miércoles, 24 de marzo de 2010

La historia de mi mujer, de Milán Füst: ¿contemplar la misma flor a lo largo de toda la vida?

HISTORIA DE MI MUJER
MILÁN FÜST
TRAD. DE TERESA RUIZ ROSAS
GALAXIA GUTEMBERG. BARCELONA, 2009

Milán Füst fue escritor, poeta y dramaturgo. Estudió economía y derecho en Budapest y se convirtió en profesor de una escuela de negocios. En 1918 se transformó en el director de la compañía teatral Vörösmarty. Mucho de lo que escribió en la primera parte de su vida se ha perdido. Sin embargo, sus años posteriores lo vieron alcanzar la gloria como autor: recibió el premio Kossuth en 1948, y hasta se lo consideró para el Nobel en 1965.
En 1928 sufrió una crisis nerviosa que le obligó a pasar seis meses en un sanatorio mental en Baden-Baden. Desde 1904 venía escribiendo su largo Diario. Sin embargo, buena parte de su obra, la que se desarrolla de 1944 a 1945 fue, posteriormente, destruida.
Publicada en 1942, La historia de mi mujer es una obra clave dentro de la literatura húngara del siglo xx, y la más laureada de su autor. Escrita en un tono descarnado e irónico que en ocasiones roza el esperpento, la novela se inscribe en la línea de autores centroeuropeos como Musil.

No es posible abarcar esta magnánima novela en un breve comentario. Les doy tan solo el primer párrafo y algunos sabrosos fragmentos, y alguien me dirá, de entre la generación de los nuevos "bolaños" o infrarrealistas, si no es para caerse de espaldas y si es que hay, después de todo, algo nuevo bajo el sol: "Que mi mujer me engañaba, lo presentí hace tiempo. Pero con ese... Yo mido más de metro ochenta y peso noventa kilos; un grandullón, pues, como dice la gente, con que lance un escupitajo, el tipo se cae muerto" El desafío de entrada sigue conmovedoramente su curso con el relato retrospectivo de cómo el narrador conoció a esta sospechosa mujer entre todas las mujeres, en el preciso momento en que ya no sabía qué hacer con su vida:

"Al final fui a dar con un psicoanalista. Y quién sabe si le debo a él mi mayor infortunio.
-Las mujeres -me dijo aquel psicoanalista-, las mujeres.
Y parpadeó mientras me miraba significativamente a los ojos.
Pues bien, las mujeres; echemos una mirada en torno. Pero ni siquiera eso fue necesario, ya que justo entonces conocí a mi futura esposa.
Era una chica francesa muy coqueta, muy cosquillosa, se reía mucho, sobre todo de mí, y cuando se reía de mí se reía tanto que parecía que estuvieran haciéndoles cosquillas en ese preciso instante. [...] Era una pecadora, eso lo percibí de inmediato, una pecadora. Pero a mí eso no me afectaba porque me sentía muy bien con ella. [...] En una palabra era inteligente, muy inteligente. Pero también hábil, porque aprendió a una velocidad sorprendente cómo hay que tratar conmigo. No se oponía a nada y eso es lo correcto: ¡que haga yo lo que se me antoje! Y ya lo digo: de todo eso se habría podido inferir cierta experiencia en el trato con hombres, pero yo no quería tenerlo en consideración, lo deseché de entrada. 'Si me gusta, me caso con ella, ¿a qué tanto meditar?', pensé, puesto que los hombres de mar no somos, ni por asomo tan dados a la cavilación como los de tierra firme; digo esto porque he visto lo suficiente cuánto reflexionan estos últimos hasta tomar una decisión. Pero ¿nosotros?".

El lector no se imagina los innumerables misterios, altercados, pesadillas, miserias y ambivalentes éxtasis que siguen al ambiguo encuentro del narrador con esta sospechosa mujer entre todas las mujeres, a lo largo de más de cuatrocientas páginas antes del final extraordinario. Hasta el punto de que el personaje, al que todos llaman "el capitán", se ve arrastrado por segunda vez a acudir a un psicoanalista. El diálogo no tiene precio:

"Yo había acudido a él con las siguientes preguntas, por lo demás ridículas:
-¿Cómo es posible que yo dé un traspié después del otro en este mundo, como si estuviese borracho? ¿Que no sepa ordenar de ninguna forma esta dichosa vida mía? Todo está mal haga lo que haga. Ni yo puedo aprobar nada de cuanto hago ni digo. ¿O hay otros a quienes les ocurre lo mismo?
El psicoanalista se rió.
-Hasta a mí me ocurre -opuso con serenidad-. ¿Y cómo habría de ser de otro modo? Este mundo no está hecho de forma que se lo pueda ordenar. Obzwar ["por más que"] -añadió luego, y meditó un momentín-. Obzwar -repitió.
Era alemán el infeliz, y hacía ruido al masticar nueces, porque, según me explicó, quería quitarse el hábito de fumar.
-Hasta fumar, por si fuera poco; pero ¿qué le vamos a hacer? Si es así como se ha establecido la regla. Que al final tenga uno que renunciar a todas las costumbres a las cuales consiguió habituarse con tanta dificultad. ¿Por qué no se escapa usted? -me preguntó de repente-. Si alguien se puede dar el lujo, que Dios lo bendiga. -Comenzó a retorcerse las manos para ilustrar mi caso.
¿No era un hombre afortunado quien podía permitírselo? ¿Tenía yo una idea de lo afortunado que era? ¿De cuán privilegiada era mi situación? ¿Ser un capitán de barco, que se encuentra en condiciones de dar la espalda a toda esa miseria? ¿O era una obligación pasarse la vida entera haciendo siempre lo mismo? ¿Gimoteando por la misma mujer?
-No funciona, no funciona -dijo rígido-. Que se vayan al diablo. Todas.
Encendió un cigarrillo de la ira. Y lo esencial: era al analizar mi situación que se había puesto furioso. Y eso, pese a todo, era algo muy amable de su parte.
-¿O cuántas veces quiere pasar por la misma experiencia? La cosa no funciona. ¿Cuándo va a escuchar por fin su propia voz?
Con lo cual quebrantó por completo mi resistencia. Ha de saberse que de eso se trataba, eso era lo que anidaba en mí desde que tengo memoria, y seguía ahí latente. Que yo no quería creerme a mí mismo. Porque de ¿cuántas otras maneras tenía que darme a entender mi mujer que no me quería? ¿No era suficiente lo que había demostrado hasta ese momento? ¿Y yo me seguía rompiendo la cabeza con que si me quería o no me quería? Como si hubiese tenido que probar lo más recóndito de todas aquellas amargas dudas que arrastraba conmigo desde la infancia, el hecho de no entender ni alcanzar a conocer del todo esta vida.
Y entonces le confesé que justo ese era mi plan. Que llevaba semanas dándole vueltas. Marcharme de viaje sin siquiera decírselo a nadie. Que Dios me bendiga. Y negaría hasta mi nombre, tal como se niega el nombre de quien ya no está vivo; de modo que nadie sabría si yo estaba o no en el mundo.
Y que era por eso que había ido a buscarlo. Pues quería que, antes de marcharme a Londres, alguien diese testimonio de mi existencia dado que yo no tenía a nadie. Ni tendría a nadie en el futuro porque eso era lo que quería. Y que él qué pensaba, ¿daría resultado o no?
-Es cuestión de tomar una decisión firme -me respondió el psicoanalista con toda tranquilidad. Yo, por ejemplo, si estuviera en su lugar, lo haría; y aunque me costase la vida lo haría de todas formas. 'He muerto', es como reza la verdadera determinación -afirmó el señor psicoanalista-. Pero antes de morir volví a tomar fuerzas y me marché corriendo. Recibí una pequeña moratoria, la de poder vivir todavía un poco en alguna parte, como un extraño que ha caído allí por casualidad. ¿Y no es así la verdadera vida?
-¿Y no consiste todo en eso, por lo demás? -preguntó triunfante. ¿En que uno vuelva a recibir una moratoria, y de nuevo otra?".

Si el lector bien armado cree ya saber algo sobre el amor, o sobre las seducciones y tentaciones de las que se nutren hombres y mujeres, es decir, si cree tener la sartén caliente por el mango, donde se cocina la carne, lo desaprenderá todo en el trayecto antes incluso de llegar al final, que no es sopa de pescado: "Hoy creo ya con absoluta confianza, que un día, uno en que el sol brille mucho, volverá a aparecerse en alguna parte, en una calle vacía de gente, en alguna esquina, y aunque ya no esté tan joven, dará esos pequeños saltos suyos, característicos de su andar. Y a través de su abrigo negro brillará el sol. Apuesto por mi alma que será así. Si no, ¿para qué vivir? Porque es lo único que espero y esperaré mientras viva. Esto lo prometo. ¿A quién? No lo sé."

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