sábado, 8 de mayo de 2010

INTRODUCCIÓN A LA MONTAÑA MÁGICA

Thomas Mann

La posteridad deberá decidir si habrá de contarse La montaña mágica entre las "obras maestras" en el sentido en que se define el resto de los objetos clásicos de sus estudios. De cualquier modo, tal posteridad sí podrá ver en ella un documento del ambiente y de cierta problemática espiritual europea del primer tercio del siglo veinte, y por ello tal vez acoja con benevolencia un par de observaciones del autor acerca del surgimiento del libro y las experiencias a que dio pie.

Hay autores cuyo nombre va ligado al de una única gran obra, que llegan a identificarse con ella, y cuya esencia llega a expresarse cabalmente en esta, única, obra. Dante con la Divina Comedia. Cervantes con el Don Quijote. Pero hay otros -entre los que me cuento- para los que la obra aislada no posee de ningún modo una representatividad perfecta, no pasa de ser el fragmento de un todo mayor, de la obra de sus vidas, e incluso de su vida y su persona [...]. Del mismo modo, también la obra de una vida en cuanto todo posee sus leitmotiv, que sirven al propósito de conferir unidad, de hacer palpable tal unidad y resaltar el todo en la obra aislada. Pero precisamente por este motivo no haremos justicia al fragmento si lo consideramos aisladamente, sin atender a sus vínculos con la obra global y al sistema de relaciones en que se encuentra. Resulta, por ejemplo, muy difícil y casi impracticable hablar de La montaña mágica sin referirse a las relaciones que -en un sentido restrospectivo- guarda con mi novela de juventud Los Buddenbrook, con el tratado crítico-polemizante Reflexiones de un apolítico y con La muerte en Venecia, así como con -en sentido prospectivo- las novelas del ciclo de José.
Quizá sea mejor que les cuente algo de la historia y de las anécdotas que rodearon la concepción y el surgimiento de la novela, tal y como se produjeron en el transcurso de mi vida.

En al año 1912 -casi ha transcurrido una generación, sin contar con que quien hoy es estudiante en aquella época aún no había nacido- mi esposa contrajo una dolencia pulmonar -nada grave-que, sin embargo, la obligó a permanecer durante medio año en la montaña, en un sanatorio de la región suiza de Davos. Entretanto, yo permanecí con nuestros hijos en Münich y en nuestra casa de Tölz an der Isar; pero en mayo y junio de aquel mismo año visité a mi mujer durante varias semanas y, si leen ustedes el primer capítulo de La montaña mágica titulado "La llegada", en el que el invitado Hans Castorp cena con su primo enfermo Ziemssen en el restaurante del sanatorio, probando no sólo la excelente cocina del lugar, sino también la atmósfera del mismo y de la vida "aquí arriba", si leen este capítulo obtendrán una descripción relativamente precisa de nuestro encuentro en dicho ambiente y de mis propias extrañas impresiones de entonces.

Una de sus experiencias -en realidad la principal- es una transposición exacta de una experiencia del autor, a saber, la auscultación de un invitado ajeno, procedente de tierras llanas, y el descubrimiento de que está enfermo.
Hacía aproximadamente diez días que había llegado cuando contraje, a causa del frío y de la humedad reinantes en el balcón, un catarro de las vías respiratorias superiores. El director, que, como pueden imaginarse, se parece en ciertos detalles externos a mi consejero Behrens, golpeó mi pecho y constató con extraordinaria celeridad cierta amortiguación, como suele denominarse, un punto enfermo en mi pulmón que, de haber sido yo Hans Castorp, tal vez habría dado a mi vida un rumbo enteramente distinto. El médico me aseguró que sería sensato que permaneciera allá arriba durante medio año sometiéndome a una cura y, de haber seguido su consejo, ¿quién sabe?, tal vez ahora seguiría allí. Pero preferí escribir La montaña mágica haciendo uso de las impresiones que acumulé durante las breves tres semanas que permanecí allí y que bastaron para darme una idea de los peligros que entraña tal ambiente para los jóvenes -y la tuberculosis es una enfermedad de jóvenes-. El mundo de enfermos que se respiraba allá arriba es de una cerrazón tal y posee la fuerza envolvente que seguramente habrán experimentado ustedes al leer mi novela. Se trata de una especie de sucedáneo de la vida que logra, en poco tiempo, enajenar al joven y alejarlo completamente de la vida real y activa. Todo es, o era, suntuoso allá arriba, también la noción de tiempo.

La idea de transformar mis impresiones y experiencias de Davos en un relato pronto se apoderó de mí. [...] El relato que planeaba escribir -que desde el primer momento recibió el título de La montaña mágica- no debía ser más que la contrapartida humorística de La muerte en Venecia, también en cuanto a su extensión, por lo que debía adoptar la forma de una “short store” un poco larga. La había concebido como un juego satírico relacionado con la trágica novela corta que acababa de concluir. Su ambientación debía ser una mezcla de muerte y diversión, mezcla que había percibido en aquel extraño lugar de la montaña. La fascinación por la muerte, el triunfo del embriagador desorden sobre una vida dedicada al orden más excelso, descrito en La muerte en Venecia, debía plasmarse en clave humorística. Un héroe simple, el cómico conflicto planteado entre ciertas macabras aventuras y la honorabilidad burguesa, así rezaban mis intenciones. El final era incierto, pero ya se encarrilaría; el conjunto parecía poder adquirir cierta ligereza y divertir, y no ocuparía muchas páginas. Al regresar a Tölz y Münich comencé a escribir el primer capítulo.

No tardó en asaltarme una secreta sospecha de los peligros de la ampliación de la historia, de la inclinación de aquel material por la seriedad y la vaguedad intelectual. No podía ignorar que me encontraba en una encrucijada difícil. La subestimación de una empresa es una experiencia recurrente que tal vez no sólo me afecte a mí. Durante el proceso de su concepción, un trabajo suele presentársenos bajo una luz inocua, sencilla y práctica. No parece exigir excesivo esfuerzo, y su ejecución parece simple. Si fuera posible representarse de antemano todas las posibilidades y dificultades de una obra, si uno conociera la voluntad de ésta, a menudo muy distinta de la del autor, probablemente renunciaríamos y no tendríamos siquiera el valor de comenzar. Una obra tiene en muchos casos sus propias ambiciones, que pueden sobrepasar con mucho las del propio autor, lo que no está mal. Porque la ambición no debe ser la de una persona, el autor no debe anteponerse a la obra, sino que la obra debe extraerla de sí misma y forzarse. De este modo, creo, han surgido las grandes obras, y no del afán previo de crear una.

En pocas palabras, pronto noté que la historia de Davos tenía esta ambición y que sus intenciones eran muy distintas a las mías. Esto era así incluso en lo exterior, puesto que el ampuloso estilo humorístico inglés con el que pretendía recuperarme del rigor de La muerte en Venecia reclamaba para sí el espacio y el tiempo necesarios. Luego llegó la guerra cuyo estallido me proporcionó un fácil final para la novela, y cuyas experiencias enriquecieron el libro de un modo insospechado, pero que interrumpió su redacción durante años.
Retomé La montaña mágica, interrumpiendo su redacción continuamente con ensayos críticos que la acompañaban, y de los cuales los tres principales eran, por su contenido, vástagos espirituales directos de la gran novela madre: los titulados "Goethe y Tostoi", "De la república alemana" y "Experiencias ocultas".

Finalmente, en otoño de 1924, aparecieron los dos volúmenes surgidos del proyecto original de “short store” y que, a fin de cuentas, no me habían tenido atado a su yugo siete, sino doce años; aun si su recepción por parte de los lectores hubiera sido mucho más negativa, habría superado con creces mis expectativas. Estoy acostumbrado a entregar una obra acabada con callada resignación, sin albergar la menor esperanza de éxito mundano. Los encantos que ésta irradió, embargándome a mí, su tutor, se han diluido ya en ese momento de tal manera que su terminación no pasa de ser un deber ético de producción, en realidad, de obstinación. En general, todos esos años de tesón me parecen tan marcados por la obstinación, siendo éste un placer excesivamente privado y problemático como para que pueda confiar lo más mínimo en la posible participación de muchos en la huella que dejan mis extrañas mañanas.
Los problemas que se planteaban en La montaña mágica no afectaban por su naturaleza a la gran mayoría del público, pero la masa del público culto sí se veía acuciada por ellos, y la miseria general había conferido a la receptividad del gran público precisamente esa "gradación" alquímica que constituía el núcleo de la aventura del joven Hans Castorp. Sin duda, el lector alemán se volvía a reconocer en el sencillo, aunque algo "travieso" héroe de la novela; podía y quería seguirle.

¿Qué puedo decir sobre el libro y sobre cómo hay que leerlo? Comienzo haciendo una exigencia muy arrogante, a saber, la de leerlo dos veces. Esta exigencia se retirará naturalmente de inmediato en el caso de que la primera lectura haya resultado aburrida. El arte no debe ser tarea escolar ni aburrimiento [...], sino que quiere y debe deparar alegría, debe entretener y dar vida, y aquel sobre el cual una obra determinada no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra. Pero a quien haya llegado al final de La montaña mágica le recomiendo leerla de nuevo, porque su forma especial, su carácter en cuanto composición, implica que el placer del lector aumentará y se profundizará en la segunda lectura, del mismo modo que hay que conocer una pieza de música para poder disfrutarle plenamente. No he utilizado casualmente la palabra "composición", que normalmente suele reservarse a la música. La música siempre ha ejercido un influjo notable sobre el estilo de mi obra. Los escritores suelen ser "en realidad" otra cosa, pintores o ilustradores frustrados, escultores o arquitectos. En lo que a mí respecta, debo incluirme entre los músicos que han engrosado las filas de los escritores. Desde siempre, la novela ha sido para mí una s 1000 infonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales. En alguna ocasión -incluso yo mismo lo he hecho- se ha reparado en la influencia que el arte de Richard Wagner ha ejercido sobre mi producción. No niego la existencia de tal influencia, y sobre todo sigo a Wagner en la utilización del leitmotiv, que apliqué en la narración y no, como era el caso en la obra de Tolstoi y de Zola y también en mi novela de juventud Los Buddenbrooks, de un modo meramente naturalista con fines de caracterización, es decir, mecánicamente, sino de acuerdo con los aspectos simbólicos de la música. Ensayé tal práctica por primera vez en Tonio Kröger.

Vuelvo sobre algo ya conocido, a saber, sobre el misterio del tiempo, que la novela trata de diversos modos. Se trata de una novela temporal en un doble sentido: primero en el histórico, ya que se trata de trazar un cuadro de los aspectos internos de una época, de Europa en vísperas de la guerra; pero también porque se ocupa del propio tiempo y no sólo en cuanto experiencia de su héroe, sino también en sí misma, como novela, y a través de sí. El mismo libro es aquello que cuenta; porque, al describir el hermético encantamiento que hace al joven héroe sucumbir a la atemporalidad, aspira a anular el tiempo gracias a sus medios artísticos, mediante el intento de conferir una presencia total en todo momento al mundo ideo-musical que abarca [....]. Sin duda opera con los medios de la novela realista, pero no lo es, traspasando continuamente el elemento realista, dándole un alcance simbólico y haciéndolo inteligible en la esfera de lo espiritual y lo ideal. Esto es así incluso en el tratamiento de sus personajes, que para el lector son más de lo que parecen: todos ellos son exponentes, representantes y enviados de ámbitos, principios y mundos espirituales. Confío en que no sean por ello meras sombras o alegorías en peregrinación. Por el contrario, me tranquiliza la experiencia de que el lector perciba a estas personas, a Joachim, Claudia Chauchat, Peeperkorn, Settembrini, etc., como personas reales que recuerda como si de auténticos conocidos se tratase.

Pero la crítica de la terapia practicada en los sanatorios no es más que la fachada, una de las fachadas, del libro, cuya esencia es más bien lo oculto. El doctoral aviso sobre los peligros morales que entraña la cura de reposo y todo aquel siniestro ambiente queda en realidad a cargo del señor Settembrini, ese parlanchín racionalista y humanista que no pasa de ser un personaje más, un personaje humorístico que despierta simpatías, aunque a veces también sea portavoz del autor, aunque no el propio autor.
Lo que aprende [Hans Castorp] es que la salud más perfecta se adquiere mediante las profundas experiencias de la enfermedad y la muerte, del mismo modo como el conocimiento del pecado constituye una condición previa para la redención. «Para vivir», dice en una ocasión Hans Castorp a Madame Chauchat, «para vivir hay dos caminos: uno es el común, el directo y correcto. El otro es tremendo, conduce a través de la muerte y es el camino genial». Esta concepción de la enfermedad y la muerte como estación de paso necesaria en el camino hacia el conocimiento, la salud y la vida, convierte a La montaña mágica en una novela de iniciación.

Este vínculo no es de mi cosecha. La crítica me lo ha proporcionado, y yo hago uso de él, ya que debo hablarles de La montaña mágica. Desde luego, acepto la ayuda de la crítica ajena, porque es un error creer que el propio autor sea el mejor conocedor y comentador de su propia obra. Tal vez lo sea mientras permanece y trabaja en ella. Pero una obra terminada y distante en el tiempo cada vez se convierte más en algo separado, ajeno a él, en algo de lo que otros con el tiempo podrán saber mucho más que él, de forma que podrán recordarle mucho de lo que olvidó o incluso de lo que nunca supo a ciencia cierta. Es necesario que se lo recuerden a uno. Por que uno nunca es dueño de sí mismo, nuestra autoconciencia es débil en la medida en que nunca podemos tener presentes a un tiempo todos los elementos que nos conforman.
Sea como fuere, tiene su encanto dejarse ilustrar por los críticos sobre uno mismo, aleccionar en relación con obras ya lejanas en el tiempo y volver a adentrarse en ellas, proceso que probablemente no excluirá ese sentimiento que se expresa de un modo incomparable con las palabras francesas: «Posible que j'ai eu tant d'esprit?». Mi fórmula de agradecimiento perpetuo para tales muestras de afecto reza: «Les agradezco enormemente que hayan tenido la amabilidad de recordarme a mí mismo».

Hace poco llegó a mis manos un manuscrito inglés redactado por un joven erudito de la Universidad de Harvard. Se titula “El héroe buscador. El mito como símbolo universal en las obras de Th. M.", y su lectura no me ha refrescado menos el recuerdo y la conciencia de mí mismo. El autor sitúa a la Magic Mountain y su simple héroe en una gran tradición no sólo alemana, sino universal: los incluye en un tipo de género que denomina "The Quester Legend" y que se remonta a las primeras obras escritas de los pueblos. Su forma alemana más conocida es el Fausto de Goethe.


Hans Castorp sería otro héroe buscador, según explica el autor de este análisis, ¿y acaso con razón? El buscador del Grial, sobre todo Perceval, es descrito al principio de sus aventuras como un idiota, un completo idiota, un cándido. Estos epítetos equivalen a la "sencillez", simplicidad y ausencia de amaneramiento que se atribuyen constantemente al héroe de mi novela, como si cierta tradición me hubiera obligado a persistir en este rasgo.

En una palabra, La montaña mágica es una variante del templo iniciático, sede de una peligrosa investigación que persigue el misterio de la vida, y Hans Castorp, el "viajero que se ilustra", cuenta con harto distinguidos predecesores mítico-caballerescos: es el típico, el más curioso neófito que abraza voluntariamente, demasiado, la enfermedad y la muerte, porque ya su primer contacto con ellos le proporciona la promesa de una comprensión extraordinaria, de increíbles aventuras, naturalmente unidas a un riesgo equiparable.
Hans Castorp como buscador del Grial [...] seguramente no lo vieron así al leer su historia, y si yo mismo lo pensé, no fue otra cosa que pensamiento. Tal vez vuelvan a leer el libro bajo esta perspectiva. Se darán cuenta entonces de lo que es el Grial, el conocimiento, la iniciación, aquello que no sólo constituye el objetivo del necio héroe, sino del propio libro. Lo encontrarán en el capítulo titulado "Nieve", donde Hans Castorp, perdido en mortales alturas, sueña su poema-sueño sobre el hombre. El Grial que, a pesar de no encontrarlo, intuye en el sueño provocado por la cercanía de la muerte, antes de que se vea arrastrado, desde sus alturas, hasta la catástrofe europea, es la idea del hombre, la concepción de una humanidad futura que haya atravesado el conocimiento más profundo, la enfermedad y la muerte. Porque el hombre mismo es un secreto, y toda humanidad descansa en el respeto al secreto del hombre.



Thomas Mann
Conferencia dictada a los estudiantes de la Universidad de Princeton (USA) el 10 de mayo de 1939.

Robert Musil, Carta a una desconocida señorita


ROBERT MUSIL A UNA DESCONOCIDA SEÑORITA

Mi pequeña desconocida señorita:
Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que, simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin embargo, aquél encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias. Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá reparado en mi entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que alguien la mira. En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil, a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los examina.
                                               
Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente (pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor sin raíces, es más, sin tallo.  
                                     
Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese no-del-todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es, manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que, seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.


Uniones (Editorial Seix Barral. Barcelona, 1995)

La sinagoga de los iconoclastas, de Rodolfo Wilcock

La sinagoga de los iconoclastas


Juan Rodolfo Wilcock (1919 / 1978) , poeta, dramaturgo y escritor argentino, nació en Buenos Aires en 1919. Escribió en español y en italiano.
Fue uno de los más destacados escritores de la llamada “generación del 40”, que reunió a un grupo de autores notables que produjeron por esos años sobre una línea neorromántica, que más tarde incorporaría elementos de la literatura surrealista.

El grupo difundía su obra a través de revistas literarias, entre otras Sur, en la que Wilcock colaboró y Verde Memoria, de la que fue director; en ellas publicaba poemas inconformistas e innovadores que oscilan entre la melancolía y el sarcasmo.

Entre 1949/53 editó los libros Poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores, Paseo sentimental, Los hermosos días y Sexto. Con poco más de 30 años, recibió el Premio de Poesía de la Sociedad Argentina de Escritores.

Lingüista y filólogo, dominaba varios idiomas, aptitud que le valió un contrato en Roma (1953) para traducir la versión en castellano de L’Osservatore Romano. Radicado definitivamente en Italia, allí dio a conocer gran parte de su obra, llena de crueldad y humor infrecuentes.

Il caos (1961), La sinagoga de los iconoclastas (1972), El templo etrusco (1973), de reminiscencia kafkiana pero que deviene en humor y Libro de los monstruos (1978), además de los libros de poesía Luoghi comuni (1961), Poesías españolas (1963) y Cancionero Italiano: 34 poesías de amor (1974), El estereoscopio de los solitarios y Hechos inquietantes, son parte de su producción.

Ubicado en la primera línea de los intelectuales italianos, cultivó la amistad de figuras tales como Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini y hasta llegó a actuar en la película de este último, El Evangelio según San Mateo, en el papel de Caifás.

Durante un breve regreso a la Argentina, compuso con Silvina Ocampo la pieza de teatro Los traidores (1956). También cultivó la amistad de Borges y Bioy Casares.

Su profesión de ingeniero, ejercida en la provincia argentina de Mendoza y luego abandonada, inspiró su novela L’ingegnere (1975), escrita originalmente en italiano.

Los últimos años de vida, vivió en una casa humilde y aislada en Lubiano di Bagno Regio, provincia de Viterbo, 65 km al noroeste de Roma, donde permaneció solitario hasta su muerte en 1978. En 1980 se hizo una edición póstuma de sus Poesías.

J. Rodolfo Wilcock (1919-1978) fue uno de los pocos escritores capaz de retirarse de su Buenos Aires natal para reinventarse a sí mismo como virtuoso de la literatura italiana, convirtiéndose así en poco menos que un escritor de culto, de rastro casi inencontrable y clasificación imposible. Bolaño habló de él en algún artículo para describir un libro suyo que Anagrama publicó en 1982, en una traducción bastante regular del italiano: La sinagoga de los iconoclastas. Así es como oí hablar por primera vez de este libro que hace poco llegó a mis manos y pude leer por fin.

No es un libro corriente en ningún aspecto. Para empezar, apenas cuenta con 170 páginas, a pesar de lo cual no puede leerse de corrido. Es más, resulta altamente aconsejable prolongar su lectura lo máximo posible, a razón, por ejemplo, de uno o dos capítulos por día. Así también se prolonga mucho más el placer de su lectura. Cada uno de los capítulos que conforman este rarísimo libro cuenta la vida de un personaje imaginario terriblemente singular, verosímil pero nunca cierto, que se caracteriza por atreverse a llevar a cabo un proyecto, sueño o modo de vida autodestructivo y absurdo hasta sus últimas consecuencias, siempre con la mayor rigurosidad y seriedad científicas.

Así, el libro es en realidad una colección de retratos imposibles que, en su condición de absurdos, muestran sin piedad un doble rostro: la risa irremediablemente unida a la muerte, la destrucción, la locura. El lado horripilante de los personajes es en todo momento de lo más sutil, puesto que sólo se apoya en el absoluto respeto con que son contemplados por parte de un narrador aparentemente imparcial pero que acaba llevando al lector a cuestionarse acerca de los límites y la validez de los procesos de aprendizaje y conocimiento. Es decir, cuando Wilcock narra la vida de Llorenç Riber, por ejemplo, y transcribe detalladamente las críticas que recibe por su puesta en escena de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, resulta imposible dejar de preguntarse hasta dónde pueden llegar la libre interpretación del arte o las convenciones tácitas de representación y contemplación de una obra. Wilcock suplanta los términos con una maestría tan absoluta que el lector empieza riéndose pero acaba tremendamente confundido, e incluso inquieto, podríamos decir, puesto que el mismo lenguaje de La sinagoga de los iconoclastas, los mismos razonamientos y una idéntica lógica se utilizan constantemente en las universidades, los estudios científicos o la divulgación educativa para convencernos acerca de una serie de postulados que, por costumbre e impotencia, damos por ciertos sin intentar siquiera revisar o comprender por nosotros mismos.

Wilcock realiza, pues, un constante y delicado trabajo de doble filo: primero, divertir; segundo, inquietar al lector (a veces por partes, casi siempre simultáneamente). Su dominio del lenguaje y la mezcla de cinismo, seriedad y humor de la cual hace gala a lo largo del libro, de un modo notablemente uniforme, hacen de La sinagoga de los iconoclastas una joyita literaria absolutamente recomendable como ejercicio humorístico y cuestionador. El desfile de héroes del absurdo entregados a sus particulares causas, que como decíamos debe ser leído rigurosamente despacio, es un gran ejemplo de cómo la prosa inteligente y llena de ingenio ha de reservarse para poder producir momentos brillantes.


AARON ROSENBLUM


Roberto Wilcock


Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a
matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle,
electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan. Reconforta
pensar que, incluso sin plan, los hombres están y siempre estarán dispuestos a matar, torturar,
incinerar, exiliar, esterilizar, descuartizar, bombardear, etcétera.
Aaron Rosenblum, nacido en Danzig, crecido en Birmingham, también había decidido hacer
feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos: publicó un libro sobre el
tema, pero el libro permaneció largo tiempo ignorado y no tuvo muchos seguidores. De
haberlos tenido, tal vez no existiría ahora ni una sola patata en Europa, ni un farol en las
calles, ni una pluma de metal, ni un piano.
La idea de Aaron Rosenblum era extremadamente sencilla; él no fue el primero en concebirla,
pero sí el primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. Sobre el papel, únicamente,
porque la humanidad no siempre desea hacer lo que debe hacer para ser feliz, o para lograrlo
prefiere elegir sus propios caminos, que en cualquier caso, al igual que los mejores planes
globales, también suponen matanzas, torturas, cárceles, exilios, descuartizamientos, guerras.
Cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía hacerla
famosa, Back to Happiness or On to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el
infierno) apareció en 1940, precisamente cuando el mundo pensante estaba mayoritariamente
entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, de reforma social, de reforma total.
Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la historia
mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente
definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la
sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre
otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en
aquel período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en
el lejano Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia
protestante anglicana.
Así que el plan de Back to Happiness era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir el
carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las
carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los
papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la
industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los
pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el guano, el celuloide,
Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo
XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los
desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.
Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones;
la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar
obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del
nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el
uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la
persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el
escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo
como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los
caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios
de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del
centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los
castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje;
la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las
corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.
Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y
ordenada realización le dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la
colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo
Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más
comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto
que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán
se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la
supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por
ejemplo, o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales.
Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía
alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió
que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar
firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del
pasado en general. Sin embargo, tres meses después de la publicación del libro, el autor fue
reclutado por el Servicio Civil de la Guerra como vigilante de un almacén de nula
importancia en la zona más deshabitada de la costa de Yorhshire. No disponía ni de un
teléfono: su utopía corría el peligro de hundirse en la arena.
Sin embargo, en la arena se hundió él, de manera insólita: mientras paseaba por la playa
recogiendo almejas y otros artículos propios del siglo XVI para el desayuno, en el curso de un
ataque aéreo realizado evidentemente a título de ejercicio, desapareció lacerado en un agujero
y sus fragmentos fueron inmediatamente recubiertos por el mar.
Ya se ha hablado de la vocación mortífera de los utopistas; hasta la bomba que le destruyó
respondía a una utopía, no tan dispar a la suya, si bien aparentemente más violenta. En su
esencia, el plan de Rosenblum se basaba en el enrarecimiento progresivo del presente.
Partiendo no de Birmingham, que era demasiado negra y habría necesitado al menos un siglo
de limpieza, sino de un pequeño centro periférico como Pensance, en Cornualles, se trataba
simplemente de delimitar una zona -tal vez adquiriéndola con los fondos de la Sixteenth
Century Society, aún por fundar- para proceder después a la exclusión en el área de
saneamiento, con minucioso valor, de todo y cualquier objeto o costumbre o forma o música o
vocablo que se remontara a los siglos incriminados, o sea XVII, XVIII, XIX y XX. La lista
bastante completa de los objetos, conceptos, manifestaciones y fenómenos a eliminar llena
cuatro capítulos del libro de Rosenblum.
Al mismo tiempo, la sociedad e institución patrocinadora, es decir la Sixteenth Century
Society, procedería a insertar todo lo que ya se ha mencionado -bandidos, velas, espadas,
burros de carga, y así sucesivamente durante otros cuatro capítulos del libro-, lo que debería
bastar para convertir a la colonia naciente en un paraíso, o en algo muy semejante a un
paraíso. La gente de Londres acudiría en tropel para sumergirse en el siglo XVI; la suciedad
consiguiente comenzaría inmediatamente a operar una primera selección natural, necesaria
como mínimo para devolver la población a los niveles de 1580.
Con las aportaciones de los visitantes y de los nuevos inscritos, la Sixteenth Century Society
se encontraría capacitada, por consiguiente, para ampliar poco a poco su campo de acción,
extendiéndose hasta Londres. Limpiar Londres de cuatro siglos de construcciones y
manufacturados de hierro era un problema que había que resolver aparte, convocando tal vez
un concurso de proyectos abierto a todos los jóvenes amantes del pasado. Pero algo en este
sentido parecía tener ya en la mente el otro utopista, el del otro lado del Canal de la Mancha;
en la duda, Rosenblum optaba por el cerco: es posible que un mero cinturón del siglo xvi en
torno a la capital bastara para conseguir que todo se derrumbara.
El plan avanzaba después rápidamente hasta cubrir toda Inglaterra y, desde Inglaterra,
Europa. En realidad, los dos utopistas tendían por diferentes caminos hacia la misma meta:
asegurar la felicidad del género humano. Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el
descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo
disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al
Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la
población actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número
de millones de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas
propuestas prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.


[La sinagoga de los iconoclastas, traducción de Joaquín Jordá para
Anagrama]
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El estereoscopio de los solitarios

Escritos originalmente en italiano, en 1972, los relatos de El estereoscopio de los solitarios son una galería de pequeñas joyas de inspiración fantástica en la que convergen el lirismo deslumbrante del poeta con el sarcasmo, la ironía y la finísima capacidad de observación de ese excepcional narrador argentino.



EL viento frío ha despoblado las calles; en la noche, los jardines oscuros parecen ásperos refugios para cualquiera que tenga algo que esconder, el cuerpo o la conciencia. Brasco ve un portón abierto; entra en un jardín de adelfas, con palmeras y árboles de troncos altos. Entre las palmeras divisa una estatua gris; es una mujer gigantesca, sentada, la cabeza semiescondida entre las ramas de un castaño de la India. Atraído por el calor que irradia la estatua, Brasco se trepa y se sienta en las rodillas de la mujer. Su vestido es un verdadero vestido de tela, los miembros de la estatua son blandos y difunden un olor que Brasco cree reconocer; finalmente comprende que es el olor familiar de su madre. Conmovido, como solía hacer de niño, busca el regazo tibio y se acurruca; con la mano izquierda se aferra a la tela y bajo los dedos vuelve a encontrar el vientre blando, palpitante de vida generosa. Así anidado, Brasco ya no siente el viento frío que sacude las palmeras; con la cabeza apoyada en ese vientre, delicadamente movido por una respiración regular, se siente perdonado. La dulzura del perdón lo hace llorar, un llanto en el que se disuelven años de desesperación, de humillación y de soledad. Habiendo olvidado todo, protegido, poco a poco, llorando, se duerme. Pero apenas se ha dormido sueña, y en el sueño vuelve a su pobre habitación de alquiler; resignado, come la cena fría que le han dejado en la mesa, después se acuesta en una camita estrecha, como uno que se acostara en su tumba.


Ik-men-ha-kaf
SUS ojos de esmalte miran fijamente el misterio del más allá como si fuese un ratón, y puede ser que lo sea. Vivió hace tres, mil años; se llamaba lk-men-ha-kaf, que significa, algo así como el relámpago o el rayo; pero en aquellos tiempos, como ahora, nadie usaba el nombre entero para dirigirse a un gato o pedirle un favor, de manera que lo llamaban lk, o más a menudo lk-ik, que es el relámpago abreviado. Vivía en Abido, en una casa de techos bajos, pero de todas formas el techo le parecía demasiado alto, inútil derroche para un laberinto tan simple, tan elemental, del cual después de dos o tres vueltas ya conocía todas las entradas y todas las salidas. lk-ik había sido traído por Tebe a la edad de tres meses, y los primeros días en realidad no conseguía distinguir las entradas de las salidas, tenía que detenerse en el umbral para estudiar los recorridos más apropiados; hasta que llegó a la conclusión de que las entradas y las salidas coincidían, y que se trataba de una distinción puramente académica. Desde aquel día transcurrió muchas horas afuera, a veces se iba hasta el Nilo y volvía con un pescado podrido, alta la cabeza para no arrastrarlo por la arena y el barro. Una noche, desde la costa, vio pasar un barco luminoso que llevaba encima una gran vaca, que entre sus cuernos tenía una luna; vio que era muy brillante, pero el hecho entraba en el orden, extraño para él, de las cosas del río, y no le dio importancia. A pesar de aquel techo tan ridículamente distante del piso, aceptó esa casa como suya; pero durante muchos años, en realidad hasta su muerte, debió compartirla con un número variable de seres humanos, que a lo mejor eran siempre los mismos, o parecían los mismos. Los que lo conocían lo llamaban lk-ik, los que no lo conocían lo llamaban Mjw, o sea Miau, que es la palabra egipcia para designar al gato; algunos decían que era blanco con manchas negras, otros que era negro con manchas blancas. Usaran el nombre que usaran para llamarlo, lk no iba nunca. Murió, como suele decirse, heroicamente, de un absceso en la cola provocado por la mordida de otro gato; mucho antes de morir perdió el conocimiento, y hasta entonces pensaban que se trataba de un mal pasajero, y podía ser que lo fuera. Se había refugiado en la entrada de un sepulcro roto; sus servidores lo encontraron y lo hicieron embalsamar.


El embalsamador, como se usaba en aquellos años, lo unió con vendas a un cuerpecito de hombre, con los dos pies o, mejor, con su único pie o pedestal de arcilla; ésta era la costumbre en Abido, doblemente desaprobada en Tebas: porque los gatos no tienen un pie o dos sino cuatro patas, que son envueltas con el cuerpo, y porque en el cementerio de los gatos las momias nunca reposan de pie sino acostadas, como todos los mortales. Las largas y delicadas tiras de lino que envuelven su cadáver, de colores no demasiado vivaces, apropiados para un gato anciano, aparecen entrecruzadas según el más elegante diseño geométrico para gatos; alrededor del cuello la venda se enrosca en un apretado collar dejando libre la cabeza impecable. El rostro es relleno, la nariz subrayada por un gesto sabio, las orejas derechas y atentas, la mirada está lista para el salto de milenios. En una chapa de plomo, su nombre en escritura demótica: "lk-men-ha-kaf-Mjw".


El vagabundo
alquiló un vagabundo para las noches tempestuosas. Cuando la lluvia arrecia contra los vidrios y el viento silba bajo las puertas y sacude las chapas sueltas del garaje, Löfli se pone las pantuflas rojas y verdes de lana, se sienta beatamente en un sillón delante del fuego de alegres troncos apilados en forma de pirámide, toma un libro cualquiera sobre las raras costumbres de los indios de las islas Trobriand y a la luz aterciopelada de una lámpara troncocónica, fija con los ojos apenas entreabiertos las llamas atareadas en devorar la madera de la que se nutren; en el tranquilo cuarto no se oye otro ruido que el ronquido del perro Persimol, un pastor alemán que ronca aunque esté despierto, como una ballena de grandeza mediana. Para engañar la espera, Löfli imagina con los ojos de la mente una procesión de ratones con yelmitos medievales, obligados a atravesar por motivos que no están claros el hogar de la chimenea, de derecha a izquierda; uno después de otro los ratones saltan sobre el fuego y Löfli los cuenta. De pronto, en la noche intransitable, el vagabundo llega; se acerca a la ventana y golpea ligeramente el vidrio con el dedo; después se queda mirando hacia adentro.


Löfli levanta la mirada y observa el rostro barbudo y pálido que lo mira, su marco de cabellos grises mojados por la lluvia bajo un periódico de izquierda. Todo el sufrimiento del mundo gotea de ese rostro mofletudo, cuidadosamente poceado; largas noches sin techo, con olor a pantalones mojados, a cigarrillos lentamente masticados; el hambre, la falta de documentos, la contemplación furtiva de televisores ajenos, ecos lejanos de botellas sucias después de nacimientos sin control, las plagas, las heridas, las descargas eléctricas infligidas en los institutos de asistencia pública, las mordidas de los párrocos, la prepotencia de los sindicatos, la lenta extinción de la cabra alpina, el aumento inexorable de los precios al consumidor, la violencia de las aduanas, el humorismo de la justicia, el entero horror de la existencia exuda de esos ojos implorantes. ¿Es llanto o lluvia esas gotas que corren por las mejillas del mendigo errante? Löfli suspira conmovido, piensa en la inmensa miseria del mundo y vuelve a la lectura que todavía no ha comenzado. El vagabundo se da vuelta y en la noche inclemente se aleja, hacia un destino seguramente atroz, dejando en el vidrio la impronta mojada de sus manos. Por estas apariciones recibe a fin de mes un pequeño salario.


El átomo
FRITTY habla, habla y habla. A veces se acuerda de hacer alguna pregunta, porque sabe que si no se hacen preguntas a intervalos regulares el interlocutor se duerme o bien se va. Pero cuando el otro, halagado, comienza a responder a la pregunta, ella, de pronto, vuelve a hablar y la respuesta se pierde como la cola de un ratón que desaparece detrás de un mueble. En el espacio la cosa está organizada así: Fritty ocupa el centro de un cuadrado ideal de interlocutores; tiene uno delante, uno a la derecha, uno a la izquierda y otro detrás. Ella lleva un leotardo de jersey negro y en el cuello distintos collares de metal dorado que completan sus gestos de diva intelectual. Por más que sus interlocutores se muestren estáticos, Fritty los considera electrones de un delicado átomo del que ella misma es el núcleo; con sus discursos los aleja o atrae en igual medida, y no pudiendo inducirlos a girar en su campo de fuerza, gira ella misma, con imprevistos disparos, tendientes a arrancar reflejos adorables a sus cabellos rubios. Tiene una hermosa dentadura de incisivos y caninos falsos, pero seleccionados y mal puestos, sobresalientes, largos y de un candor para nada natural, como si fuesen de mármol, o peor, de travertino. Los otros dientes son suyos y parecen palitos tirados desde lejos y clavados por azar, en cualquier posición, en su linda boquita de momia. A través de este surtido de dientes habla y habla.


Sus discursos son tan vulgares que los interlocutores piensan: "No, tanta vulgaridad no es posible, aquí dentro se encierra sin duda un destello de inteligencia, más que un destello, quizá, una mente superior que quiere disfrazarse de idiota". Vana ilusión: Fritty es más estúpida de lo que parece. Interrumpiendo sus preguntas, parecidas a pequeños picos de energía que se dispersan sin ulteriores efectos, su discurso consiste casi exclusivamente en halagos y menosprecios. Estas fuerzas contrapuestas están tan bien equilibradas que Fritty y sus interlocutores pueden atravesar una verdadera multitud, por ejemplo, la inauguración de la muestra de Arte en Decadencia, o la avant-première de un film sobre el Polo Norte, o una manifestación en la plaza por la abolición del carbón, sin sufrir deformaciones ni disminuir la cohesión del sistema. Pero al final llega la hora de la separación, hay que saludar y decirse adiós; nada más la entretiene, los interlocutores se van, cada uno por su lado, y Fritty, desesperada, sube corriendo a su cuarto, se mira al espejo y llora, con todas sus valencias a flor de piel, como un núcleo que ha perdido sus electrones.


Por Juan Rodolfo Wilcock