jueves, 10 de junio de 2010

Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro


Por la misma vereda desierta por donde yo camino, un hombre viene hacia mí, a unos cien metros de distancia. La vereda es ancha, de modo que hay sitio de más para que pasemos sin tocarnos. Pero a medida que el hombre se acerca, la especie de radar que todos llevamos dentro se descompone, tanto el hombre como yo vacilamos, zigzagueamos, tratamos de evitarnos, pero con tanta torpeza que no hacemos sino precipitarnos hacia una inminente colisión. Ésta finalmente no se produce, pues faltando unos centímetros logramos frenar, cara contra cara. Y durante una fracción de segundo, antes de proseguir nuestra marcha, cruzamos una fulminante mirada de odio.
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Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: "Cuídate de husmear bajo los cimientos." Como el niño con el juguete que rompe, no descubro bajo la forma admirable más que el vil mecanismo. Y al mismo tiempo que descompongo el objeto destruyo la ilusión.
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Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se conecentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta obervación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.
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Hay momentos en que el sufrimiento alcanza tal grado de incandescencia que diríase nos cristaliza y nos vuelve por ello indestructibles.
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Los dos barrenderos franceses de la estación de metro, con sus overoles azules hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la Revolución Francesa? Escala ínfima de los ferroviarios. Inútil preguntarles qué opinan sobre la guerra de Vietnam o la fuerza nuclear. Son justamente los tipos que hacen fracasar los sondeos de la opinión pública. ¿Culpa de ellos? ¿culpa del sistema? Cabe pensar que la Revolución Francesa, toda revolución, no soluciona los problemas sociales sino que los transfiere de un grupo a otro no siempre minoritario. Este endoso no se produce necesariamente en el momento de la revolución, sino que puede diferirse durante años y decenios. Es cierto que 1789 produjo la burguesía más inteligente del mundo, pero al mismo tiempo miles de epiceros, de conserjes y de barrenderos de metro.
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Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran contInuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído "Las Bodas de Fígaro" se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.
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El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo Imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá reemplazarlos, desde que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

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