras como Paz y Amor,
todo discurso afirmativo y cuerdo,
había sido mancillado, profanado, degradado
hasta tornarse horrendo chirrido mecánico.
Ningún estilo moderado sobrevivió
al pandemonio
salvo el burlón, el sotto-voce,
irónico y monocromo:
y ¿dónde íbamos a encontrar refugio
para la dicha o el mero contento
cuando apenas nada quedaba en pie
salvo el suburbio de la disensión?
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Otro tiempo
Para nosotros como cualquier otro fugitivo,
como las innumerables flores que no pueden enumerar
y todas las bestias que no necesitan recordar,
es hoy donde vivimos.
Muchos intentan decir Ahora No,
muchos han olvidado cómo
decir Yo Soy, y se
perderían, si pudieran, en la historia.
Se inclinan, por ejemplo, con esa elegancia del viejo mundo,
ante una bandera adecuada en un lugar como es debido;
mascullan cual ancianos mientras suben renqueando
sobre lo Mío y lo Suyo y lo Nuestro y lo de Ellos.
Como si el tiempo fuera lo que solían desear
cuando aún estaba dotado de posesión,
como si anduvieran errados
al no desear seguir formando parte.
No es de extrañar, pues, que tantos mueran de pena,
que tantos estén tan solos al morir;
nadie ha creído aún ni apreciado una mentira:
Otro tiempo tiene otras vidas que vivir.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Salta antes de mirar
La sensación de peligro no debe desaparecer:
el camino es sin duda tan breve como escarpado,
por muy paulatino que parezca desde aquí;
mira si quieres, pero tendrás que saltar.
Los hombres duros se ponen sensibleros en sueños
y quebrantan las ordenanzas que cualquier necio puede respetar;
no es la convención sino el miedo
lo que tiene tendencia a desaparecer.
Los esfuerzos cavilosos de la masa atareada,
la suciedad, la imprecisión y la cerveza
rinden unas cuantas agudezas todos los años;
ríete si puedes, pero tendrás que saltar.
Las prendas que se considera adecuado vestir
no serán baratas ni prácticas,
mientras consintamos en vivir cual ovejas
y nunca mencionar a quienes desaparecen.
Mucho cabe decir a favor del desparpajo social,
pero alegrarse cuando no hay nadie
es más difícil incluso que el llanto;
nadie mira, pero tienes que saltar.
Una soledad de diez mil brazas de hondura
sustenta el lecho en el que yacemos, cariño:
aunque te quiero, tendrás que saltar;
nuestro ensueño de seguridad debe desaparecer.
[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
Un paseo después de anochecer
Una noche despejada como ésta
puede hacer que el espíritu remonte el vuelo:
tras un día agotador
el espectáculo de precisión es
impresionante a su manera dieciochesca
un tanto sosa.
Sosegó mucho la adolescencia
encontrar una mirada de tal descaro;
las cosas que hacía yo no podían
ser tan ultrajantes como decían
si eso iba a seguir ahí
una vez muertos los ultrajados.
Ahora, desprevenido ante la muerte
pero ya en esa etapa
en que a uno empiezan a fastidiarle los jóvenes,
me alegra que esos puntos en el cielo
puedan también contarse entre
las criaturas de mediana edad.
Resulta más acogedor pensar en la noche
más como un Hogar para Ancianos
que un cobertizo para una máquina sin mácula,
que la roja luz precámbrica
ha desaparecido como la Roma imperial
o yo mismo a los diecisiete.
Sin embargo, por mucho que nos guste
el estilo estoico en que
escribían los autores clásicos,
sólo los jóvenes y los ricos
tienen el valor o la figura para acertar con
la nota lacrimae rerum.
Pues el presente acecha allende
como el pasado y sus agraviados de nuevo
gimen y se les deja de lado,
y la verdad no se puede ocultar;
alguien escogió su dolor,
pasó lo que no tenía por qué haber pasado.
Ocurriendo esta misma noche
sin ceñirse a ninguna regla probada,
es posible que algún acontecimiento haya lanzado
su primer pequeño No al derecho
nuestro mundo posdiluviano:
pero las estrellas siguen ardiendo en lo alto,
ajenas a finales definitivos,
mientras regreso a casa para acostarme,
preguntando qué juicio aguarda a
mi persona, todos mis amigos,
y estos Estados Unidos.[Versión de Eduardo Iriarte: Canción de cuna y otros poemas.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario