sábado, 8 de mayo de 2010

La sinagoga de los iconoclastas, de Rodolfo Wilcock

La sinagoga de los iconoclastas


Juan Rodolfo Wilcock (1919 / 1978) , poeta, dramaturgo y escritor argentino, nació en Buenos Aires en 1919. Escribió en español y en italiano.
Fue uno de los más destacados escritores de la llamada “generación del 40”, que reunió a un grupo de autores notables que produjeron por esos años sobre una línea neorromántica, que más tarde incorporaría elementos de la literatura surrealista.

El grupo difundía su obra a través de revistas literarias, entre otras Sur, en la que Wilcock colaboró y Verde Memoria, de la que fue director; en ellas publicaba poemas inconformistas e innovadores que oscilan entre la melancolía y el sarcasmo.

Entre 1949/53 editó los libros Poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores, Paseo sentimental, Los hermosos días y Sexto. Con poco más de 30 años, recibió el Premio de Poesía de la Sociedad Argentina de Escritores.

Lingüista y filólogo, dominaba varios idiomas, aptitud que le valió un contrato en Roma (1953) para traducir la versión en castellano de L’Osservatore Romano. Radicado definitivamente en Italia, allí dio a conocer gran parte de su obra, llena de crueldad y humor infrecuentes.

Il caos (1961), La sinagoga de los iconoclastas (1972), El templo etrusco (1973), de reminiscencia kafkiana pero que deviene en humor y Libro de los monstruos (1978), además de los libros de poesía Luoghi comuni (1961), Poesías españolas (1963) y Cancionero Italiano: 34 poesías de amor (1974), El estereoscopio de los solitarios y Hechos inquietantes, son parte de su producción.

Ubicado en la primera línea de los intelectuales italianos, cultivó la amistad de figuras tales como Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini y hasta llegó a actuar en la película de este último, El Evangelio según San Mateo, en el papel de Caifás.

Durante un breve regreso a la Argentina, compuso con Silvina Ocampo la pieza de teatro Los traidores (1956). También cultivó la amistad de Borges y Bioy Casares.

Su profesión de ingeniero, ejercida en la provincia argentina de Mendoza y luego abandonada, inspiró su novela L’ingegnere (1975), escrita originalmente en italiano.

Los últimos años de vida, vivió en una casa humilde y aislada en Lubiano di Bagno Regio, provincia de Viterbo, 65 km al noroeste de Roma, donde permaneció solitario hasta su muerte en 1978. En 1980 se hizo una edición póstuma de sus Poesías.

J. Rodolfo Wilcock (1919-1978) fue uno de los pocos escritores capaz de retirarse de su Buenos Aires natal para reinventarse a sí mismo como virtuoso de la literatura italiana, convirtiéndose así en poco menos que un escritor de culto, de rastro casi inencontrable y clasificación imposible. Bolaño habló de él en algún artículo para describir un libro suyo que Anagrama publicó en 1982, en una traducción bastante regular del italiano: La sinagoga de los iconoclastas. Así es como oí hablar por primera vez de este libro que hace poco llegó a mis manos y pude leer por fin.

No es un libro corriente en ningún aspecto. Para empezar, apenas cuenta con 170 páginas, a pesar de lo cual no puede leerse de corrido. Es más, resulta altamente aconsejable prolongar su lectura lo máximo posible, a razón, por ejemplo, de uno o dos capítulos por día. Así también se prolonga mucho más el placer de su lectura. Cada uno de los capítulos que conforman este rarísimo libro cuenta la vida de un personaje imaginario terriblemente singular, verosímil pero nunca cierto, que se caracteriza por atreverse a llevar a cabo un proyecto, sueño o modo de vida autodestructivo y absurdo hasta sus últimas consecuencias, siempre con la mayor rigurosidad y seriedad científicas.

Así, el libro es en realidad una colección de retratos imposibles que, en su condición de absurdos, muestran sin piedad un doble rostro: la risa irremediablemente unida a la muerte, la destrucción, la locura. El lado horripilante de los personajes es en todo momento de lo más sutil, puesto que sólo se apoya en el absoluto respeto con que son contemplados por parte de un narrador aparentemente imparcial pero que acaba llevando al lector a cuestionarse acerca de los límites y la validez de los procesos de aprendizaje y conocimiento. Es decir, cuando Wilcock narra la vida de Llorenç Riber, por ejemplo, y transcribe detalladamente las críticas que recibe por su puesta en escena de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, resulta imposible dejar de preguntarse hasta dónde pueden llegar la libre interpretación del arte o las convenciones tácitas de representación y contemplación de una obra. Wilcock suplanta los términos con una maestría tan absoluta que el lector empieza riéndose pero acaba tremendamente confundido, e incluso inquieto, podríamos decir, puesto que el mismo lenguaje de La sinagoga de los iconoclastas, los mismos razonamientos y una idéntica lógica se utilizan constantemente en las universidades, los estudios científicos o la divulgación educativa para convencernos acerca de una serie de postulados que, por costumbre e impotencia, damos por ciertos sin intentar siquiera revisar o comprender por nosotros mismos.

Wilcock realiza, pues, un constante y delicado trabajo de doble filo: primero, divertir; segundo, inquietar al lector (a veces por partes, casi siempre simultáneamente). Su dominio del lenguaje y la mezcla de cinismo, seriedad y humor de la cual hace gala a lo largo del libro, de un modo notablemente uniforme, hacen de La sinagoga de los iconoclastas una joyita literaria absolutamente recomendable como ejercicio humorístico y cuestionador. El desfile de héroes del absurdo entregados a sus particulares causas, que como decíamos debe ser leído rigurosamente despacio, es un gran ejemplo de cómo la prosa inteligente y llena de ingenio ha de reservarse para poder producir momentos brillantes.


AARON ROSENBLUM


Roberto Wilcock


Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a
matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle,
electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan. Reconforta
pensar que, incluso sin plan, los hombres están y siempre estarán dispuestos a matar, torturar,
incinerar, exiliar, esterilizar, descuartizar, bombardear, etcétera.
Aaron Rosenblum, nacido en Danzig, crecido en Birmingham, también había decidido hacer
feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos: publicó un libro sobre el
tema, pero el libro permaneció largo tiempo ignorado y no tuvo muchos seguidores. De
haberlos tenido, tal vez no existiría ahora ni una sola patata en Europa, ni un farol en las
calles, ni una pluma de metal, ni un piano.
La idea de Aaron Rosenblum era extremadamente sencilla; él no fue el primero en concebirla,
pero sí el primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. Sobre el papel, únicamente,
porque la humanidad no siempre desea hacer lo que debe hacer para ser feliz, o para lograrlo
prefiere elegir sus propios caminos, que en cualquier caso, al igual que los mejores planes
globales, también suponen matanzas, torturas, cárceles, exilios, descuartizamientos, guerras.
Cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía hacerla
famosa, Back to Happiness or On to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el
infierno) apareció en 1940, precisamente cuando el mundo pensante estaba mayoritariamente
entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, de reforma social, de reforma total.
Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la historia
mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente
definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la
sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre
otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en
aquel período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en
el lejano Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia
protestante anglicana.
Así que el plan de Back to Happiness era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir el
carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las
carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los
papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la
industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los
pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el guano, el celuloide,
Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo
XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los
desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.
Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones;
la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar
obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del
nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el
uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la
persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el
escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo
como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los
caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios
de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del
centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los
castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje;
la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las
corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.
Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y
ordenada realización le dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la
colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo
Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más
comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto
que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán
se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la
supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por
ejemplo, o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales.
Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía
alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió
que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar
firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del
pasado en general. Sin embargo, tres meses después de la publicación del libro, el autor fue
reclutado por el Servicio Civil de la Guerra como vigilante de un almacén de nula
importancia en la zona más deshabitada de la costa de Yorhshire. No disponía ni de un
teléfono: su utopía corría el peligro de hundirse en la arena.
Sin embargo, en la arena se hundió él, de manera insólita: mientras paseaba por la playa
recogiendo almejas y otros artículos propios del siglo XVI para el desayuno, en el curso de un
ataque aéreo realizado evidentemente a título de ejercicio, desapareció lacerado en un agujero
y sus fragmentos fueron inmediatamente recubiertos por el mar.
Ya se ha hablado de la vocación mortífera de los utopistas; hasta la bomba que le destruyó
respondía a una utopía, no tan dispar a la suya, si bien aparentemente más violenta. En su
esencia, el plan de Rosenblum se basaba en el enrarecimiento progresivo del presente.
Partiendo no de Birmingham, que era demasiado negra y habría necesitado al menos un siglo
de limpieza, sino de un pequeño centro periférico como Pensance, en Cornualles, se trataba
simplemente de delimitar una zona -tal vez adquiriéndola con los fondos de la Sixteenth
Century Society, aún por fundar- para proceder después a la exclusión en el área de
saneamiento, con minucioso valor, de todo y cualquier objeto o costumbre o forma o música o
vocablo que se remontara a los siglos incriminados, o sea XVII, XVIII, XIX y XX. La lista
bastante completa de los objetos, conceptos, manifestaciones y fenómenos a eliminar llena
cuatro capítulos del libro de Rosenblum.
Al mismo tiempo, la sociedad e institución patrocinadora, es decir la Sixteenth Century
Society, procedería a insertar todo lo que ya se ha mencionado -bandidos, velas, espadas,
burros de carga, y así sucesivamente durante otros cuatro capítulos del libro-, lo que debería
bastar para convertir a la colonia naciente en un paraíso, o en algo muy semejante a un
paraíso. La gente de Londres acudiría en tropel para sumergirse en el siglo XVI; la suciedad
consiguiente comenzaría inmediatamente a operar una primera selección natural, necesaria
como mínimo para devolver la población a los niveles de 1580.
Con las aportaciones de los visitantes y de los nuevos inscritos, la Sixteenth Century Society
se encontraría capacitada, por consiguiente, para ampliar poco a poco su campo de acción,
extendiéndose hasta Londres. Limpiar Londres de cuatro siglos de construcciones y
manufacturados de hierro era un problema que había que resolver aparte, convocando tal vez
un concurso de proyectos abierto a todos los jóvenes amantes del pasado. Pero algo en este
sentido parecía tener ya en la mente el otro utopista, el del otro lado del Canal de la Mancha;
en la duda, Rosenblum optaba por el cerco: es posible que un mero cinturón del siglo xvi en
torno a la capital bastara para conseguir que todo se derrumbara.
El plan avanzaba después rápidamente hasta cubrir toda Inglaterra y, desde Inglaterra,
Europa. En realidad, los dos utopistas tendían por diferentes caminos hacia la misma meta:
asegurar la felicidad del género humano. Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el
descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo
disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al
Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la
población actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número
de millones de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas
propuestas prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.


[La sinagoga de los iconoclastas, traducción de Joaquín Jordá para
Anagrama]
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El estereoscopio de los solitarios

Escritos originalmente en italiano, en 1972, los relatos de El estereoscopio de los solitarios son una galería de pequeñas joyas de inspiración fantástica en la que convergen el lirismo deslumbrante del poeta con el sarcasmo, la ironía y la finísima capacidad de observación de ese excepcional narrador argentino.



EL viento frío ha despoblado las calles; en la noche, los jardines oscuros parecen ásperos refugios para cualquiera que tenga algo que esconder, el cuerpo o la conciencia. Brasco ve un portón abierto; entra en un jardín de adelfas, con palmeras y árboles de troncos altos. Entre las palmeras divisa una estatua gris; es una mujer gigantesca, sentada, la cabeza semiescondida entre las ramas de un castaño de la India. Atraído por el calor que irradia la estatua, Brasco se trepa y se sienta en las rodillas de la mujer. Su vestido es un verdadero vestido de tela, los miembros de la estatua son blandos y difunden un olor que Brasco cree reconocer; finalmente comprende que es el olor familiar de su madre. Conmovido, como solía hacer de niño, busca el regazo tibio y se acurruca; con la mano izquierda se aferra a la tela y bajo los dedos vuelve a encontrar el vientre blando, palpitante de vida generosa. Así anidado, Brasco ya no siente el viento frío que sacude las palmeras; con la cabeza apoyada en ese vientre, delicadamente movido por una respiración regular, se siente perdonado. La dulzura del perdón lo hace llorar, un llanto en el que se disuelven años de desesperación, de humillación y de soledad. Habiendo olvidado todo, protegido, poco a poco, llorando, se duerme. Pero apenas se ha dormido sueña, y en el sueño vuelve a su pobre habitación de alquiler; resignado, come la cena fría que le han dejado en la mesa, después se acuesta en una camita estrecha, como uno que se acostara en su tumba.


Ik-men-ha-kaf
SUS ojos de esmalte miran fijamente el misterio del más allá como si fuese un ratón, y puede ser que lo sea. Vivió hace tres, mil años; se llamaba lk-men-ha-kaf, que significa, algo así como el relámpago o el rayo; pero en aquellos tiempos, como ahora, nadie usaba el nombre entero para dirigirse a un gato o pedirle un favor, de manera que lo llamaban lk, o más a menudo lk-ik, que es el relámpago abreviado. Vivía en Abido, en una casa de techos bajos, pero de todas formas el techo le parecía demasiado alto, inútil derroche para un laberinto tan simple, tan elemental, del cual después de dos o tres vueltas ya conocía todas las entradas y todas las salidas. lk-ik había sido traído por Tebe a la edad de tres meses, y los primeros días en realidad no conseguía distinguir las entradas de las salidas, tenía que detenerse en el umbral para estudiar los recorridos más apropiados; hasta que llegó a la conclusión de que las entradas y las salidas coincidían, y que se trataba de una distinción puramente académica. Desde aquel día transcurrió muchas horas afuera, a veces se iba hasta el Nilo y volvía con un pescado podrido, alta la cabeza para no arrastrarlo por la arena y el barro. Una noche, desde la costa, vio pasar un barco luminoso que llevaba encima una gran vaca, que entre sus cuernos tenía una luna; vio que era muy brillante, pero el hecho entraba en el orden, extraño para él, de las cosas del río, y no le dio importancia. A pesar de aquel techo tan ridículamente distante del piso, aceptó esa casa como suya; pero durante muchos años, en realidad hasta su muerte, debió compartirla con un número variable de seres humanos, que a lo mejor eran siempre los mismos, o parecían los mismos. Los que lo conocían lo llamaban lk-ik, los que no lo conocían lo llamaban Mjw, o sea Miau, que es la palabra egipcia para designar al gato; algunos decían que era blanco con manchas negras, otros que era negro con manchas blancas. Usaran el nombre que usaran para llamarlo, lk no iba nunca. Murió, como suele decirse, heroicamente, de un absceso en la cola provocado por la mordida de otro gato; mucho antes de morir perdió el conocimiento, y hasta entonces pensaban que se trataba de un mal pasajero, y podía ser que lo fuera. Se había refugiado en la entrada de un sepulcro roto; sus servidores lo encontraron y lo hicieron embalsamar.


El embalsamador, como se usaba en aquellos años, lo unió con vendas a un cuerpecito de hombre, con los dos pies o, mejor, con su único pie o pedestal de arcilla; ésta era la costumbre en Abido, doblemente desaprobada en Tebas: porque los gatos no tienen un pie o dos sino cuatro patas, que son envueltas con el cuerpo, y porque en el cementerio de los gatos las momias nunca reposan de pie sino acostadas, como todos los mortales. Las largas y delicadas tiras de lino que envuelven su cadáver, de colores no demasiado vivaces, apropiados para un gato anciano, aparecen entrecruzadas según el más elegante diseño geométrico para gatos; alrededor del cuello la venda se enrosca en un apretado collar dejando libre la cabeza impecable. El rostro es relleno, la nariz subrayada por un gesto sabio, las orejas derechas y atentas, la mirada está lista para el salto de milenios. En una chapa de plomo, su nombre en escritura demótica: "lk-men-ha-kaf-Mjw".


El vagabundo
alquiló un vagabundo para las noches tempestuosas. Cuando la lluvia arrecia contra los vidrios y el viento silba bajo las puertas y sacude las chapas sueltas del garaje, Löfli se pone las pantuflas rojas y verdes de lana, se sienta beatamente en un sillón delante del fuego de alegres troncos apilados en forma de pirámide, toma un libro cualquiera sobre las raras costumbres de los indios de las islas Trobriand y a la luz aterciopelada de una lámpara troncocónica, fija con los ojos apenas entreabiertos las llamas atareadas en devorar la madera de la que se nutren; en el tranquilo cuarto no se oye otro ruido que el ronquido del perro Persimol, un pastor alemán que ronca aunque esté despierto, como una ballena de grandeza mediana. Para engañar la espera, Löfli imagina con los ojos de la mente una procesión de ratones con yelmitos medievales, obligados a atravesar por motivos que no están claros el hogar de la chimenea, de derecha a izquierda; uno después de otro los ratones saltan sobre el fuego y Löfli los cuenta. De pronto, en la noche intransitable, el vagabundo llega; se acerca a la ventana y golpea ligeramente el vidrio con el dedo; después se queda mirando hacia adentro.


Löfli levanta la mirada y observa el rostro barbudo y pálido que lo mira, su marco de cabellos grises mojados por la lluvia bajo un periódico de izquierda. Todo el sufrimiento del mundo gotea de ese rostro mofletudo, cuidadosamente poceado; largas noches sin techo, con olor a pantalones mojados, a cigarrillos lentamente masticados; el hambre, la falta de documentos, la contemplación furtiva de televisores ajenos, ecos lejanos de botellas sucias después de nacimientos sin control, las plagas, las heridas, las descargas eléctricas infligidas en los institutos de asistencia pública, las mordidas de los párrocos, la prepotencia de los sindicatos, la lenta extinción de la cabra alpina, el aumento inexorable de los precios al consumidor, la violencia de las aduanas, el humorismo de la justicia, el entero horror de la existencia exuda de esos ojos implorantes. ¿Es llanto o lluvia esas gotas que corren por las mejillas del mendigo errante? Löfli suspira conmovido, piensa en la inmensa miseria del mundo y vuelve a la lectura que todavía no ha comenzado. El vagabundo se da vuelta y en la noche inclemente se aleja, hacia un destino seguramente atroz, dejando en el vidrio la impronta mojada de sus manos. Por estas apariciones recibe a fin de mes un pequeño salario.


El átomo
FRITTY habla, habla y habla. A veces se acuerda de hacer alguna pregunta, porque sabe que si no se hacen preguntas a intervalos regulares el interlocutor se duerme o bien se va. Pero cuando el otro, halagado, comienza a responder a la pregunta, ella, de pronto, vuelve a hablar y la respuesta se pierde como la cola de un ratón que desaparece detrás de un mueble. En el espacio la cosa está organizada así: Fritty ocupa el centro de un cuadrado ideal de interlocutores; tiene uno delante, uno a la derecha, uno a la izquierda y otro detrás. Ella lleva un leotardo de jersey negro y en el cuello distintos collares de metal dorado que completan sus gestos de diva intelectual. Por más que sus interlocutores se muestren estáticos, Fritty los considera electrones de un delicado átomo del que ella misma es el núcleo; con sus discursos los aleja o atrae en igual medida, y no pudiendo inducirlos a girar en su campo de fuerza, gira ella misma, con imprevistos disparos, tendientes a arrancar reflejos adorables a sus cabellos rubios. Tiene una hermosa dentadura de incisivos y caninos falsos, pero seleccionados y mal puestos, sobresalientes, largos y de un candor para nada natural, como si fuesen de mármol, o peor, de travertino. Los otros dientes son suyos y parecen palitos tirados desde lejos y clavados por azar, en cualquier posición, en su linda boquita de momia. A través de este surtido de dientes habla y habla.


Sus discursos son tan vulgares que los interlocutores piensan: "No, tanta vulgaridad no es posible, aquí dentro se encierra sin duda un destello de inteligencia, más que un destello, quizá, una mente superior que quiere disfrazarse de idiota". Vana ilusión: Fritty es más estúpida de lo que parece. Interrumpiendo sus preguntas, parecidas a pequeños picos de energía que se dispersan sin ulteriores efectos, su discurso consiste casi exclusivamente en halagos y menosprecios. Estas fuerzas contrapuestas están tan bien equilibradas que Fritty y sus interlocutores pueden atravesar una verdadera multitud, por ejemplo, la inauguración de la muestra de Arte en Decadencia, o la avant-première de un film sobre el Polo Norte, o una manifestación en la plaza por la abolición del carbón, sin sufrir deformaciones ni disminuir la cohesión del sistema. Pero al final llega la hora de la separación, hay que saludar y decirse adiós; nada más la entretiene, los interlocutores se van, cada uno por su lado, y Fritty, desesperada, sube corriendo a su cuarto, se mira al espejo y llora, con todas sus valencias a flor de piel, como un núcleo que ha perdido sus electrones.


Por Juan Rodolfo Wilcock

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