jueves, 10 de junio de 2010

Robert Walser por Alan Pauls

Menos que cero                                                            Alan Pauls
A lo largo de toda su vida (1878-1956), el escritor suizo Robert Walser persigue un propósito supremo: postergar la literatura. Aunque es simple, su método, que se propaga en el tiempo y el espacio formando una singular familia de renuentes (Kafka, por supuesto, pero también Svevo, J. R. Wilcock, Felisberto Hernández), pide la constancia obtusa que pide cualquier pasión. Se trata de preferir siempre otra cosa. En lo posible, trabajos anónimos, oscuros, subalternos, cuya ejecución, condenada a la mala luz de los subsuelos, sólo requiera del ejecutante la competencia necesaria para borrarlo literalmente del mapa.
Walser no es un improvisado. Salvo la torpeza, “típicamente suiza”, como él mismo reconoce, todo lo que sabe –la obediencia, la cortesía silenciosa, el arte de volverse invisible– lo aprendió en Berlín, durante su estadía en una escuela de formación de empleados domésticos. El mes que pasa entre todos esos aspirantes a criados basta para proporcionarle sus primeras satisfacciones profesionales: seducido por su habilidad para no sobresalir, el valet de cámara de un conde lo contrata para trabajar en un castillo de la Alta Silesia, donde invierte seis meses en limpiar habitaciones, lustrar cucharas de plata, sacudir alfombras y servir, vestido de frac, la mesa de una pomposa familia de aristócratas que se dirigen a él llamándolo “Señor Robert”. En Zurich, tras una fallida incursión por los talleres Escher-Wyss, se emplea como criado en casa de una mujer judía de la alta sociedad. Luego vuelve a Biel, su ciudad natal, en el cantón de Berna, donde no trabaja por un tiempo y es milagrosamente feliz. “Vivía en un altillo por veinte francos y estaba rodeado de sirvientas, una sarta de muchachas encantadoras cuyo aspecto francés me gustaba muchísimo.” Pero toca fondo y, alertado por su hermana Fanny, se muda a Berna, donde se quema las pestañas otros seis meses en los Archivos cantonales. Pasa, naturalmente, por la experiencia kafkiana de la compañía de seguros, pero es difícil saber aquí quién plagia a quién. (Dicen que el jefe de Kafka en el Instituto de seguros de Praga solía comparar a Kafka con los personajes soñadores de Walser, y que el propio Kafka, no se sabe si conmovido o qué, le recomendó un día que leyera Los hermanos Tanner, el segundo libro de su colega suizo.) Lo cierto es que la pasión esclava de Walser es mucho más nómada que la de Kafka. Es –sucesivamente– dependiente de librería, secretario de un abogado, empleado en dos bancos, obrero en una fábrica de máquinas de coser. En dos ocasiones, acosado por la pobreza, traiciona a Kafka con Bartleby, el célebre amanuense de Herman Melville, y consagra su pulso de escritor –lo único propio que se supone que tiene– a dos deliciosos goces de burócrata: redactar avisos clasificados para una revista de Stuttgart y transcribir datos para la “Cámara de escritura para desocupados”, una institución que parece fundada por el propio Walser. “Allí –recuerda R. Mächler–, sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de un quinqué de petróleo, Walser se servía de su graciosa escritura para copiar direcciones o hacer trabajillos de ese género que le encomendaban empresas, asociaciones o personas privadas.”

Ahora bien, ¿qué hace Walser en sus ratos libres, cuando no agacha la cabeza ni ejecuta órdenes? Lo que cualquier artista romántico: escribe y camina. A los 26 años, en un cuarto de la Spiegelgasse, “no muy lejos de donde estuvo Lenin y murió Büchner”, escribe Las composiciones de Fritz Kocher (1904), la obrita maestra que Eudeba editó el año pasado, flanqueada por once renglones indigentes de Hermann Hesse y un bello posfacio de Guillermo Piro, e ilustrada con los dibujos que Karl Walser, hermano de Robert, hizo para la primera edición.

Simulando compilar una veintena de trémulas redacciones escolares (“El hombre”, “El otoño”, “Tema libre”, “La patria”, “Nuestra ciudad”, etc.), Walser inventa el primer avatar de su linaje de héroes anémicos –Fritz Kocher, un estudiante muerto en plena juventud– y sienta las bases de una poética menor, monocromática, a la vez frágil e irreductible, cuyas frases se despliegan, en palabras de Walter Benjamin, con la gracia pobre y soberana de una guirnalda. “Nada es más seco que la sequedad, y para mí nada vale más que la sequedad, que la insensibilidad”, escribe Kocher, y la frase suena como la señal precoz de esa táctica del renunciamiento con la que Walser, de allí en más, deshidratará toda imaginación, todo estilo literario.
Poco después, en Berlín, entre 1907 y 1909, cuando frisa la treintena, Walser redacta las tres ficciones a las que debe su fama de artista imperceptible: Los hermanos Tanner, El dependiente (incluida en el volumen de Eudeba) y Jakob von Gunten, también conocida como El Instituto Benjamenta. Llamarlas novelas es necio y, sobre todo, un poco tosco; son libros sin corregir ni terminar, en los que nada añora, sin embargo, esas cláusulas del oficio narrativo; son documentos íntimos, informes autobiográficos apenas travestidos, pero lo que importa en ellos no es tanto la verdad que encierran como el modo raído y rutinario en que la impersonalizan. Lisa, la hermana que Walser idolatró, es sin duda el original de Hedwig, la institutriz abnegada de Los hermanos Tanner; es fácil reconocer en El dependiente rastros múltiples de la temporada que Walser pasó como empleado contable en Wädenswil, y el instituto que regentea el señor Benjamenta, dedicado a formar “ceros a la izquierda magníficos, redondos como una pelota”, calca la academia berlinesa donde el joven Walser aprendió a servir. Pero ¿qué valor pueden tener esas referencias, ancladas todas en una vida preexistente, comparadas con la extraña forma de vida que esas páginas hacen existir? Como Kafka, Walser habló y escribió mucho sobre sí mismo, pero lo que anima esa verborragia es una voluntad encarnizada de extinción, el sueño –paradójico, tal vez imposible– de no ser nadie, de ser menos que nadie, de ser cero.
En cuanto al caminar... El método Walser tiene un recurso secreto, suerte de salida (o entrada) de emergencia a la que el escritor recurre cuando los obstáculos interpuestos por la serie de los trabajos dejan de ser eficaces. Ese recurso, muy solicitado por la tradición romántica alemana, es el hospicio. A fines de los años ‘20, despedido de un empleo por insolente, Walser sale de su madriguera, redescubre las luces de Berna y la escritura y empieza a recibir numerosos encargos de diarios y revistas extranjeras. Resultado: surménage intelectual. Lo acosan sueños poblados de truenos, voces con eco y manos que le buscan la garganta, de los que despierta aullando de terror. Se vuelve dromómano. Camina de día y de noche, sin parar. Una vez sale de Berna a las dos de la mañana y llega a Thonon a las seis; a primera hora de la tarde hace una parada a orillas del Niesen, donde apura una lata de sardinas con un trozo de pan; vuelve a Thonon al anochecer; a medianoche está otra vez en Berna. “Todo a pie, por supuesto”, declara. Otra de sus hazañas peatonales es el tramo Berna Ginebra de un tirón, con noche en Ginebra y regreso a Berna a la mañana siguiente. Mientras descubre “lo difícil que es escribir buenos relatos de viaje”, el Berliner Tageblatt, que solía encomendarle colaboraciones, le aconseja por carta que “deje de escribir durante seis meses”. Walser se queda literalmente seco, “como una estufa a la que se le acaba el combustible”. Insiste, atormentando sus “meninges para no extraerles más que pavadas”. Intenta, por fin, suicidarse, pero es incapaz de hacer un nudo corredizo como la gente. Su hermana Lisa lo lleva al hospicio de Waldau. Ante el portón del establecimiento, Walser le pregunta: “¿Te parece que es la solución?”. Lisa permanece en silencio.
Walser se interna en Waldau en 1929, a los 51 años. En 1933 lo transfieren al asilo de Herisau, donde permanecerá hasta su muerte, veintitrés años más tarde. Allí lo encuentra Carl Seelig, un discretísimo benefactor de artistas que, interesado en publicar sus obras, inicia en 1933 una serie de visitas que sólo la muerte interrumpirá, y que aparecen pormenorizadas en un melancólico libro de walking & talking, Paseos con Robert Walser, donde el lirismo ambulatorio de Rousseau (otro suizo) se confunde con la conversada precisión de Goethe y Eckermann. Gracias a Seelig sabemos hasta qué punto la vida de hospicio es, para Walser, un paraíso de la subordinación, el ecosistema ideal para llevar hasta las últimas consecuencias su política de aplazamientos y suspensiones. Por la mañana, Walser colabora con los empleados del asilo en las tareas de limpieza; por la tarde, durante las horas de trabajo reglamentarias, ordena lentejas, habas y castañas en tres montañitas separadas, o arma bolsas de papel. “Se esfuerza por trabajar lo más posible y refunfuña si lo molestan”, escribe Seelig, “y en los ratos de ocio se sumerge en revistas amarillentas o en libros viejos”. Según el director del hospicio, el doctor Pfister, Walser jamás muestra el menor deseo de entregarse a alguna actividad artística. ¿Y la escritura?, pregunta Seelig, intrigado. Walser alega que “es absurdo y grosero, sabiendo que estoy en un hospicio, pedirme que siga escribiendo libros”. Sólo puede escribir en libertad, dice, y hasta tanto no se cumpla esa condición, ni siquiera podrá considerar la posibilidad de retomar la escritura. “Tengo la impresión de que usted no aspira en absoluto a esa libertad”, observa Seelig. “No hay nadie que me la ofrezca, así que hay que esperar”, contesta Walser. Pero Seelig insiste: “Una vez fuera del hospicio, ¿volvería usted a escribir?”. Walser: “Ante esa pregunta sólo hay una reacción posible: no contestar”.

La escena –kafkiana de punta a punta– sirve, entre otras cosas, para comprender hasta qué punto cualquier efusión de miserabilismo o misericordia sucumbe ante la ley de Walser. Como sucede con Kafka, el caso Walser sólo podría despertar piedad en las celebridades y las damas de caridad. (Walser sobre Hölderlin, otra víctima sempiterna: “Estoy convencido de que durante los últimos treinta años de su vida no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo deberes todo el tiempo, eso no es de mártires. Sólo que la gente cree que sí”.) En los lectores, en cambio, no puede despertar sino asombro, admiración y risa: una risa desenfrenada, abrupta, que hace vacilar y da vuelta todas las cosas. Tuvieron que pasar años hasta que alguien, hurgando en las páginas del Kafka de Max Brod, encontrara el fragmento en el que Brod describía las carcajadas que habían celebrado la primera lectura pública de El proceso. Y fue el mismo Brod, albacea impagable, quien hacia 1960 evocó el día en que Kafka irrumpió en su casa enarbolando el Jakob von Gunten de Walser y se puso a leerle unos pasajes en voz alta, interrumpiendo la lectura sólo una vez, definitivamente, para reírse “de un modo estrepitoso y continuo”.
Según la secuencia cronológica, Walser escribió primero y “enloqueció” después. Pero su literatura invierte ese orden radicalmente. Los suyos son textos que parecen escritos después de la locura, por alguien que asoma la cabeza entre escombros y, muy despacio, como si temiera astillarse los huesos, reanuda lo que la catástrofe había interrumpido. Opaca y aniñada, la prosa de Walser se abre paso en la lengua con cautela, delicadamente, como quien mueve un brazo alguna vez roto y que meses de yeso entumecieron. Sus frases tienen la corrección nítida, un poco alucinatoria, de los ejemplos que aparecen en las gramáticas de las lenguas extranjeras: prosa de rehabilitado. En ese sentido, el cero al que Walser aspira es menos un descenso, una autodegradación, que una meseta laboriosamente conquistada, la zona neutral donde no hay nada todavía, pero donde todo, sin embargo, puede ser posible. Es lo que explica a menudo la perplejidad ideológica de la crítica frente a sus libros: ¿qué es Jakob von Gunten? ¿Una exaltación totalitaria o un llamado a la resistencia? ¿Y El dependiente? ¿Hay acaso una ficción más conservadora y más subversiva? El cero es casto, es célibe y es insípido, pero es un monstruo de versatilidad: “Puede rebelarse u obedecer, maldecir o rezar, puede retorcerse o disgustarse, mentir o decir la verdad, adular o alardear. En su alma hallan sitio los sentimientos más diversos, tan bien como en las almas de otros hombres”. Como el Bartleby de Melville, el Walser cero (el nadie, el cualquiera) es todo lo contrario de una figura del desvalimiento: es potencia pura. No desea nada, ha renunciado a todo: sólo quiere estar allí, en lo neutro, en la nieve de la indiferencia, y limitarse a anunciar lo que está a punto de aparecer.
“La nieve es un canto bastante monótono”, se lee en la composición del joven Fritz Kocher sobre el otoño. El 25 de diciembre de 1956, un día después de pasear con Carl Seelig por el camino de Saint Gall, Robert Walser aparece muerto en la nieve, bajo un sol pálido, dice Seelig, “pálido como una muchacha un poco anémica”.


Novela y rebeldía, por Albert Camus


Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no concierne a la historia, sino a la fantasía (Teógenes y Cariclea o La Astrea). Son cuentos, no novelas. Con la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano estético, la misma ambición.
«Historia ficticia, escrita en prosa», dice el Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico (1) ha escrito no obstante: «El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios». Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una competencia al Estado civil. Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac: «La comedia humana es la Imitación de Dios Padre.» El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras ellas.

Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa. La lengua común, a su vez, llama «novela» al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen «novelescas». Se daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia. De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la expresión novelesco consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la crítica revolucionaria.

Pero ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura. Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. ¿Por qué misterio, sin embargo, Adolfo nos aparece como un personaje mucho más familiar que Benjamin Constant, el conde Mosca que nuestros moralistas profesionales?
Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: «Y ahora volvamos a las cosas serias», queriendo hablar de sus novelas. La gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, Pablo y Virginia, obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo.

La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.

Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas les asusta a veces menos el dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.

El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia. El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar, entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad; quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura, ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!

No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.

¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino? (2). El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.
Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para regar hasta el infierno.
He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención.

La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a sus reacciones externas y a su comportamiento (3). No elige un sentimiento o una pasión del que dará una imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones (4), en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la reproducción pura y simple de la realidad, sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, sea la vida interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros. Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior, y no negándola. Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera (5). La vida de los cuerpos, reducida a sí misma, produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo patológico.

Así se explica la cantidad considerable de «inocentes» utilizados en este universo. El inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.

En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria, el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria.
Se trata tan sólo de la más difícil y la más exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.
Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se perdieran para siempre.
Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico aún que en el origen. El análisis psicológico del tiempo perdido no es entonces más que un poderoso medio. La grandeza real de Proust es haber escrito El tiempo recobrado, que reúne un mundo dispersado y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto define las obras sin correcciones.

Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de dar a la eternidad el rostro del hombre. El tiempo recobrado, en su ambición al menos, es la eternidad sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es como su rebeldía es creadora.

Notas
1. Stanislas Funet
2. Incluso si la novela no dice más que la nostalgia, la desesperación, lo inacabado, crea con todo la forma y la salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperada es una contradicción en los términos.
3. Se trata naturalmente de la novela «dura», la de los años treinta y cuarenta, y no de la floración norteamericana del siglo XIX.
4. Hasta en Faulkner, gran escritor de esta generación, el monólogo interior no reproduce más que la corteza del pensamiento.
5. Bernardin de Saint-Pierre y el marqués de Sade, con indicios diferentes, son los creadores de la novela de propaganda.

Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro


Por la misma vereda desierta por donde yo camino, un hombre viene hacia mí, a unos cien metros de distancia. La vereda es ancha, de modo que hay sitio de más para que pasemos sin tocarnos. Pero a medida que el hombre se acerca, la especie de radar que todos llevamos dentro se descompone, tanto el hombre como yo vacilamos, zigzagueamos, tratamos de evitarnos, pero con tanta torpeza que no hacemos sino precipitarnos hacia una inminente colisión. Ésta finalmente no se produce, pues faltando unos centímetros logramos frenar, cara contra cara. Y durante una fracción de segundo, antes de proseguir nuestra marcha, cruzamos una fulminante mirada de odio.
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Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: "Cuídate de husmear bajo los cimientos." Como el niño con el juguete que rompe, no descubro bajo la forma admirable más que el vil mecanismo. Y al mismo tiempo que descompongo el objeto destruyo la ilusión.
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Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se conecentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta obervación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.
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Hay momentos en que el sufrimiento alcanza tal grado de incandescencia que diríase nos cristaliza y nos vuelve por ello indestructibles.
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Los dos barrenderos franceses de la estación de metro, con sus overoles azules hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la Revolución Francesa? Escala ínfima de los ferroviarios. Inútil preguntarles qué opinan sobre la guerra de Vietnam o la fuerza nuclear. Son justamente los tipos que hacen fracasar los sondeos de la opinión pública. ¿Culpa de ellos? ¿culpa del sistema? Cabe pensar que la Revolución Francesa, toda revolución, no soluciona los problemas sociales sino que los transfiere de un grupo a otro no siempre minoritario. Este endoso no se produce necesariamente en el momento de la revolución, sino que puede diferirse durante años y decenios. Es cierto que 1789 produjo la burguesía más inteligente del mundo, pero al mismo tiempo miles de epiceros, de conserjes y de barrenderos de metro.
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Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran contInuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído "Las Bodas de Fígaro" se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.
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El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo Imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá reemplazarlos, desde que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

El peso del mundo de Peter Handke, por Alan Pauls

Solo la cercanía más cercana pudo calmarlos, pero calmarlos totalmente, esa cercanía era suficiente; no necesitaban una mirada, ni una palabra, ni un gesto, ni contacto, sólo el puro estar juntos. Entonces no eran dos personas, eran sólo una en un bienestar perfecto y sin conciencia, satisfecha consigo misma y con el mundo. Sí, si hubieran retenido a uno de los dos en el lugar más remoto de la casa, poco a poco el otro se habría movido espontáneamente, sin resolución, hacia aquél. La vida era para ellos un enigma cuya solución sólo podían encontrar juntos.

Crónica de un hombre solo                                                  por Alan Pauls

Como lo prueban sus fotografías actuales –no tan distintas, en realidad, de las de hace veinte años–, que suelen mostrarlo como un clochard friolento, suerte de Kung Fu mal dormido, muy remiso a posar, que acaba de llegar de una larga peregrinación y sólo está de paso, Handke tuvo mucha mejor suerte: el formol de la literatura es más eficaz que el de la imagen (o los años ochenta entendieron que los libros eran huesos más duros de roer que las películas y los excluyeron del banquete principal). A diferencia de su ex socio alemán Win Wenders, tan sensible a las solicitudes del mundo, Handke declinó todos sus vértigos, se asiló en el mismo ostracismo provinciano que alguna vez lo había empujado a la demencia y se convirtió en el Kaspar Hauser de las letras contemporáneas: un eremita que, según le confesó a Herbert Gamper, vive “solamente de los intersticios”, como el musgo. Hizo, él también, una película –La mujer zurda (1976), con Bruno Ganz, crónica de una separación cuya versión novelesca escribió después de filmarla–, y libros que sembró de imágenes modernas –Cuando desear era útil, que incluye “Los secretos públicos de la Tecnocracia”, su notable ensayo fotográfico sobre la urbanización parisina de La Défense–, pero básicamente se dedicó a lo que siempre hizo como nadie: estar solo, reinventar el arte de la descripción y componer autorretratos extravagantes.

El peso del mundo es uno de los mejores de su galería (otros que elijo sin pensar, compelido por la nostalgia incurable que me inocularon: Desgracia indeseada, el Ensayo sobre el día logrado y el Ensayo sobre el cansancio, La tarde de un escritor). Fechado entre noviembre de 1975 y marzo de 1977, este diario de escritor –uno de los más encarnizadamente regulares que conozco, y también uno de los más laxos– es contemporáneo de la redacción del guión de La mujer zurda. Esa simultaneidad no es ajena al uso particular que Handke hace del género: como el film por venir se apodera de las potencias de la narración, el diario puede entregarse sin preocupaciones a los pasatiempos microscópicos, intermitentes y gratuitos de la “crónica de una conciencia”. Leyendo El peso del mundo no es mucho lo que sabremos de su autor a lo largo de esos diecisiete meses. Algunas pistas penosamente arrebatadas al texto: Handke tiene una hija (A.) a la que suele llevar a la plaza o a la escuela; a veces se fastidia y le dan ganas de golpearla. Handke vive en un suburbio francés, o en el campo, o pasa un tiempo en un lugar de vacaciones, nadando. Un amigo de Handke se muere. Y en el bloque narrativo más consistente del libro (ver el fragmento reproducido en esta misma edición), Handke se enferma –un problemita en el corazón– y pasa siete días de corrido en un hospital presumiblemente francés (en el paisaje de puros chispazos perceptivos que dibuja el libro, la evidencia de esa mera continuidad “dramática” basta para darnos la impresión de que la experiencia que Handke describe nace y se forma en vivo, ante nuestros ojos).

En El peso del mundo casi nadie ni nada tiene nombre, no hay causas ni efectos, los grandes contornos –relaciones, acciones, duraciones, historias– se desvanecen, eclipsados por los pliegues más ínfimos del mundo. Ni siquiera la Historia escapa a este régimen de vaciamiento casi blanchotiano: en cerca de 330 páginas aparece sólo dos veces, el tiempo justo para asomar la cabeza y retroceder, ahuyentada por cien caras extrañas que no quieren ser perturbadas. Primeras elecciones en España tras treinta años de dictadura franquista (junio de 1976): “El señor F. dice (porque hay elecciones en España): ‘¡Hoy es un día histórico!’” Mao Tsé Tung: “Malraux sobre Mao: ‘Ningún hombre después de Lenin hizo tanta historia como él’. (El campeón en hacer historia... y, sin embargo, ayer, con la muerte de Mao, mi sensación fue que ese hombre quizás en verdad había perfeccionado a los hombres y que con violencia también se recorrió a sí mismo)”. En uno de los insights más sinceros del libro, Handke escribe: “‘Delante de mi cosa se movía algo de alguna manera’ (A veces esta frase describe perfectamente mi sensación del mundo)”.

Pero este fanático de la indeterminación, que no tiene más que rozar algo con su prosa para desarraigarlo, es también un enfermo de la nitidez, la precisión, el recorte. Los apuntes de Handke son a veces tan radiográficos que no parecen escritos; son a la vez completamente abstractos y completamente realistas, como una planta arquitectónica o un electrocardiograma. “El niño quiere darme la mano porque le molesta la manga que le cuelga”, por ejemplo; o: “Una niña que ya habla como una mujer, sólo con la boca, sin ningún otro movimiento del rostro”; o: “En el cine: un hombre tocó el hombro desnudo de Raquel Welch, y yo tomé conciencia de mis manos frías”. Handke describe no como quien duplica por escrito lo que ve, oye o hace, sino como quien lo subraya en la materia misma en la que transcurre –la cotidianidad humilde y asimbólica–, directamente, y luego lo extirpa y lo enmarca y lo pega en la página: la descripción como operación de cut & paste, el diario como colección de ready-mades de experiencia. Pero si cada una de las muestras que pueblan El peso del mundo –gestos mínimos, pequeños accidentes cotidianos, visiones, contratiempos, forcejeos–, secas como son, tienen la densidad emocional que tienen, es porque Handke encuentra en la escritura del diario la única forma capaz de “traducir” esos recortes sin traicionar su irreductible necesidad conceptual: la forma del haiku; es decir: un milagro de abstracción y realismo en versión lírica.

A lo largo de El peso del mundo, Handke, como Greta Garbo, sólo quiere una cosa: estar solo. Las visitas lo perturban; le molesta que le hablen desconocidos por la calle; va de visita a casa de alguien y sólo siente bienestar cuando lo dejan solo en una habitación durante un rato. “Un escritor o cualquiera que ya no soportara estar solo no podría interesarme.” Con la soledad –condición mítica de todo escribir, convención clave de la escritura de un diario–, lo que reaparece aquí es el solipsismo maníaco, esa fuerza distintiva que los héroes de la ficción alemana made in Handke-Wenders enarbolaban en los años setenta con el orgullo y la autoconciencia icónica con que Marlon Brando o James Dean lucían sus camperas de cuero en la pantalla. Sólo que ahí donde la ficción americana se detiene –cuando el héroe se retira del mundo y queda a solas, sin posibilidad de “conflicto”–, ahí mismo empieza la alemana, la ficción del momento privado: el personaje se pone a hablar a solas; le habla al espejo, a un grabador, a la cámara anónima de un fotomatón, a un teléfono que del otro lado de la línea ya han colgado, o realiza toda clase de acciones gratuitas, hace muecas, tics, monigotadas, imitaciones de gestos que vio y que le gustaron... Como buen discípulo de Kaspar Hauser, el Handke de El peso del mundo pone en escena una enciclopedia de manías, compulsiones, reflejos y automatismos que sólo se despliegan lejos de la luz pública, negándola con una encaprichada terquedad. No son secretos atroces; no son traumas, ni pasiones inconfesables, ni dobles fondos inesperados: son los signos cómicos, estériles, a menudo artísticos, de un autismo benévolo que Handke y Wenders elevaron a la categoría de síndrome creador, y que en rigor hunde sus raíces en una tierra mucho más cercana: la tierra de la infancia. De ahí, sin duda, todas esas bandadas de niños que pasan por las páginas de El peso del mundo, y que Handke describe con una fruición y una euforia apenas disimulables, como si los niños –porque son opacos, porque están fuera de todo imaginario, porque no conocen la histeria, porque hacen del ensimismamiento una pasión– fueran el objeto ideal para su prosa y, a la vez, las únicas criaturas en las que pensaba la literatura cuando imaginó algo llamado diario íntimo.

17 de agosto de 2003
En: http://www.pagina12web.com.ar/suplementos/libros/vernota.php?id_
El peso del mundo (fragmento)                                        Peter Handke 

24 de marzo


Durante mucho tiempo de mi vida rechacé con toda mi alma el mundo exterior y ahora que creo estar abierto a él, el mundo exterior ataca mi cuerpo. ¡Ojalá de una vez por todas, como ahora, el miedo a la muerte, amenazante y ensordecedor, se convierta en un tranquilo dolor corporal! (Ya ni me escucho a mí mismo).


El frío teléfono


Lo que me pareció un maligno chisporroteo mecánico entre la gente del parque, resultaron ser unos carritos para bebés.


Me doy cuenta de que en los momentos de pánico mortal tengo las patas levantadas como un conejo, saco el trasero, una especie de homosexual.


Incluso al subir un cierre pensar que ése va a ser el golpe de muerte.


Quizá el pánico mortal durante el cual todo me golpea de muerte –un grano de arroz pegado en el fondo de la olla, el chillido de un corcho– me cure de mi falta de control. Sin embargo, hace un ratito, cuando estaba ese matrimonio de idiotas y yo pensaba que debía deshacerme escuchando lo que decían, aprehendiendo lo que ellos son, mi estado fue peor: creí poder huir de mí mismo percibiendo a los otros o alguna otra cosa, y me di cuenta de que era eso lo que me enfermaba.


El presidente de la república, hablando en la televisión, está intimidado y tiene los rasgos de las caricaturas que siempre hacen sobre él; a veces, antes de decir una palabra, hace en el aire movimientos equivocados con la lengua, hasta que por fin encuentra el principio correcto de la palabra. (El presidente nunca va a aceptar que franceses disparen contra franceses).


Cuando se termina la televisión a medianoche, estoy de nuevo en peligro. (Me volví a reír con los chistes).


En el momento más terrible quise comprar un diario para simular un día normal.


Levantarse y caminar, ¡qué felicidad!


A pesar de todo, siguen los presentimientos y alusiones a un esqueleto de dolor dentro de mí, dentro de mi suave y casi insensible borrachera.


Mi incapacidad para dejar que me ayuden: es también una especie de frialdad, de indiferencia.


Y este que se está cambiando, éste sigo siendo yo.


Alguien me llamó por teléfono para visitarme al día siguiente y no sé por qué le dije que insistiera con el timbre.


25 de marzo


Me desperté con pánico en la oscuridad y salí a la calle, apenas un sobretodo y el pijama; un pájaro silba como cuando un dueño llama a su perro.


Pequeño y estrecho mundo del asustado.


Caminaba rápido por la calle, pasó un ómnibus y descubrí en la oscuridad a algunos pasajeros. El ómnibus todavía no tenía las luces de adentro encendidas.


Como salvación, adecuarse a otro dolor.


Si alguna luz está encendida, casi seguro que es en las buhardillas.


De pronto, aunque pasan muy pocos autos, la sensación de que se ha desatado el infierno (anotaciones del pánico).


La lluvia en los ojos, fría y reconfortante.


Después de una larga “indescriptibilidad” por fin conseguí volver a percibir mis pensamientos (anotar lo más mínimo enseguida, para saber qué es lo que me ha calmado).


Por primera vez en mucho tiempo, mientras comía uvas y escupía las semillas en la mano, parado frente a la pileta de la cocina, pude pensar en un futuro (de noche).


26 de marzo


Estiraron encima de mí la sábana sobre la cual estaba acostado.


Estar acostado en la ambulancia en contra de la dirección de marcha, en un embotellamiento en la autopista; el sol brillaba muy fuerte y yo para nada tenía la necesidad de estar acostado, ellos me obligaron. En el hospital: cuando le pregunté a la doctora si quizá podría salir mañana, ella respondió: “Eso no está descartado”.


Ya he vuelto a hablar conmigo, aunque sólo interiormente: ¿una buena señal?


Leyendo Bajo la rueda: escribir para darle a la juventud la dignidad que se le niega en la vida.


El único instante de tranquilidad, de silencio, durante el horario de visitas, le es concedido a mi compañero de habitación cuando la esposa se despide de su esposo enfermo con dos besos en las mejillas... mejor dicho, un momento después.


27 de marzo


La doctora le preguntó al viejo enfermo (tres infartos de corazón) la fecha de nacimiento y cuando él respondió, en agosto, ella estalló en un suave y fingido entusiasmo: “¡Oh, justo en mitad de las vacaciones!” Me di cuenta de que para todas las historias ella tenía preparadas las mismas preguntas y observaciones: que había que buscar en uno la causa de la enfermedad, que a ella también las cosas le iban así, etc. ¡Con qué rebosante ausencia nos miraba y se quedaba con nosotros! A menudo, aparentando gran interés y atención, preguntaba lo mismo dos veces. ¡Había olvidado no sólo la respuesta sino también su propia pregunta! Su mente estaba en otro lado con expresiones y gestos de estar con nosotros. (En realidad me gustaría probar al menos una vez a esta mujer, para “mi placer privado”). Hace un ratito vino y dijo mientras hacía un gesto tranquilizador con la mano: “¡Conserven la calma! ¡No hagan montañas de sus problemas! ¡No se queden atrapados en el túnel! (Y su reemplazante nos observa a los ojos con una mirada igual de larga y vacía).


Sentí que la doctora antes de irse me iba a dar la mano y sostuve mis manos contra la corriente de aire para que no sudaran.


Esa cosa que durante la noche saltaba bajo mi cama, como si estuviera dentro del colchón; y cuando me tiré en otra cama, sin saber si se trataba de una pesadilla, volvió a saltar algo, como atrapado, algo salvaje, con claustrofobia. Y dos días después encontré una rata agonizante respirando sin hacer ruido sobre el rojo piso plástico de la cocina; la barrí con la escoba de mano y la pala y la tiré en una bolsa de plástico; después puse la bolsa en el patio junto a la basura.


Los médicos dicen a menudo “un poquito”, “un poquitito”: “Volvió a escupir hoy un poquito de sangre”. “Su presión sanguínea subió un poquitito”.


Todas estas personas desconocidas, todo este ajetreo ruidoso... de hecho tranquilizan “un poquito”.


Sentirse de nuevo señor de sí y del propio cuerpo: ¡sentimiento señorial!


De pronto la idea de que cuando me abandone la opresión en el pecho también me abandonará el sentimiento de estar vivo.


El anciano, después de su tercer infarto, acompaña todo lo que cuenta, incluso las bromas, con un movimiento que consiste en dejar caer con resignación sus brazos o manos.


Miedo mortal: no poder sentir ninguna de las cosas que uno ve, porque uno ya no tiene humor.


Asesinado por la realidad ortodoxa.


Cuando el doctor dijo que yo debía volver a la sala de reanimación, el paciente de al lado puso enseguida en mi mesita un diario que le había prestado.


Casi espero con ganas el momento en que me saquen sangre.


La luz intermitente del cardiógrafo y la luz intermitente de los aviones que aterrizan delante de la ventana.