domingo, 13 de junio de 2010

El adjetivo y sus arrugas, por Alejo Carpentier

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.

El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.

Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.

Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

Tesis sobre el cuento, por Ricardo Piglia

Los dos hilos: Análisis de las dos historias          Ricardo Piglia
I
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV
En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII
"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

Autores, libros, aventuras, de Kurt Wolff


Autores, libros, aventuras
Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka, por Kurt Wolff

«Uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del público, no cuentan, ¿verdad que no?», afirma Kurt Wolff. Y es que él pertenece a esa raza de editores que, más que publicar lo que el público demanda, se empeña en dar a conocer nuevos autores de alta trascendencia. Durante la Gran Guerra inició su colección Der Jüngste Tag (El día del Juicio), en la que dio a conocer autores de la talla de Franz Kafka, Heinrich Mann, Georg Trakl, Franz Werfel, Karl Kraus y Robert Walser. En este su libro de memorias aborda el oficio de editor y sus dificultades, con los retos y desafíos que le salen constantemente al encuentro. Una lección de oficio y entusiasmo que se complementa en esta edición con la correspondencia que mantuvo con Franz Kafka desde sus inicios como escritor, y un documento imprescindible para comprender uno de los períodos más prósperos, cultos y generosos de la edición europea.
La interesante correspondencia entre Wolff y Kafka muestra el cariño con que el editor cuidaba de la obra de su humilde y genial autor, y también el trato cortés y obsequioso del que hicieron gala aquellas dos bondadosas personalidades.

Reseña de Peio H. Riaño (Público.es, 12/05/2010)
Acantilado publica los textos íntimos del editor que descubrió al autor de La metamorfosis, que muestran a un tipo puntilloso. Contra toda creencia, Kafka cuidó mucho sus ediciones. Franz Kafka no era el distraído autor que desatendía la edición de sus trabajos. Al contrario, a sus dudas habituales hay que añadirle sus preocupaciones por la correcta edición de ellos. Un año antes de que apareciese publicada La metamorfosis escribía, alertado y alterado, a su editor para evitar que pudiera caer en la ocurrencia de estampar cualquier insecto en la portada, ilustrando el relato.

Al joven Kafka le habían mandado un ejemplar de la misma colección en la que iba a aparecer su libro y sintió la amenaza. "Se me ha ocurrido, dado que Ottomark Starke en efecto ilustra las obras, que tal vez podría querer dibujar el insecto en cuestión. ¡Eso de ninguna manera, por favor!", escribe aterrado ante la posibilidad.

En agosto de 1912, cuando Franz Kafka no había publicado nada, aunque llevaba una década escribiendo, Max Brod presenta al autor a su editor Kurt Wolff, cuatro años menor que Kafka. Wolff, un hijo de buena familia de Bonn, estudiante de la Universidad de Leipzig que se convierte en editor a los 21 años, con una biblioteca que reúne unos 12.000 volúmenes y una editorial propia a los 25, queda impresionado con la estampa de Kafka allí sentado, en su despacho de la pequeña editorial que acababa de fundar: "¡Ay, cómo sufría! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como un colegial examinándose del Bachillerato, convencido de la imposibilidad de cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban", recoge el libro Autores, libros, aventuras, que acaba de publicar la editorial Acantilado, sobre las observaciones, los recuerdos y la correspondencia del gran editor europeo con Franz Kafka.
En esta correspondencia los dos mantienen un trato exquisito. Kafka, extremadamente discreto, cordial y elegante, no pierde los papeles con el recién estrenado negocio editorial hasta que le tocan la tipografía, el cuerpo de la letra y las portadas. "No pretendo coartar su libertad de expresión sino que se lo pido desde mi condición de obviamente mejor conocedor de la historia. El insecto en sí no puede ser dibujado. Ahora bien, ni siquiera puede mostrarse desde cierta distancia", incide en la misma carta citada.

El autor de El castillo hace sus propias sugerencias y escogería escenas como la de "los padres y el productor ante la puerta cerrada" o, mejor aún, cuenta, "los padres y la hermana en la estancia iluminada mientras se ve la puerta abierta que da al cuarto vecino, completamente a oscuras".

"Era un adolescente que no pasó a la edad adulta", dijo de Kafka.
Kurt Wolff tenía en cuenta todas las consideraciones de aquel joven autor completamente desconocido. La historia confirma el talento del joven y desconocido editor, que apostó desde el principio por concederle a Kafka publicar los breves cuentos por separado. Todo para el escritor (preocupado por las reseñas que salían de sus libros en la prensa) a pesar de que las ventas no acompañaban: en el cierre de 1915-1916 se vendieron 258 ejemplares del libro Meditaciones, del que se habían publicado 800 ejemplares.

Un año más tarde, se vendieron 69 ejemplares más del mismo libro. La liquidación de las ventas de 1922-1923 era tan mínima que prefieren no comunicarle la ridícula cantidad. "La suma no sería siquiera digna de mención con el cambio de divisa", le dicen a Kafka que por entonces vivía en Checoslovaquia. Así que le compensan con más gesto que atención: "A modo de compensación, le haremos llegar un envío de libros en los próximos días". Entre ellos, le mandarán "cierta cantidad" de ejemplares de sus propias obras que "tal vez le resulten de utilidad para regalar". Para la venta dejaban claro que no. Kafka muere un año después, sin haber recibido la promesa postal.

Sabemos que a Kafka le faltaron los recursos, que estas liquidaciones por sus obras no le sacaron de la pobreza. Pero pudo remediarlo. Wolff le tentó con un premio amañado, por el que se embolsaría 800 marcos. El premio Fontane, a los mejores narradores modernos, había recaído en Carl Sternheim por tres relatos. "Dado que Sternheim es millonario", le escribe Wolff, y que "no tiene sentido otorgar un premio con dotación económica a un millonario", Sternheim decide que Kafka podría disfrutar de esa cuantía. Kafka contesta que no, que o todo o nada, que "el dinero por sí solo sin ningún tipo de mención no podría aceptarlo".

De aquel sonado primer encuentro en 1912 con Kafka, Wolff recuerda que jamás olvidaría la sensación que le produjo Max Brod como el empresario que presenta a "la gran estrella que acaba de descubrir". Se lo mostraba como "mercancía". El editor cuenta que respiró aliviado al término de la visita: "Me despedí de los ojos más bellos y la expresión más conmovedora de un hombre sin edad, que tenía 30 años pero cuya apariencia lo dejó grabado en mi memoria como alguien que oscilaba entre enfermo y más enfermo todavía pero que no tenía edad. Podría decirse que se trataba de un adolescente que jamás había dado el paso a la edad adulta".