viernes, 4 de junio de 2010

Notas sobre la pereza, de Salman Rushdie

Saligia. La imagino como un esperpento de Fellini, voluminosa y carnosa, que se bambolea cuando ríe. La cámara cae hacia ella y ofrece su inmenso pecho. Tiene una mala dentadura y un pelo negro grasiento y estirado hacia atrás en una coleta. Si estuviera esculpida, el artista tendría que ser el colombiano Fernando Botero. Aterroriza a los chicos adolescentes, quizás en Rímini, o en una ciudad parecida, pero esos mismos adolescentes también se sienten inexorablemente atraídos por ella, por el perfume de sus poderosos pechos. Les inicia en los misterios de la carne y sus hermanas son Cabiria y Volpina y el resto. Alarga sus brazos hacia nosotros y estamos perdidos.
Probablemente nació en el siglo XIII y aparece impresa en 1271, en la Summa Hostiensis, obra de un tal Henricus de Bartholomaeis, un hombre del puerto de Ostia, donde, siglos más tarde, la prostituta Cabiria ejercería su oficio por la noche en la película de Fellini. Bartholomaeis creó a Saligia mediante la revisión del orden tradicional de los siete pecados capitales, orden que se estableció en el siglo VI d. C. en la Magna Moralia de Gregorio el Grande: superbia, invidia, ira, avaritia, accidia, gula, luxuria. Soberbia, envidia, ira, avaricia, pereza, gula y lujuria. Estos son sus siete elementos, pero en la relación de Gregorio -SIIAAGL- todavía no se la distingue. Es Bartholomaeis quien le da la vida recomponiendo su ADN. Es su Crick y Watson, su Pigmalión. Soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y pereza: esto que percibe el hombre de Ostia es la secuencia que descifra su código genético. Superbia, avaritia, luxuria, invidia, gula, Ira, accidia: el acrónimo trae a Saligia a una vida intensa y palpable.
Saligia. Los siete pecados capitales fundidos en uno. Y el mayor y el peor de todos ellos, al que se le concede el derecho de cerrar el espectáculo -el último lugar, el lugar más deshonroso-, es la pereza. Accidia, también conocida por acedia o pigritia, y sus oscuras acólitas, tristitia, la tristeza, y anomie, una erosión del alma. Fellini, por supuesto, es el artista supremo de la pereza debilitadora. Su protagonista es, casi siempre, alguna clase de vitellone, un holgazán, a veces pobre y a veces próspero, pero siempre un inútil, cuya máxima encarnación es el Mastroianni de La Dolce Vita y Ocho y medio, distante, melancólico, a la deriva, pasivo, perdido. Ahí va, Marcello el de los ojos cansados, guapo y débil, con un cigarrillo en la mano y una mujer a su lado, una mujer a la que está en trance de perder. Deambula por la Via Veneto, baja por los sucios callejones y sube otra vez hasta el mundo de la vida dulce, hasta las casas de los ricos. Vaga por lentas y decadentes fiestas, poseído por la inactividad, por la incapacidad de tomar decisiones o de avanzar en su vida, una parálisis del espíritu. Una estrella de cine embriagadora, etéreamente deseable, tontea a su lado en la Fontana de Trevi; él intenta surgir de las profundidades de su apatía para seducirla, pero fracasa, y todo lo que consigue con sus esfuerzos es que el novio de ella le dé un puñetazo en la cara, y se lo merece. A su alrededor, en los salones y restaurantes y en la ciudad nocturna del fotógrafo depredador Paparazzo, deambulan los oriundos de su mundo falto de afecto, las aburridas bellezas con expresiones vidriosas y peinados perfectos. Estas encarnaciones de la Pereza no sólo están malditas. Ya están en el Infierno, bailando entre las llamas con Saligia.


¿Es la Pereza un pecado? Un chico es enviado a un internado, en una tierra extraña, lejos de su casa. Carece del fuerte y extrovertido temperamento que abunda en esos fríos lugares; es tímido, inteligente, pequeño, desgarbado, sutil y tranquilo. En un momento comprende que ésos, cuando se juntan con su condición de extranjero, son los siete pecados capitales en la vida de los internados, y, como es culpable de los siete, se sume en la oscuridad exterior; lo que significa que, sin pronunciar una palabra o hacer algo, se convierte en impopular.
Después de unos días empieza a sentirse mal de una manera desconocida. Cuando se levanta todas las mañanas en su dormitorio, los brazos y las piernas le pesan más de lo que deberían. Le resulta realmente difícil salir de la cama y vestirse, pero una vez que ha logrado ponerse en pie, el agobiante peso adicional le abandona lentamente y puede funcionar con normalidad. Cada día, sin embargo, la pesadez matinal es peor de lo que era el día anterior y cada vez le resulta más difícil superarla.
Llega el día en que no puede levantarse de la cama. Los otros chicos del dormitorio, incluso el muchacho más mayor, que hace las veces de monitor del dormitorio, no entienden qué quiere decir cuando se queja de la pesadez; por eso, como son niños, empiezan a burlarse y a insultarle. «¡Oh, no, caramba!», gritan, burlándose atrozmente de su acento extranjero y de su supuesto desconocimiento del idioma local. «¡Oh! ¡Oh! ¡La pesadez de los miembros!».
Mientras sus compañeros brincan y dan saltos e imitan su pereza, un nuevo sentimiento se apodera del chico, y ante su sorpresa este sentimiento tiene un efecto beneficioso sobre el peso aplastante que le mantiene clavado a la cama. El nuevo sentimiento le da fuerza y expulsa de él la pesadez y el letargo, como el héroe de un antiguo cuento que puede apartar la roca a la que sus enemigos le han atado. Se levanta de la cama como un alma encendida.
El nuevo sentimiento es la cólera. Los demás chicos ven la llama de la ira en sus ojos y las burlas mueren en sus labios. Se apartan de él con precaución. A partir de ese momento comprende cómo vivir en este nuevo mundo. La ira le enciende, y hace que destaque en el colegio, en clase, al menos; y también le defiende. Sigue siendo impopular, pero ahora le tratan con cuidado, como si fuera una bomba que podría estallar si se deja caer.
Una persona religiosa podría decir que el infeliz chico usó un pecado capital para superar otro. Por lo tanto, se halla todavía en un estado pecaminoso. Su pecado le despoja de la capacidad de ser caritativo y, por lo tanto, le lleva lejos de Dios. Otro tipo de persona religiosa (no cristiana -budista o jainista-) podría aconsejarle que buscara la iluminación que proporciona al mundo el equilibrio adecuado y así crear la paz interior. Otras religiones no dudarían en salirnos con otras clases de tonterías divinas. Sin embargo, a una mente laica, gobernada por la razón, instruida por el psicoanálisis, le parece erróneo describir como pecaminoso lo que es simplemente un trastorno psicológico. La Pereza no es obra del Diablo. No es una metáfora, es una enfermedad. ¿Hace el Diablo el trabajo de las manos holgazanas? Bueno, sí, pero también hace el trabajo de las manos ocupadas. O lo haría si existiera. Pero no existe.

Tyrone Slothrop. Las dos grandes ideas contrapuestas de la obra del solitario novelista estadounidense Thomas Pynchon son la paranoia y la entropía. Sus numerosos personajes paranoicos, como Herbert Stencil en V y casi todos los de La subasta del lote 49, están convencidos de que se les oculta la verdadera forma y el verdadero significado del mundo, y que unas inmensas fuerzas -gobiernos, empresas, alienígenas- manejan el mundo y ocultan su existencia detrás de unas pantallas impenetrables. Estos personajes existen en contraposición con otro grupo de estereotipos, como el marinero Benny Profane y sus amigos de «Toda la tripulación enferma» en V, cuya vida parece una fiesta lenta de la cerveza, casi catatónica, que se desarrolla eternamente sin que logre alcanzar nunca el final.

La segunda ley de la termodinámica nos dice que el calor siempre fluye desde el objeto más caliente hacia el más frío, de forma que, gradualmente, el objeto más caliente se vuelve menos caliente y el objeto más frío, más caliente. Cuando este principio se aplica en una escala universal, da a entender que la energía calórica de todos los objetos calientes -es decir, las estrellas- se disipará lentamente, se propagará hacia la materia menos caliente, hasta que, al final, toda la materia del universo tendrá la misma temperatura, y no quedará energía utilizable. La totalidad del cosmos será víctima de un enervamiento terminal. Esto es lo que William Thomson, el primer barón Kelvin (una persona real, no un invento pynchoniano), describió en 1851 como la muerte del calor del universo. La disipación universal de la energía traería consigo una época en la que cesaría todo movimiento. Por fin acabaría la interminable fiesta de la cerveza de Benny Profane.

La paranoia, en Pynchon, se presenta como una forma de cordura superior: no como una falsa ilusión sino como una percepción. Sus paranoicos son gente que lucha por ver a través de lo que el hinduismo llama maya, el velo de la ilusión que impide que los seres humanos perciban la realidad tal y como es. Así, vemos que la paranoia en Pynchon refleja una especie de opinión sombríamente optimista del mundo, que insinúa que la vida humana tiene sin duda un significado; sólo que ese significado se nos oculta, por lo que no sabemos lo que es.

La metáfora de la entropía es la cara sombríamente pesimista de la paranoia. Los temas entrópicos en Pynchon nos plantean que el mundo carece de sentido, que todas nuestras acciones decaen, que nuestra energía se nos escapa y que estamos condenados a dirigirnos lentamente hacia la Absurdidad Final.

El personaje que reúne ambos temas es Tyrone Slothrop, el protagonista en cierto modo de la novela más compleja y ambiciosa de Pynchon, El arco iris de gravedad. La historia de Slothrop contiene muchos elementos paranoicos: por ejemplo, su misterioso condicionamiento «más allá de cero» por parte de un tal Laszlo Jamf, cuando todavía era un niño. Por encima de todo está el extraño asunto de la distribución de Poisson.

La distribución de Poisson es una medida estadística de la probabilidad. «Expresa la probabilidad de que un número de acontecimientos ocurran en un intervalo de tiempo determinado si esos acontecimientos suceden a ritmo medio conocido y con independencia del tiempo transcurrido desde el último acontecimiento.» En El arco iris de gravedad, la distribución de Poisson determina los sitios de los encuentros de Tyrone Slothrop con mujeres en varias partes de Londres. Debido a unas razones increíblemente profundas y por lo tanto ocultas, este gráfico predice los sitios donde se estrellarán los cohetes alemanes V-2 pocos días más tarde.

En la medida en que Tyrone Slothrop tiene una personalidad, se parece más a un personaje de la galería de entrópicos de Pynchon que a un paranoico, aunque ambas características estén presentes. Es un trotamundos decadente y dominado por la pereza, más pasivo que activo, y a la larga su mente se desintegra por lo menos en cuatro personas distintas y se pierde para el libro. Ésta es su personal muerte del calor.

¿Cómo es Slothrop? Me lo imagino alto, delgado, vestido con una camisa de leñador de cuadros rojos y blancos y unos vaqueros de tubo, con un halo de pelo tipo Einstein y unas protuberantes paletas como las de Bugs Bunny.

Una vez conocí a Thomas Pynchon, pero, según las condiciones de ese encuentro, soy incapaz de decir si la anterior descripción encaja con la del autor.
Puedo decir que el autor todavía no ha caído en el letargo entrópico, pero sigue produciendo obras inmensamente enérgicas sobre la pérdida de energía. También puedo decir que el nombre Tyrone Slothrop es un anagrama cuyas letras se ordenan para formar las palabras Sloth or Entropy (pereza o entropía).

La vacilación de Elsinore. En cada una de las grandes tragedias de Shakespeare el autor nos pide, muy cerca del principio de la obra, que respondamos a una pregunta prácticamente imposible de contestar. Por ejemplo, ¿por qué el rey Lear no presta atención a Cordelia? Es su hija favorita y tiene la valentía de hablarle con franqueza y de decirle las verdades sin adornos. Si estaban tan unidos, ésta no podía ser la primera vez que le hablaba sin rodeos. Seguramente debía de conocer a su hija y sus modales. ¿Por qué, entonces, la destierra y cree las mentiras de Goneril y de Regan?

O, es más, ¿por qué Otelo cree a Yago y se vuelve contra su amada Desdémona? Ni siquiera se le muestra el pañuelo supuestamente incriminatorio, pero mata a su mujer sólo porque Yago le dice que la prueba existe. Hay muchas posibles respuestas a estas preguntas: Lear es demasiado orgulloso (culpable de superbia) para escuchar la verdad de las palabras de Cordelia, o simplemente está demasiado senil; la cólera de Otelo (Ira) se provoca muy fácilmente, o, si no, a lo mejor no ama realmente a Desdémona sino que la considera una mujer objeto, una parte de su honor (otra vez superbia, en el sentido de amor propio, vanagloria), y por eso, cuando se pone en tela de juicio su fidelidad, es él quien se siente avergonzado y debe vengar el deshonor de la acusación. Ninguno de estos análisis es totalmente correcto ni tampoco es totalmente falso, pero si no se acuerda una explicación, las obras son imposibles de realizar.

Hace algunos años inicié a Christopher Hitchens en un juego literario estúpido: dar un nuevo nombre a las obras de Shakespeare a la manera de las novelas de Robert Ludlum (El intercambio Rhinemann, La identidad de Bourne, El pacto de Holcroft). Eso nos da, por ejemplo, La sanción Rialto (El mercader de Venecia), La implicación del pañuelo (Otelo) y La reforestación Dunsinane (Macbeth). Y Hamlet, cómo no, se convertiría en La vacilación de Elsinore.

En Hamlet, la pregunta se refiere a los interminables retrasos del príncipe de Dinamarca, que se extienden lo bastante como para convertirla en la obra más larga de Shakespeare. ¿Por qué, entonces, después de que el espíritu de su padre le explique claramente cómo murió, Hamlet demora tanto tiempo su venganza? ¿Por qué tantas incertidumbres y divagaciones? En este caso, el mismo autor proporciona la respuesta. Hamlet es víctima de la Pereza.
Yo he perdido de un tiempo a esta parte, sin saber la causa, toda mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones. Y este accidente ha sido tan funesto para mi salud, que la tierra, esa divina máquina, me parece un promontorio estéril; ese dosel magnífico de los cielos, ese hermoso firmamento que veis sobre nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de doradas luces, no me parece otra cosa que una desagradable y pestífera multitud de vapores. ¡Qué admirable fábrica es la del hombre! ¡Qué noble su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones! Y en su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales. Pues, no obstante, ¿qué juzgáis que es en mi estimación ese purificado polvo? El hombre no me deleita... ni menos la mujer...

Lo que paraliza a Hamlet es la accidia o acedia, el desesperante letargo, la depresión clínica que aniquila la voluntad y que puede ser desencadenada por una conmoción existencial, como descubrir que tu tío mató a tu padre y que luego tu madre se casó con él.
Y si esto se considerara un pecado, entonces, lo que quizás se desprendería de ello es que Hamlet, el pecador, merecía morir. Pero esto no es lo que Shakespeare nos hace sentir. Como nunca fue un escritor muy devoto, rechaza las condenas religiosas de sus personajes y, en lugar de ello, nos ofrece una tragedia muy mundana.

A favor y en contra de la Pereza. La literatura, en general, no ha tratado con amabilidad a la Pereza.
En la Divina Comedia, Dante piensa que aquéllos que no han realizado nada en la vida ni siquiera merecen que les admitan en el Infierno.


Otium, Catulle, tibi molestum est.
Otio exsultas nimiumque gestis.
Otium et reges prius et beatas
perdidit urbes.

[No tienes nada que hacer, Catulo, ése es tu problema. La ociosidad te hace ir de un lado a otro con demasiada alegría. La ociosidad ha destruido reyes en el pasado y sus ricas ciudades también.]

Michel de Montaigne alaba al emperador Vespasiano por seguir gobernando su imperio aun cuando yace en su lecho de muerte: «Un emperador -dijo- debe morir de pie... Ningún piloto ejerce su oficio quedándose quieto».

En El negro del Narcissus, de Conrad, al personaje del título, James Wait, un marinero negro de las Indias Occidentales que contrae fatalmente la tuberculosis mientras su barco se encuentra navegando desde Bombay hacia Londres, se le pregunta por qué se embarcó en un viaje así, sabiendo, como tenía que haber sabido, que estaba enfermo, y realiza la famosa réplica: «Tengo que vivir hasta que muera, ¿no es cierto?».

Ningún piloto ejerce su oficio quedándose quieto. Tengo que vivir hasta que muera. En Montaigne y en Conrad, al igual que en Dante y en Catulo, la pereza es invariablemente reprensible. La acción es buena; la inacción, un mal; y eso es todo.

(Pero señalemos que Montaigne, el autor de Contra la holganza, solía acusarse a sí mismo de ser perezoso, diciendo que ésa era la razón por la que sólo escribía ensayos cortos en vez de libros largos).

Y así llegamos a De Quincey. Ah, el inglés que comía opio, cuya pereza no le causaba la más mínima vergüenza. Describía su ingesta de opio y las alucinaciones que le producía como «útiles e instructivas». Se consideraba modestamente a sí mismo como un «filósofo» y una «criatura intelectual» y no reconocía culpa alguna. Nos relata sus sueños opiáceos, que son lo bastante adecuados, con la suficiente fantasmagoría en ellos, para satisfacer los paladares más góticos. Pero entonces afirma, a propósito del sur de Asia, mi lugar de origen, que es «cruel», que sus culturas le hacen «estremecerse» y que «el hombre es una mala hierba en esos lugares».



Es el hombre quien habla aquí, no la droga. «Me aterrorizan los modos de vida, las maneras y la barrera del aborrecimiento total y la falta de simpatía situada entre nosotros por unos sentimientos más profundos de lo que puedo analizar. Antes podría vivir con lunáticos o con bestias», nos dice, me dice. Después de esta confesión, sus alucinaciones pierden extrañamente interés, a pesar de todos los monos, los loros y los dioses que aparecen en ellas, por no hablar del famoso cocodrilo lascivo que le atormenta constantemente, el símbolo de todo lo oriental, que le resultaba tan repulsivo.
El problema no reside en el opio sino en el que se lo come. Como decía el viejo marinero Singleton en El negro del Narcissus, «los barcos están bien. ¡Son los hombres que van en ellos!». Hay peores pecados que los mortales. La intolerancia ocupa un puesto alto en esa lista.

«Oblomovshchina». Por supuesto, el mejor caso, el más coherente, el más curioso y el más profundo a favor de la Pereza, sin el cual ningún análisis del tema estaría completo, se puede resumir en una sola palabra: Oblomov.
Ilya Ilyich Oblomov, el más perezoso de toda la indolente aristocracia terrateniente rusa del siglo XIX, y el héroe -¡sí, el héroe!- de la novela de Iván Alexandrovich Goncharov del mismo nombre, es precisamente el extremo opuesto del insomne Marcel Proust. Marcel, como sabemos, durante mucho tiempo, solía irse pronto a la cama, y luego alcanzó una edad desmesurada, docenas y docenas de páginas soporíferas y de largas frases, realmente para dormirse.

Oblomov, en cambio, está tumbado en la cama todo el día, algunas veces despierto, otras, somnoliento; necesita 150 páginas no para dormirse, sino para ponerse en pie. Cuando finalmente se ve obligado a levantarse, no está envuelto en la relajante cadencia de la frase proustiana; no está pensativo sino enfadado, y la causa de su ira es bastante clara. El sirviente Zajar, quien al final pierde la paciencia con su amo horizontal, es el culpable, y la cólera de Oblomov hacia el individuo se expresa mediante palabras breves y directas, gritos y un intento confuso de castigo corporal.

Por supuesto, podemos entender la pereza de Oblomov, su oblomovshchina, su oblomovismo o su oblomovitis, como la consecuencia de una niñez consentida y carente de vigor, o una metáfora de la decadencia y el letargo de la clase que representa, y esto es bastante cierto, pero tan limitadas exégesis no reflejan lo esencial, que es que un pequeño Oblomov habita en todos nosotros, deseamos que se nos permita languidecer durante el resto de nuestras vidas, que se nos libere de las responsabilidades y preocupaciones, y ser -¡sí!- unos parásitos felices. Oblomov sabe que sus lejanas propiedades tienen problemas, que necesita ocuparse de sus finanzas, y que debe, que realmente debe recorrer más de mil quinientos kilómetros para ocuparse de los problemas. ¡Pero no! Como Bartleby, su predecesor estadounidense, prefiere no hacerlo. Y una vez más, a pesar de que está enamorado; de que la joven, Olga, es encantadora, y de que realmente debe casarse, pospone su decisión hasta que ella decide por él y rompe su relación. Deja las cosas para más tarde, como Hamlet y como Bartleby, y es todos nosotros. Vemos el estado del mundo y deseamos tener también la opción de escondernos. Oblomov se esconde por nosotros. Miramos al sexo opuesto y nos abruma. Oblomov se aparta de él en nuestro nombre. Conocemos nuestros problemas y desearíamos que estuviesen a más de mil quinientos kilómetros de distancia. Oblomov los envía allí y se niega a enfrentarse a ellos, como no podemos hacer nosotros, pero como desearíamos poder hacer. El oblomovismo justifica y valida nuestra pereza.

Linda Evangelista. Linda es una supermodelo. No, Linda es la supermodelo. A continuación mencionaré unos datos importantes sobre ella:
En el mundillo se la conoce como el Camaleón, pero, en realidad, no es un lagarto.
Una vez la llamaron la fundadora del «sindicato» de las supermodelos, pero, en realidad, no existe tal asociación gremial.
En 1990, le dijo a Jonathan Van Meter, un periodista de Vogue: «Nosotras [las supermodelos] no nos despertamos por menos de 10.000 dólares al día». Con frecuencia, esto se cita erróneamente como «no me levanto de la cama por menos de 10.000 dólares al día».
En esta frase, en cualquiera de sus versiones, se combinan tres de los siete pecados capitales, superbia, avaritia y accidia -la soberbia, la avaricia y la pereza-, mientras que la reacción normal frente a la afirmación, y sin duda frente a la propia Evangelista, podría combinar elementos de luxuria, invidia e ira, es decir, de lujuria, de envidia y de ira. Sólo falta la gula. ¡No está mal!

Ilya Ilyich Oblomov y Linda Evangelista. Los imagino en dos camas separadas y adyacentes, en un luminoso dormitorio rococó perfumado con flores. Oblomov intenta ansiosamente no leer los mensajes de la urgencia financiera que le trae su sirviente. Linda, haciéndose la dormida, espera que suene el teléfono con una oferta de más de 10.000 dólares, para así poder levantarse.
El teléfono suena. La oferta es para Oblomov. Recibirá 10.000 dólares si acepta salir de la cama. La oferta es lo suficientemente grande para pagar todas las deudas de sus propiedades y dejarle felizmente recostado, sin ninguna preocupación en el mundo.
Declina la oferta. «Prefiero no hacerlo», dice.
Se quedan en la cama. Oblomov está contento y somnoliento. Linda no está feliz, está tensa, con los ojos como platos. Pero el carácter es el destino, como dijo Heráclito, y ambos se encuentran presos del terrible destino de ser ellos mismos. El día avanza. Aquí estamos tumbados, dicen en silencio, casi repitiendo a Martín Lutero en la Dieta de Worms. No podemos hacer otra cosa. No se mueven.
El sirviente Zajar trae comida en una bandeja de plata abollada. Pero ambos están, por diferentes razones, en las garras de accidia, el pecado de la pereza -Linda porque no ha recibido una llamada de teléfono, Oblomov a pesar de la que ha recibido- y no comen.

[Originalmente en ABC.abcd]

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