Thomas Mann
La posteridad deberá decidir si habrá de contarse La montaña mágica entre las "obras maestras" en el sentido en que se define el resto de los objetos clásicos de sus estudios. De cualquier modo, tal posteridad sí podrá ver en ella un documento del ambiente y de cierta problemática espiritual europea del primer tercio del siglo veinte, y por ello tal vez acoja con benevolencia un par de observaciones del autor acerca del surgimiento del libro y las experiencias a que dio pie.
Hay autores cuyo nombre va ligado al de una única gran obra, que llegan a identificarse con ella, y cuya esencia llega a expresarse cabalmente en esta, única, obra. Dante con la Divina Comedia. Cervantes con el Don Quijote. Pero hay otros -entre los que me cuento- para los que la obra aislada no posee de ningún modo una representatividad perfecta, no pasa de ser el fragmento de un todo mayor, de la obra de sus vidas, e incluso de su vida y su persona [...]. Del mismo modo, también la obra de una vida en cuanto todo posee sus leitmotiv, que sirven al propósito de conferir unidad, de hacer palpable tal unidad y resaltar el todo en la obra aislada. Pero precisamente por este motivo no haremos justicia al fragmento si lo consideramos aisladamente, sin atender a sus vínculos con la obra global y al sistema de relaciones en que se encuentra. Resulta, por ejemplo, muy difícil y casi impracticable hablar de La montaña mágica sin referirse a las relaciones que -en un sentido restrospectivo- guarda con mi novela de juventud Los Buddenbrook, con el tratado crítico-polemizante Reflexiones de un apolítico y con La muerte en Venecia, así como con -en sentido prospectivo- las novelas del ciclo de José.
Quizá sea mejor que les cuente algo de la historia y de las anécdotas que rodearon la concepción y el surgimiento de la novela, tal y como se produjeron en el transcurso de mi vida.
En al año 1912 -casi ha transcurrido una generación, sin contar con que quien hoy es estudiante en aquella época aún no había nacido- mi esposa contrajo una dolencia pulmonar -nada grave-que, sin embargo, la obligó a permanecer durante medio año en la montaña, en un sanatorio de la región suiza de Davos. Entretanto, yo permanecí con nuestros hijos en Münich y en nuestra casa de Tölz an der Isar; pero en mayo y junio de aquel mismo año visité a mi mujer durante varias semanas y, si leen ustedes el primer capítulo de La montaña mágica titulado "La llegada", en el que el invitado Hans Castorp cena con su primo enfermo Ziemssen en el restaurante del sanatorio, probando no sólo la excelente cocina del lugar, sino también la atmósfera del mismo y de la vida "aquí arriba", si leen este capítulo obtendrán una descripción relativamente precisa de nuestro encuentro en dicho ambiente y de mis propias extrañas impresiones de entonces.
Una de sus experiencias -en realidad la principal- es una transposición exacta de una experiencia del autor, a saber, la auscultación de un invitado ajeno, procedente de tierras llanas, y el descubrimiento de que está enfermo.
Hacía aproximadamente diez días que había llegado cuando contraje, a causa del frío y de la humedad reinantes en el balcón, un catarro de las vías respiratorias superiores. El director, que, como pueden imaginarse, se parece en ciertos detalles externos a mi consejero Behrens, golpeó mi pecho y constató con extraordinaria celeridad cierta amortiguación, como suele denominarse, un punto enfermo en mi pulmón que, de haber sido yo Hans Castorp, tal vez habría dado a mi vida un rumbo enteramente distinto. El médico me aseguró que sería sensato que permaneciera allá arriba durante medio año sometiéndome a una cura y, de haber seguido su consejo, ¿quién sabe?, tal vez ahora seguiría allí. Pero preferí escribir La montaña mágica haciendo uso de las impresiones que acumulé durante las breves tres semanas que permanecí allí y que bastaron para darme una idea de los peligros que entraña tal ambiente para los jóvenes -y la tuberculosis es una enfermedad de jóvenes-. El mundo de enfermos que se respiraba allá arriba es de una cerrazón tal y posee la fuerza envolvente que seguramente habrán experimentado ustedes al leer mi novela. Se trata de una especie de sucedáneo de la vida que logra, en poco tiempo, enajenar al joven y alejarlo completamente de la vida real y activa. Todo es, o era, suntuoso allá arriba, también la noción de tiempo.
La idea de transformar mis impresiones y experiencias de Davos en un relato pronto se apoderó de mí. [...] El relato que planeaba escribir -que desde el primer momento recibió el título de La montaña mágica- no debía ser más que la contrapartida humorística de La muerte en Venecia, también en cuanto a su extensión, por lo que debía adoptar la forma de una “short store” un poco larga. La había concebido como un juego satírico relacionado con la trágica novela corta que acababa de concluir. Su ambientación debía ser una mezcla de muerte y diversión, mezcla que había percibido en aquel extraño lugar de la montaña. La fascinación por la muerte, el triunfo del embriagador desorden sobre una vida dedicada al orden más excelso, descrito en La muerte en Venecia, debía plasmarse en clave humorística. Un héroe simple, el cómico conflicto planteado entre ciertas macabras aventuras y la honorabilidad burguesa, así rezaban mis intenciones. El final era incierto, pero ya se encarrilaría; el conjunto parecía poder adquirir cierta ligereza y divertir, y no ocuparía muchas páginas. Al regresar a Tölz y Münich comencé a escribir el primer capítulo.
No tardó en asaltarme una secreta sospecha de los peligros de la ampliación de la historia, de la inclinación de aquel material por la seriedad y la vaguedad intelectual. No podía ignorar que me encontraba en una encrucijada difícil. La subestimación de una empresa es una experiencia recurrente que tal vez no sólo me afecte a mí. Durante el proceso de su concepción, un trabajo suele presentársenos bajo una luz inocua, sencilla y práctica. No parece exigir excesivo esfuerzo, y su ejecución parece simple. Si fuera posible representarse de antemano todas las posibilidades y dificultades de una obra, si uno conociera la voluntad de ésta, a menudo muy distinta de la del autor, probablemente renunciaríamos y no tendríamos siquiera el valor de comenzar. Una obra tiene en muchos casos sus propias ambiciones, que pueden sobrepasar con mucho las del propio autor, lo que no está mal. Porque la ambición no debe ser la de una persona, el autor no debe anteponerse a la obra, sino que la obra debe extraerla de sí misma y forzarse. De este modo, creo, han surgido las grandes obras, y no del afán previo de crear una.
En pocas palabras, pronto noté que la historia de Davos tenía esta ambición y que sus intenciones eran muy distintas a las mías. Esto era así incluso en lo exterior, puesto que el ampuloso estilo humorístico inglés con el que pretendía recuperarme del rigor de La muerte en Venecia reclamaba para sí el espacio y el tiempo necesarios. Luego llegó la guerra cuyo estallido me proporcionó un fácil final para la novela, y cuyas experiencias enriquecieron el libro de un modo insospechado, pero que interrumpió su redacción durante años.
Retomé La montaña mágica, interrumpiendo su redacción continuamente con ensayos críticos que la acompañaban, y de los cuales los tres principales eran, por su contenido, vástagos espirituales directos de la gran novela madre: los titulados "Goethe y Tostoi", "De la república alemana" y "Experiencias ocultas".
Finalmente, en otoño de 1924, aparecieron los dos volúmenes surgidos del proyecto original de “short store” y que, a fin de cuentas, no me habían tenido atado a su yugo siete, sino doce años; aun si su recepción por parte de los lectores hubiera sido mucho más negativa, habría superado con creces mis expectativas. Estoy acostumbrado a entregar una obra acabada con callada resignación, sin albergar la menor esperanza de éxito mundano. Los encantos que ésta irradió, embargándome a mí, su tutor, se han diluido ya en ese momento de tal manera que su terminación no pasa de ser un deber ético de producción, en realidad, de obstinación. En general, todos esos años de tesón me parecen tan marcados por la obstinación, siendo éste un placer excesivamente privado y problemático como para que pueda confiar lo más mínimo en la posible participación de muchos en la huella que dejan mis extrañas mañanas.
Los problemas que se planteaban en La montaña mágica no afectaban por su naturaleza a la gran mayoría del público, pero la masa del público culto sí se veía acuciada por ellos, y la miseria general había conferido a la receptividad del gran público precisamente esa "gradación" alquímica que constituía el núcleo de la aventura del joven Hans Castorp. Sin duda, el lector alemán se volvía a reconocer en el sencillo, aunque algo "travieso" héroe de la novela; podía y quería seguirle.
¿Qué puedo decir sobre el libro y sobre cómo hay que leerlo? Comienzo haciendo una exigencia muy arrogante, a saber, la de leerlo dos veces. Esta exigencia se retirará naturalmente de inmediato en el caso de que la primera lectura haya resultado aburrida. El arte no debe ser tarea escolar ni aburrimiento [...], sino que quiere y debe deparar alegría, debe entretener y dar vida, y aquel sobre el cual una obra determinada no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra. Pero a quien haya llegado al final de La montaña mágica le recomiendo leerla de nuevo, porque su forma especial, su carácter en cuanto composición, implica que el placer del lector aumentará y se profundizará en la segunda lectura, del mismo modo que hay que conocer una pieza de música para poder disfrutarle plenamente. No he utilizado casualmente la palabra "composición", que normalmente suele reservarse a la música. La música siempre ha ejercido un influjo notable sobre el estilo de mi obra. Los escritores suelen ser "en realidad" otra cosa, pintores o ilustradores frustrados, escultores o arquitectos. En lo que a mí respecta, debo incluirme entre los músicos que han engrosado las filas de los escritores. Desde siempre, la novela ha sido para mí una s 1000 infonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales. En alguna ocasión -incluso yo mismo lo he hecho- se ha reparado en la influencia que el arte de Richard Wagner ha ejercido sobre mi producción. No niego la existencia de tal influencia, y sobre todo sigo a Wagner en la utilización del leitmotiv, que apliqué en la narración y no, como era el caso en la obra de Tolstoi y de Zola y también en mi novela de juventud Los Buddenbrooks, de un modo meramente naturalista con fines de caracterización, es decir, mecánicamente, sino de acuerdo con los aspectos simbólicos de la música. Ensayé tal práctica por primera vez en Tonio Kröger.
Vuelvo sobre algo ya conocido, a saber, sobre el misterio del tiempo, que la novela trata de diversos modos. Se trata de una novela temporal en un doble sentido: primero en el histórico, ya que se trata de trazar un cuadro de los aspectos internos de una época, de Europa en vísperas de la guerra; pero también porque se ocupa del propio tiempo y no sólo en cuanto experiencia de su héroe, sino también en sí misma, como novela, y a través de sí. El mismo libro es aquello que cuenta; porque, al describir el hermético encantamiento que hace al joven héroe sucumbir a la atemporalidad, aspira a anular el tiempo gracias a sus medios artísticos, mediante el intento de conferir una presencia total en todo momento al mundo ideo-musical que abarca [....]. Sin duda opera con los medios de la novela realista, pero no lo es, traspasando continuamente el elemento realista, dándole un alcance simbólico y haciéndolo inteligible en la esfera de lo espiritual y lo ideal. Esto es así incluso en el tratamiento de sus personajes, que para el lector son más de lo que parecen: todos ellos son exponentes, representantes y enviados de ámbitos, principios y mundos espirituales. Confío en que no sean por ello meras sombras o alegorías en peregrinación. Por el contrario, me tranquiliza la experiencia de que el lector perciba a estas personas, a Joachim, Claudia Chauchat, Peeperkorn, Settembrini, etc., como personas reales que recuerda como si de auténticos conocidos se tratase.
Pero la crítica de la terapia practicada en los sanatorios no es más que la fachada, una de las fachadas, del libro, cuya esencia es más bien lo oculto. El doctoral aviso sobre los peligros morales que entraña la cura de reposo y todo aquel siniestro ambiente queda en realidad a cargo del señor Settembrini, ese parlanchín racionalista y humanista que no pasa de ser un personaje más, un personaje humorístico que despierta simpatías, aunque a veces también sea portavoz del autor, aunque no el propio autor.
Lo que aprende [Hans Castorp] es que la salud más perfecta se adquiere mediante las profundas experiencias de la enfermedad y la muerte, del mismo modo como el conocimiento del pecado constituye una condición previa para la redención. «Para vivir», dice en una ocasión Hans Castorp a Madame Chauchat, «para vivir hay dos caminos: uno es el común, el directo y correcto. El otro es tremendo, conduce a través de la muerte y es el camino genial». Esta concepción de la enfermedad y la muerte como estación de paso necesaria en el camino hacia el conocimiento, la salud y la vida, convierte a La montaña mágica en una novela de iniciación.
Este vínculo no es de mi cosecha. La crítica me lo ha proporcionado, y yo hago uso de él, ya que debo hablarles de La montaña mágica. Desde luego, acepto la ayuda de la crítica ajena, porque es un error creer que el propio autor sea el mejor conocedor y comentador de su propia obra. Tal vez lo sea mientras permanece y trabaja en ella. Pero una obra terminada y distante en el tiempo cada vez se convierte más en algo separado, ajeno a él, en algo de lo que otros con el tiempo podrán saber mucho más que él, de forma que podrán recordarle mucho de lo que olvidó o incluso de lo que nunca supo a ciencia cierta. Es necesario que se lo recuerden a uno. Por que uno nunca es dueño de sí mismo, nuestra autoconciencia es débil en la medida en que nunca podemos tener presentes a un tiempo todos los elementos que nos conforman.
Sea como fuere, tiene su encanto dejarse ilustrar por los críticos sobre uno mismo, aleccionar en relación con obras ya lejanas en el tiempo y volver a adentrarse en ellas, proceso que probablemente no excluirá ese sentimiento que se expresa de un modo incomparable con las palabras francesas: «Posible que j'ai eu tant d'esprit?». Mi fórmula de agradecimiento perpetuo para tales muestras de afecto reza: «Les agradezco enormemente que hayan tenido la amabilidad de recordarme a mí mismo».
Hace poco llegó a mis manos un manuscrito inglés redactado por un joven erudito de la Universidad de Harvard. Se titula “El héroe buscador. El mito como símbolo universal en las obras de Th. M.", y su lectura no me ha refrescado menos el recuerdo y la conciencia de mí mismo. El autor sitúa a la Magic Mountain y su simple héroe en una gran tradición no sólo alemana, sino universal: los incluye en un tipo de género que denomina "The Quester Legend" y que se remonta a las primeras obras escritas de los pueblos. Su forma alemana más conocida es el Fausto de Goethe.
Hans Castorp sería otro héroe buscador, según explica el autor de este análisis, ¿y acaso con razón? El buscador del Grial, sobre todo Perceval, es descrito al principio de sus aventuras como un idiota, un completo idiota, un cándido. Estos epítetos equivalen a la "sencillez", simplicidad y ausencia de amaneramiento que se atribuyen constantemente al héroe de mi novela, como si cierta tradición me hubiera obligado a persistir en este rasgo.
En una palabra, La montaña mágica es una variante del templo iniciático, sede de una peligrosa investigación que persigue el misterio de la vida, y Hans Castorp, el "viajero que se ilustra", cuenta con harto distinguidos predecesores mítico-caballerescos: es el típico, el más curioso neófito que abraza voluntariamente, demasiado, la enfermedad y la muerte, porque ya su primer contacto con ellos le proporciona la promesa de una comprensión extraordinaria, de increíbles aventuras, naturalmente unidas a un riesgo equiparable.
Hans Castorp como buscador del Grial [...] seguramente no lo vieron así al leer su historia, y si yo mismo lo pensé, no fue otra cosa que pensamiento. Tal vez vuelvan a leer el libro bajo esta perspectiva. Se darán cuenta entonces de lo que es el Grial, el conocimiento, la iniciación, aquello que no sólo constituye el objetivo del necio héroe, sino del propio libro. Lo encontrarán en el capítulo titulado "Nieve", donde Hans Castorp, perdido en mortales alturas, sueña su poema-sueño sobre el hombre. El Grial que, a pesar de no encontrarlo, intuye en el sueño provocado por la cercanía de la muerte, antes de que se vea arrastrado, desde sus alturas, hasta la catástrofe europea, es la idea del hombre, la concepción de una humanidad futura que haya atravesado el conocimiento más profundo, la enfermedad y la muerte. Porque el hombre mismo es un secreto, y toda humanidad descansa en el respeto al secreto del hombre.
Thomas Mann
Conferencia dictada a los estudiantes de la Universidad de Princeton (USA) el 10 de mayo de 1939.