Publicado el 9/02/08 por Deriva
Deriva ha entrevistado a Enrique Vila-Matas, uno de los escritores hispánicos más importantes de la actualidad, traducido a 27 idiomas. Entre sus obras destacan Historia abreviada de la literatura portátil, Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos, El viaje vertical, Bartleby y compañía, El mal de Montano y Doctor Pasavento. Su última obra es el libro de relatos Exploradores del abismo.
Deriva: Pasolini decía que no concedía entrevistas debido a que le imponían una especie de estado esquizoide. ¿Quién responde, el autor -real- de carne y hueso o el personaje -ficticio- que resulta de la proyección del lector? En definitiva, ¿considera la entrevista como un género literario más o le otorga rango de confesión "real"?
Enrique Vila-Matas: Barthes, Monterroso, opinaban que era el único género literario inventado en el siglo XX. Hay libros de entrevistas a escritores muy superiores a cien novelas. En mi formación resultó casi decisivo el libro Opiniones Contundentes, colección de entrevistas a Vladimir Nabokov. Por aquellos mismos días, yo escuchaba y leía por todas partes entrevistas buenísimas a Borges. Y bueno, en The Paris Review Entrevistas (edición de Ignacio Echevarría), libro recientemente publicado, pueden encontrarse entrevistas muy valiosas; está la que le hacen a Vonnegut y también la de Cheever, por ejemplo. Y desde luego la de Faulkner, que tiene momentos brillantísimos y que es ya un clásico... Por otra parte, para mí una entrevista como la que estamos haciendo ahora se halla lejos de ser un simple trámite burocrático o una pérdida de tiempo a la que me vería obligado por estar reciente la publicación de un libro mío. Todo lo contrario. Estoy tenso, expectante, ilusionado ante lo que pueda suceder. En realidad, me tomo la entrevista como si en ella pudiera hallar -¿y por qué no?-, un filón nuevo de algo que en cualquier momento puede surgir de lo más inesperado, del fondo mismo -tal vez oculto incluso para usted- de alguna de sus preguntas, o quien sabe si del fondo menos consciente de alguna de mis respuestas.
El último relato de los que integran su libro Exploradores del abismo consiste en una reflexión acerca de la soledad del creador. Resulta curioso que, efectivamente, grandes obras como las de Montaigne, Proust, Sade o Cervantes sean fruto de una reclusión -voluntaria o no- por parte del autor. Kafka afirmaba que el lugar ideal de la escritura era una pequeña habitación al fondo de un larguísimo pasillo. Goethe hace decir a su Fausto Was kunstlich ist, verlangt Geschlossen Raum... Es decir, cuanto es artificio requiere clausura... ¿Es condición necesaria para el creador ser un "apestado" social, hablando en sentido figurado?
Creo recordar que Kafka hablaba, sobre todo, de un sótano para escribir. Y no es difícil, cuando le leemos, imaginarle escribiendo en ese sótano, debajo mismo del mundo real. Pero bueno, yo diría que, en el terreno de la escritura, el creador lo que realmente necesita poseer es un gran talento, un fino instinto, más que soledad, que también es importante, por supuesto, pues de lo contrario se da aquello tan desagradable de Thomas Mann, que no permitía a sus hijos jugar en casa cuando él escribía y los traumatizó considerablemente. He conocido jóvenes ricos de buenas familias a los que sus padres compraron sótanos maravillosos y no supieron escribir ni una sola línea que denotara talento. No obstante lo dicho, tienen todas mis simpatías los solitarios, los que se apartan. Por regla general, suelen gustarme más que los padres de familia. Me gustan los solitarios, los que andan perdidos por una carretera extraña, de noche... Al hilo de lo que usted me dice veo ahora surgir un tema al que desde siempre he dado ciertas vueltas y que daría para un libro entero: las oficinas de la literatura. La oficina del escribiente Bartleby en Wall Street, la de Kafka en la compañía de seguros de Praga, la de Pessoa en Lisboa, la oficina de abogado de compañía de seguros de Wallace Stevens... Los despachos podría ser el título de ese libro.
En sus libros anteriores usted explora tres posibles enfermedades literarias. La de aquellos escritores que no pueden seguir escribiendo (Bartleby y compañía), la de aquellos que no pueden dejar de escribir (El mal de Montano) y la del escritor que busca desaparecer a través de la propia escritura (Doctor Pasavento). Con Exploradores del abismo sus criaturas literarias parecen haber dado un nuevo paso (el único, quizás, posible) adelante, consistente en transitar por ese espacio (el abismo). ¿Era acaso una asignatura pendiente? ¿Cree que este libro funciona de algún modo homeopáticamente, es decir, curando la enfermedad literaria a través de la inoculación de aquello que corría el riesgo de paralizarla: el vértigo?
No es una enfermedad que tenga que curarse, creo yo. Es una noble y muy buena enfermedad. El mal de Montano lo poseía, sin ir más lejos, Alonso Quijano... Pero volvamos a Exploradores del abismo. Mire, cuando publiqué Bartleby y compañía me dijeron que había llegado a un callejón sin salida. ¿Qué pensaba escribir después de haber reflexionado sobre la lucidez de los que dejan de escribir? Para poder continuar me fui al otro extremo del bartlebysmo, me fui al mal de Montano, al mal de los que no pueden dejar de escribir. Pero cuando publiqué este nuevo libro, me dijeron que de nuevo estaba en un callejón sin salida. ¿Qué haría después de aquello? Escribí mis memorias de juventud en París (Paris no se acaba nunca) y luego narré en Doctor Pasavento la desaparición a través de la propia escritura, cómo ésta acababa desintegrándose en pequeños fragmentos de papel, en microgramas poéticos. Ahí sí que llegué a un verdadero callejón sin salida, pero no nos engañemos: me lo había buscado conscientemente. Porque en Doctor Pasavento había buscado –como nunca- espacios inéditos. En fin. Como me había plantado ante el abismo mismo, decidí que para continuar sólo tenía que hacer lo que en definitiva ya había hecho en los tres anteriores libros: seguir jugándomela, dar un paso más adelante, aunque en este caso el paso sería ya en el vacío; seguir mi camino narrativo dando un paso más allá; o, por decirlo con un título magnífico de un ensayo de Maurice Blanchot, dar El paso (no) más allá. Entonces, lo que hice fue instalarme en un espacio de exploración del vacío, del abismo. En esta ocasión, en lugar de llegar a un nuevo callejón sin salida, lo que hice fue cruzar un puente en el vacío y buscar que se abrieran para mí abismales perspectivas. Algo para mí está claro en todo esto: ya no puedo mirar ni volver atrás. “El drama contemporáneo estriba en que ya no podemos regresar a casa”, decía Nicholas Ray a Wim Wenders en la película sobre su vida y muerte en Nueva York. “No hay que volver atrás”, dice Blanchot. Y Sergio Pitol, que es quien mejor ha descrito hasta ahora mis pasos de solitario en una carretera perdida, definió así mi trabajo literario: “Desde el inicio de su obra, él se ha planteado con frecuencia una escena de descenso, una caída, el viaje interior en uno mismo, una excursión hacia el fin de la noche, la negativa absoluta de regresar a Ítaca; en síntesis: el deseo de viajar sin retorno”.
Un tópico vilamatiano es la imbricación ficción-realidad. La realidad como excusa para practicar la ficción pero -sobre todo- la ficción modelando y alterando la realidad, un asunto eminentemente cervantino, aunque quizás se ajusta más a escritores como Wilde (la naturaleza imitando al arte), Petronio o al mismo Rimbaud. Ejemplar es en este sentido el cuento Porque ella no lo pidió. ¿En algún momento ha sentido Vila-Matas la tentación de abandonar la escritura para mudarse definitivamente a la existencia "real" y allí interpretarla?
La tentación la he tenido, claro. Siempre me fascinó la imagen de Marcel Duchamp retirado, viviendo más allá de la pintura, jugando al ajedrez en el Café Melitón de Cadaqués... observado por mí, que entonces tenía 15 años y no sabía que aquel hombre había convertido su vida en una obra de arte. Siempre me tentó pasarme directamente a la vida, pero debo decirle que, si hiciera esto, necesitaría de un escritor que fuera el testigo de todo, que me siguiera y lo narrara, es decir, debería contratar a un escritor que contara cómo abandoné la escritura, me mudé a la existencia real y allí la interpreté. Dos únicas posibilidades ante esto: 1) pongo un anuncio en el periódico y busco a un escritor o escritora que esté dispuesto a contar lo que hice después de haber abandonado la escritura. 2) Lo escribo yo mismo; me invento a un escritor contratado que sigue mis pasos. Esta segunda posibilidad me remite precisamente a Sophie Calle (precisamente la protagonista de la historia real de Porque ella no lo pidió), que, ahora que recuerdo, a través de su madre contrató a un detective para que –sin saber que ella misma sería quien leería y publicaría el informe final- la siguiera... Veo una tercera salida a esta cuestión. Llamar a Sophie Calle y decirle que tengo algo qué proponerle y que no puedo decírselo por teléfono. Reunirme con ella en Barcelona o en París, o dónde sea, y proponerle que me escriba una historia que yo llevaré a la vida por espacio de un año máximo. ¿Me la escribiría ella? ¿Me enviaría a la guerra de Irak? ¿Me mandaría a la Patagonia? ¿O me obligaría a ponerme a escribir la historia de cómo intenté que Sophie Calle planificara mi vida durante un año? Respondiera ella como respondiera, seguro que daría pie a una historia, a un nuevo relato.
Siguiendo con los trasvases realidad/ficción... Un guionista escocés de tebeos empezó a mezclar realidad y ficción con el resultado de que al sosias de sí mismo, en su trabajo estrella, un insecto gigante le atacaba el rostro y al poco tiempo tuvo un problema similar –pero a menor escala, evidentemente- con una reacción alérgica ante algún insecto. Decidió revertir así el efecto: hizo que su personaje conociese a una pelirroja explosiva y a los pocos meses él mismo conoció a la que fue su novia durante un tiempo, una pelirroja explosiva y real. ¿Le han sucedido trasvases así, tanto buenos como malos, en la mezcla de realidad y ficción que realiza en sus textos? ¿Hay que creer por tanto en el fortis imaginatio generat casum, emblema dilecto del Dr. Pasavento?
Es un tema delicado éste. Porque muchos escritores sabemos que lo que escribimos muchas veces acaba pasando. Por ejemplo, le estoy contestando a esto en un sábado 2 de febrero, que tiene para mí connotaciones especiales (en el caso de que no lo tenga presente, consulte el relato El día señalado, de Exploradores del abismo, y verá por qué lo digo). No es que esté aterrado por esto ni que vaya a pasar toda la jornada con un gran temor, pero no puedo dejar de pensar en la clase de día en el que estamos hoy.
Kafka, que debía ejercer otros trabajos ajenos a la escritura para sobrevivir, afirma en sus diarios que un buen día escribiendo se traducía, al día siguiente, en una ominosa jornada de oficina donde nada le salía bien. Usted afirma que el trabajo de escritor, más que el glamour al que se le suele asociar, tiene que ver con el del ama de casa: encerrado o encerrada en casa todo el día. ¿Le sucede lo que a Kafka con, digamos, la aspiradora o la cafetera?
No manejo la aspiradora ni la cafetera. Se ha tomado usted demasiado literalmente eso de que hago de ama de casa. Cuando lo dije, me refería sobre todo al horario. En mi inmueble –viven más de cien personas-, ningún hombre que no esté parado, jubilado o enfermo, se queda por las mañanas en casa. Al principio de vivir en este inmueble, la gente no sabía a qué me dedicaba y la portera pensaba que o bien yo estaba en el paro o era un perfecto vago. Ahora hay mañanas en casa en las que me siento en paro y un perfecto vago, pero nadie me ve. Me dedico a tomar el sol y a pensar, actividad cada vez más rara en el mundo vertiginoso en el que nos movemos. Pero hay días en los que, a pesar de que nadie me ve, la mala conciencia me puede y acabo poniéndome a escribir... Por cierto, cuando era joven, yo soñaba que un gran taller de arquitectura (el de Ricardo Bofill para ser más concreto) me contrataba sólo para pensar. Había oído que en ese taller habían contratado a dos francotiradores de la literatura sólo para eso, para que tuvieran nuevas ideas. Y se decía por ahí que les habían puesto un despacho a cada uno. Y yo, pues, aspiraba a una cosa parecida. Pero no me llamaron nunca, claro. Debían pensar que sólo sabía tomar el sol.
Hay una novela de Georges Perec, La disparition que está escrita sin la letra “e” y en la que hay un capítulo que ha sido omitido. En otras novelas del autor francés el tema de la desaparición, el vacío, es un motivo recurrente. ¿Es de alguna manera, la obra de Vila-Matas, una escritura de la desaparición, ya sea el pasado que no podemos recordar –como decía Borges- o la inminencia de la muerte?
Desde que empecé a escribir, siempre me han preguntado por mi interés por el vacío, por la negatividad (véase Suicidios ejemplares, Hijos sin Hijos). Al principio, no sabía qué contestar, sólo sabía que me interesaba el otro lado de la luna. Me aburría profundamente todo lo que repetía lo real... Al hilo de lo que acabo de decirle, me acaba de llegar ahora un recuerdo de cuando era adolescente. De cuando, con quince años, fui por primera vez al Museo del Prado y vi que había gente que se dedicaba allí a pintar los cuadros ya pintados. No sabía que eso era normal. Luego vi que lo normal en España era eso, copiar lo ya hecho, lo ya aceptado por el sentido común. Y a mí me interesaba lo nuevo, lo que era diferente, lo nunca visto, etcétera. Un crítico francés citó recientemente un aforismo de Kafka a propósito de lo que escribo, y creo que no pudo resumir mejor lo que siempre he pretendido llevar a cabo a través de mi obra. El aforismo es éste: \"Hacer lo negativo es una tarea que tenemos impuesta, lo positivo nos está dado\"
En su obra se mezcla la ficción, el ensayo, la autobiografía, los libros de viajes, la crónica, como una forma más flexible de novela. ¿Es esto un aspecto por el que ha de transitar la novela de las nuevas generaciones?
Si elegí dedicarme a la literatura es porque es el terreno de la máxima libertad. Sería absurdo ahora que no viera con buenos ojos la fórmula de gran libertad creativa que ofrece cualquier mezcla de ficción, ensayo, autobiografía, dietario, libro de viajes y crónica. Yo llegué a unos primeros esbozos de esa fórmula en 1985, y lo hice de un modo completamente espontáneo, sin seguir moda alguna (entonces las desconocía casi todas). Llegué casualmente a la fórmula con Historia abreviada de la literatura portátil, donde se borraban ya muchas fronteras tanto entre la realidad y la ficción como entre la Historia con mayúsculas y las pequeñas andanzas de los fantasmas ambulantes de mis historias minúsculas.
Siempre se habla en literatura de “fronteras literarias”, “literaturas nacionales”, y muchas veces un autor se siente más afiliado a una tradición literaria distinta a la que tal vez se le impone recibir (Universidad, críticos, amigos, etc). Por otro lado, Goethe ya hablaba de Weltliteratur como una literatura sin fronteras. Usted es conocido entre otras cosas por su esfuerzo por difuminar estas fronteras. ¿No le parece que la literatura está todavía demasiado atada a los convencionalismos de los nacionalismos? En otras palabras, ¿no está la literatura demasiado politizada?
Por lo general, hoy en día las literaturas nacionales son el refugio de los mediocres. Quim Monzó decía el otro día que él puede tener mucho más que ver con un escritor belga que con un vecino de su escalera que escribe en catalán. Por supuesto, a mí me ocurre algo parecido y, además, cuando me sacan el tema de las literaturas nacionales cito al polaco Gombrowicz, que decía: “Cuando escribo, no soy ni chino ni polaco”. Está claro desde hace años que mi tradición literaria me la he buscado y construido yo mismo. Ahora bien, en honor a la verdad, debo decir que, cuando no tenía acceso a otras literaturas, la tradición literaria española estuvo presente de un modo esencial en los orígenes de mi formación como lector y también en los de mi vocación de escritor. Cuando entré en la universidad a los 16 años de edad, caí deslumbrado por la poesía del 27, concretamente por Cernuda, Salinas, Guillén, García Lorca y Aleixandre. Por Cernuda muy especialmente, que hasta me emocionaba y me hacía llorar delante de los amigos. Sin esas lecturas del 27, no sé muy bien si me habría interesado la escritura. También en esos días leía con gran admiración al poeta en catalán Gabriel Ferrater, un genio. Fue después cuando vi que había escritores en todas las partes del mundo y que, por tanto, podía abrirme a otras literaturas y que no hacía falta que para escribir contara sólo con la limitada –todas lo son- tradición literaria española o la catalana.
¿Usted cree en la inmortalidad de la literatura, o en cambio, como decía Roberto Bolaño, piensa que nada es inmortal, ni siquiera La Odisea o El Quijote?
En los tiempos de Víctor Hugo el escritor todavía podía pensar en que su obra acabaría siendo inmortal, pero ese concepto –al menos que yo sepa- ha cambiado. Ahora, por ejemplo, sospechamos que la NASA nos oculta un aerolito que se dirige hacia la tierra y que puede estallar en ella en cualquier momento. Ahora sabemos que todo desaparecerá tarde o temprano y no quedará nada, salvo el silencio. En esas circunstancias resulta ridícula la imagen de un tipo que se piensa a sí mismo como un inmortal. Otro asunto bien diferente es que uno escriba prescindiendo de ideas de inmortalidad, pero aspirando a tener la calidad e intensidad de aquellos escritores que consideramos imperecederos.
Leyendo su obra, ésta parece un monumento a la premisa de Bartleby “preferiría no hacerlo”. ¿Está usted al borde del sistema o simplemente es un provocador?
He dicho antes que en Doctor Pasavento llegué al final de un recorrido y a un callejón sin salida y una vez más creé la sensación de que lo prefiriera o no, ya no quería hacerlo más. Ese callejón se podía mirar de dos formas muy distintas: una llamándome “metaliterario” con ánimo agresivo y sin entender nada (en realidad hago literatura; la metaliteratura, como dice Piglia, no existe, no es más que un invento de los anti-intelectuales), o bien comprendiendo que era el final de un recorrido muy calculado, un recorrido en tres estaciones (Bartleby, Montano, Pasavento) que venía a resumir la evolución histórica de la literatura del yo y que podía enunciarse así: No mucho después de que en la escritura empezáramos con Montaigne a “buscarnos a nosotros mismos”, comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje (Bartleby y compañía) y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal, en nombre de Lord Chandos, renunciaba a la escritura precedería a una escritura sin freno (El mal de Montano) pero también a casos de gran lucidez como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo (Doctor Pasavento) en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Esa estrategia tiene su continuidad en Exploradores del abismo, donde ya sólo me queda elegir el camino estelar heterónimo que más me plazca de la constelación que ha creado el libro.
¿Es actualmente España –los críticos, los editores, los propios escritores- el país anclado en el Realismo provinciano de la segunda mitad del siglo XX o ha habido algún cambio?
A diferencia de Francia, Inglaterra, Alemania, sigue notándose la falta de una tradición lectora. Lo que en otros países es normal, en España es visto como “culturalista” o “metaliterario” y otros adjetivos con un ridículo matiz despectivo. El mal se remonta, como mínimo, al comienzo de la ocupación francesa, cuando los viejos ilustrados eligen la modernización que representaban los franceses, frente a los fernandistas, que eran más bien reaccionarios. En 1808 sitúan muchos el origen de las dos Españas. En la actualidad sigue habiendo una España retrógrada, la misma que era contraria a los afrancesados, y la verdad es que se nota mucho su peso. La derecha española es la más reaccionaria de Europa. En literatura hay un fenómeno equivalente. Y lo peor es que se nota mucho la presencia de esa literatura y de esa crítica conservadora, cerril, nada abierta al mundo, que cree que las novelas tienen que ser como las del XIX o bien defiende una narrativa nueva que en realidad es como la literatura experimental de William Burroughs.
Vila-Matas ha llegado a tener una fama de escritor de culto (en Hispanoamérica, en Francia) pero después de los premios internacionales (Rómulo Gallegos, Herralde, Médicis-Etranger, etc) ahora todo el mundo conoce al escritor Enrique Vila-Matas. ¿Son importantes los premios para obtener reconocimiento?
Para mí la cuestión estaría en saber por qué antes no llegaba a los lectores, quiénes serían los culpables de esto. Antes me encantaba decir que había educado lentamente a mis lectores. Pero ahora no estoy tan seguro de esto. Lo cierto que libros que antes nadie leía, ahora son comentados como obras casi maestras. ¿Qué ha pasado realmente? ¿Por qué, a excepción de los críticos Mercedes Monmany, J. . Masoliver Ródenas e Ignacio Echevarría, nadie dijo lo que ahora tantos dicen sin problema: que Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos eran dos libros de valía? ¿Por qué los focos oficiales del Babelia de entonces, por ejemplo, iban hacia unos escritores vulgares y no hacia otros más exquisitos y radicales entre los que tal vez me encontraba yo? Lo molesto del asunto es que esas espinosas cuestiones se liquidan diciendo que mi literatura era de culto, difícil para la época, pero no me parece convincente este argumento. Para mí, las preguntas siguen ahí y me gustaría que alguien se dedicara a investigarlo. ¿Por qué ese reconocimiento a la superioridad de autores como Javier Marías y Roberto Bolaño ha tenido que venir de fuera y aún así todo eso aquí se acepta con una mala leche de aquí te espero?
¿Qué diferencia -si existe alguna- hay entre el Vila-Matas de las primeras novelas y el actual?
No lo sé, francamente. Tengo claro que personalmente he cambiado mucho; para mejor, creo. En lo literario, un analista minucioso de mi obra descubriría una sorprendente coherencia en todo lo que he hecho. De modo que literariamente para bien o para mal -depende de la simpatía que me tenga quien lea esto- grandes cambios no se han producido. Siempre he caminado lúcidamente hacia el abismo, y la prueba es que mi lema durante un tiempo fue este verso de John Donne: “Nadie duerme camino del cadalso”
¿Hasta qué punto influyen otros lenguajes artísticos en su escritura?
Sólo considero a la música por encima de la literatura, pero aún así no pierdo jamás de vista el resto de lenguajes artísticos. Y de hecho, en los últimos tiempos –desde que el título de un libro mío, Nunca voy al cine, se está volviendo profético, porque cada vez hay más gente que ya no va al cine, algo imposible de prever en 1982 cuando apareció el libro-, vuelve a renacer en mí la pasión por lo cinematográfico, tal vez porque ahora empieza a ser ya un arte necesitado de afecto. ¿Me creerá si le digo que, si alguien me pregunta, ya no soy capaz de decir que nunca voy al cine?
[Deriva es una revista digital de literatura y cine. Madrid. España.]
Llega un día en la vida de muchas personas en el que se ven obligadas a hablar en público por primera vez. Lo normal entonces es que les tiemblen las piernas y les invada un sudor frío y sean víctimas del pánico escénico. Yo recuerdo haber debutado en lo de hablar en público en uno de aquellos bobos y entrañables cine-foros de los años sesenta. Recuerdo haber levantado la mano en un coloquio sobre El proceso de Orson Welles y haberlo hecho prácticamente obligado por la cantidad de estupideces que estaba oyendo. En cuanto se me concedió la palabra, ocurrió algo terrible: todas las miradas de la sala confluyeron en mí. En el fondo, casi todos tenemos fobia a llamar la atención. «Yo pienso que…», dije, y no supe cómo continuar, me sentí al borde del desmayo, estaba rojo de vergüenza. Pero como generalmente los tímidos se crecen en el escenario, completé la frase de una forma que no tenía nada prevista pero que me permitiría salir rápidamente de aquel mal trance. Y dije: «Yo pienso que ya es hora de que termine este coloquio». Cuando comencé a escribir y publicar libros no se me ocurrió en ningún momento pensar que acabaría siendo invitado a participar en mesas redondas e incluso a dar conferencias. No veo por qué escribir tiene que traer aparejado el hablar en público. Más bien son actividades contrarias, se escribe en soledad y en muchos casos incluso para huir del mundo. Yo di mi primera conferencia en Castelldefels, a las cinco de la tarde de un día de invierno ante un público de señoras que se reunían para tomar el té. Decidí centrar mi charla en el tema del suicidio y les pedí que, cuando llegara la hora del coloquio, no me preguntaran si pensaba suicidarme porque ya les advertía de antemano que la muerte por mano propia no entraba en mis planes.
Llegué al coloquio con la misma taquicardia que me había acompañado a lo largo de toda la charla. La primera pregunta -o más bien observación- me la hizo una anciana de la última fila: «Usted ha dicho que no pensaba suicidarse, pero francamente lo veo fumar mucho». Para futuras charlas me compré Aprender a hablar en público, un manual del doctor Vallejo-Nájera que no sólo no me ayudó en nada sino que, para colmo, potenció mi angustia y pánico escénico. En Milán, una famosa escritora española me sugirió que tomara con ella un ansiolítico muy estimado por los conferenciantes de todo el mundo. A la hora del coloquio, ella y yo estábamos totalmente bajo los efectos del calmante, y algo se debía de notar porque un señor del público nos dijo: «A ustedes, escritores españoles, se les nota mucho más tranquilos desde la muerte de Franco». Fui adquiriendo experiencia de hablar en público gracias a la ayuda inestimable del calmante que, charla tras charla, fue dándome una gran seguridad en mí mismo hasta el punto de que en Munich, ante un público que normalmente me habría tumbado de miedo, me atreví a empezar mi conferencia con una nota de humor latino; la empecé tal como años atrás había comenzado Miguel Mihura una charla en el Colegio Mayor Cisneros de Madrid: «Señoras y señores, y para terminar diré… Es que pienso hablar veinte minutos, y he notado que ése es el tiempo que todavía tardan los oradores cuando dicen que van a terminar».
Ese día en Munich descubrí que el humor podía ser una ayuda aún más valiosa que el ansiolítico, y desde entonces, siempre que voy a hablar en público, como un torero que reza antes de salir a la plaza, repaso, momentos antes de enfrentarme a la temida audiencia, anécdotas humorísticas,situaciones que han hecho reír de pura angustia a otros colegas. El caso de Ignacio Martínez de Pisón, por ejemplo, que en Campo de Criptana observó con estupor que sólo tenía dos personas de público: dos gemelas. O el caso que me contó mi profesor de literatura en el colegio. Este buen hombre dio una conferencia en Granollers a la que asistieron sólo tres personas: el organizador (que se fue a los cinco minutos), un señor (que se durmió en cuanto él empezó a hablar) y una señora que, al concluir la charla, se le acercó para pedirle que le resumiera al oído la conferencia, ya que no se había enterado de nada pues estaba completamente sorda. Junto al calmante y el humor, pensar que no hay público es la tercera solución para evitar, a trancas y barrancas, el pánico escénico. Pero en el fondo esta tercera solución es un arma de doble filo que esconde una terrorífica y muy posible verdad: la de que en realidad nadie está para escucharnos.
(Enrique Vila-Matas, "Hablar en público".)
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