martes, 1 de junio de 2010

La maleta de mi padre, de Orhan Pamuk

Tres ensayos sinceros, sin pedantería snob, sobre la magia de escribir, con la maestría de este Nobel del 2006.
“Toda la verdadera literatura se basa en esa confianza infantil y optimista en que la gente se parece. Esa humanidad y ese mundo sin centro son a los que quiere dirigirse cualquiera que se encierre durante años a escribir”.
Así describe Orhan Pamuk la voluntad ínsita y latente del oficio de escritor en este pequeño libro (en tamaño, no en importancia), un volumen repleto de momentos de gran lirismo y sutil belleza; porque de lo que no hay ninguna duda es de su facilidad para pergeñar relatos y escribir de forma amena y sencilla.
A Pamuk le concedieron el Nobel en 2006, en cuya ceremonia de entrega leyó el discurso que aquí se recoge (y que da título al volumen), un emocionante texto que habla de la escritura, del amor a los libros y del propósito de la literatura. Pero ni el recorrido ni el valor de este libro dependen de su extensión formal (tres breves textos que no llegan a las cien páginas), sino de su excelencia, tanto moral como estética.

Y eso es casi una joya, un caudal que contiene párrafos a medio camino entre la confesión y el deseo, en donde da razones de su vocación, y que son verdaderamente magistrales:

Escribo porque me gusta pasarme el día entero en una habitación escribiendo. Escribo porque sólo puedo soportar la realidad si la altero. Escribo porque me gusta el olor del papel, de la pluma, de la tinta. Escribo porque más que en cualquier otra cosa creo en la literatura y la novela. Escribo porque es una costumbre y una pasión. Escribo porque me da miedo ser olvidado. Escribo para estar solo.
Escribo porque infantilmente creo en la inmortalidad de las bibliotecas y en cómo mis libros están en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo, es increíblemente hermoso y sorprendente. Escribo porque me resulta agradable verter en palabras toda esa belleza y esa riqueza de la vida.
Escribo no para contar una historia sino para crear una historia. Escribo para librarme de la sensación de que hay un sitio al que debo ir pero al que no consigo llegar. Escribo porque no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz.

La felicidad y la literatura, también ése podría ser el resumen de este comentario. Decir el mundo, mostrarlo, sin demasiada trascendencia, como si no fuese la tarea más importante, aquella en que toda su vida se pone en juego.
Por ese motivo tan simple nada de lo que aquí se explica tiene el tono pretencioso e irritante, típicamente esnob, que inunda la basura posmoderna. Y ahí reside una de las virtudes de sus escritos: la ausencia de esa pedantería intelectual tan cara a la elite cultural europea.
En lugar de una sesuda e ininteligible disquisición acerca de la esencia de la Literatura, Pamuk se desmarca hablando de su padre, que le abandonó y al que no vio durante años; y de una maleta llena de libros que aquél le regaló, y que devino para él en objeto solemne, cuasi mágico. Lo que en cualquier otro escritor podría esperarse, e incluso justificarse, como un poso de amargura y rencor, lo convierte Pamuk en una evocación llena de ternura e indulgencia.
Acaso sea ése el mayor hallazgo del buen escritor, su habilidad para coger al lector de la mano y acompañarlo, a través de la memoria de los libros leídos, hasta la infancia de cada uno de nosotros, allí donde se hibridan la admiración y el asentimiento. Donde nos reconciliamos con la realidad, y reconocemos que escribimos porque el mundo es hermoso, y no al revés. La humildad del descubrimiento: pues como dice Pamuk, “escribir es hablar de cosas que todo el mundo sabe, pero que no sabe que sabe”.
[Pablo Romero, de forumlibertas.com]

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