martes, 15 de junio de 2010

Freud y el porvenir, por Thomas Mann


¡Señoras y caballeros!

... Más de una vez he hablado, en recuerdos y confesiones, de aquella vivencia estremecedora, de aquella vivencia que, en una mezcla notabilísima, era la vez embriagante y educativa, que representó en mi adolescencia el conocimiento de la filosofía de Schopenhauer; una filosofía a la que aquel adolescente levantó un momento en su novela Los Buddenbrook. El impávido coraje de la verdad, que constituye la moralidad de la psicología profunda psicoanalítica, había salido a mi encuentro por primera vez primera en el pesimismo de una metafísica que estaba ya fuertemente armado con las ciencias naturales. En oscura revolución contra la creencia de milenios, esa metafísica enseñaba la primacía del instinto sobre el espíritu y la razón; enseñaba que la voluntad era el núcleo y el fundamento esencial del mundo, del hombre y de todo el resto de la creación; y enseñaba que el intelecto era secundario y accidental, pues era el servidor y la lámpara de la voluntad. No lo hacía por maldad antihumanista, que es el mal motivo de doctrinas actuales hostiles al espíritu; lo hacía por el riguroso amor a la verdad propio de un siglo que por idealismo combatía el idealismo. Ese siglo XIX fue tan veraz, que incluso, en Ibsen, quiso reconocer como imprescindible la mentira, la "mentira vital". Y muy fácil de ver es la gran diferencia que existe entre afirmar la mentira por pesimismo dolorido y por ironía amarga, o sea por amor al espíritu, o afirmarla por odio al espíritu y a la verdad. No todo el mundo ve hoy con claridad esa diferencia.

Ahora bien, el psicólogo de lo inconciente, Freud, es un hijo auténtico del siglo de los Schopenhauer y los Ibsen, siglo en cuya mitad nació. ¡Qué parentesco tan estrecho tiene la revolución de Freud con la revolución shopenhauerina! ¡Qué parentesco tan estrecho, y no sólo en sus contenidos, sino también en su talante moral! El descubrimiento por Freud del importante papel que el inconciente, el "ello", desempeña en la vida anímica del ser humano, tuvo y tiene para la psicología clásica -para la cual la conciencia y vida anímica son una misma cosa- el mismo carácter de escándalo que la teorías schopenhaueriana de la voluntad tuvo para toda la credulidad filosófica en la razón y en el espíritu. En verdad, el temprano amante de El mundo como voluntad y representación que yo fui se halla como en su propia casa en el admirable trabajo perteneciente a las Nuevas lecciones de introducción en el psicoanálisis, de Freud, y que se titula: "La escisión de la personalidad psíquica". En él se describe el reino anímico del inconciente, el "ello", con palabras que de igual manera, y con idéntica vehemencia, y a la vez con el mismo acento de interés, de interés fríamente médico, podría haber usado Schopenhauer para describir su sombrío reino de la voluntad.

El territorio del "ello", dice Freud, "es la parte oscura, inaccesible, de nuestra personalidad; lo poco que de él sabemos lo hemos logrado adquirir por el estudio de la elaboración onírica y de la formación de síntomas neuróticos". Freud describe el "ello" como un caso, como una caldera de excitaciones hirvientes. El "ello", dice nuestro autor, está abierto en su fondo hacia lo somático, y allí se apropia de las apetencias pulsionales que en él encuentran su expresión psíquica, sin que se conozca en qué sustrato. Con las pulsiones, el "ello" se carga de energía; pero él carece de organización, no aporta ninguna voluntad general, sino sólo el afán de apaciguar las exigencias de las pulsiones, manteniendo el principio de placer. Allí no tienen vigencia las leyes del pensamiento lógico, y ante todo no tiene vigencia el principio de contradicción. "Impulsos contrapuestos coexisten unos junto a otros, sin eliminarse recíprocamente, y sin diferenciarse; a lo sumo, bajo la coerción económica dominante de la derivación de energía, se unen para alcanzar un compromiso...".

Ya ven usted, señoras y caballeros, que estos estados son unos estados que, de acuerdo con la experiencia de la historia de nuestro tiempo, pueden contagiarse con mucha facilidad al "yo" mismo, a todo un "yo" de las masas, en virtud de una enfermedad moral producida por la adoración de lo inconciente, que, según se dice, sería la única que favorecería a la vida, por la glorificación sistemática de lo primitivo e irracional.

Pues el inconciente, el "ello", es primitivo e irracional, es puramente dinámico. No conoce valoración alguna, no conoce ni el bien ni el mal. No conoce moral. Ni siquiera conoce el tiempo; no conoce ningún decurso temporal, ni tampoco ningún cambio del proceso alquímico producido por ese decurso temporal. "Los impulsos de deseos -dice Freud- que jamás han rebasado el "ello", o las impresiones que han sido hundidas en él por la represión, son virtualmente inmortales, se comportan, incluso pasados varios decenios, como si acabaran por ocurrir. Solo se las puede reconocer como pertenecientes al pasado, solo se las puede desvalorizar y despojar de su energía, si se las vuelve concientes mediante la elaboración psicoanalítica". Y en esto, añade Freud, consiste ante todo el efecto terapéutico del tratamiento psicoanalítico.

Después de lo dicho comprendemos cuan antipática ha de resultar la psicología profunda del psicoanálisis a un "yo" que, ebrio de la religiosidad de lo inconciente, ha caído también él en un estado de dinámica inframundana. Está muy claro que, y por qué razones, semejante "yo" nada quiere saber del psicoanálisis. Y está muy claro que, y por qué razones, no está permitido pronunciar en su presencia el nombre de Freud.

Y ahora, con respecto al "yo" mismo en general, lo que con él ocurre es casi conmovedor, es algo que nos llena realmente de preocupación. El "yo" es una parte pequeña, una parte adelantada, iluminada y despierta del "ello"; más o menos a la manera como Europa es una provincia pequeña, una provincia despertada de la vasta Asia. El yo es "aquella parte del 'ello' que fue modificada por la proximidad y el influjo del mundo exterior, organizada para acoger los estímulos y para servir de protección contra ellos, siendo así comparable a la capa cortical en la que se envuelve un grumito de sustancia viviente". He aquí una expresiva imagen biológica. Freud escribe desde luego una prosa sumamente expresiva, es un artista del pensamiento, igual que Schopenhauer, y es, igual que éste, un escritor de talla europea.

Según Freud, la relación con el mundo exterior resulta decisiva para el yo, y la tarea de éste consiste en representar ese mundo exterior ante el "ello", ¡para bien del "ello"! Pues en su tendencia ciega a apaciguar las pulsiones, este no escaparía a la destrucción si no prestase atención a ese fortísimo poder exterior. El yo observa el mundo exterior, tiene recuerdos, intenta con sinceridad diferenciar lo que es objetivamente real de lo que es un añadido procedente de fuentes internas de excitación. El yo domina, por encargo del "ello", la palanca de la motilidad, de la acción, pero ha intercalado entre el apetito y la acción un aplazamiento, que es el trabajo del pensamiento. Y durante ese aplazamiento el yo pide consejo a la experiencia y posee una cierta superioridad regulativa frente al principio de placer, el cual domina sin límites en el inconciente y al que el yo corrige mediante el principio de realidad.

Mas, en todo esto, ¡que débil es el yo! Incrustado entre el inconciente, el mundo exterior y lo que Freud llama el "super-yo", la conciencia moral, el yo lleva una vida bastante nerviosa y angustiada. Su dinámica propia es bastante floja. Toma prestadas sus energías al "ello", y en conjunto tiene que ejecutar los propósitos de este. Al yo le gustaría considerarse a sí mismo, desde luego, como el jinete, y considerar el inconciente como el caballo. Pero con mucha frecuencia el yo es cabalgado por el inconciente. Y nosotros preferimos añadir aquí lo que Freud, por moralidad racional, omite añadir, a saber: que en determinadas circunstancias es de esta manera un tanto ilegítima como más lejos llega el yo.

Pero la descripción que Freud hace del "ello" y del "yo", ¿no es exactamente la descripción que Schopenhauer hace de la "voluntad" y del "intelecto", no es una trasposición de la metafísica schopenhauriana a la esfera psicológica? Y a quien como yo, tras haber recibido de Schopenhauer la iniciación metafísica, ha saboreado además en Nietzsche los dolorosos encantos de la psicología, ¿cómo no habían de llenarle sentimientos de familiaridad y de reconocimiento cuando, alentado por personas domiciliadas en el reino psicoanalítico, paseó por vez primera su mirada en él?

Ese alguien ha tenido también esta experiencia: el conocimiento del reino psicoanalítico repercute de la manera más intensa y peculiar sobre las impresiones tempranas, cuando las renueva tras haber paseado su mirada por el psicoanálisis. Tras haber estado junto a Freud, ¡de qué modo tan distinto vuelve uno a leer, a la luz de los descubrimientos freudianos, una reflexión como el gran ensayo de Schopenhauer titulado "Sobre la aparente intencionalidad en el destino del individuo"! Y aquí, señoras y caballeros, estoy en vía de señalar cuál es el punto de contacto más íntimo y más secreto que existe entre el mundo científico-natural de Freud y el mundo filosófico de Schopenhauer. El ensayo mencionado, que es un prodigio de profundidad y de agudeza, constituye ese punto de contacto.

El misterioso pensamiento que en él desarrolla Schopenhauer es, dicho con brevedad, el siguiente: que de igual manera que en los sueños nuestra propia voluntad, sin sospecharlo, aparece como el destino objetivo-inexorable, y todo en los sueños viene de nosotros mismos, y cada uno es el secreto director teatral de sus sueños, a su vez también en la realidad -ese gran sueño que un ser único, la voluntad, sueña con nosotros-, nuestros destinos, lo que nos acaece, acaso sean un producto brotado de lo más íntimo de nosotros mismos, de nuestra voluntad, y, por tanto acaso nosotros mismos seamos propiamente los que hemos dispuesto, aquello que parece acaecernos.

Estoy haciendo, señoras y caballeros, un resumen muy insuficiente. En verdad son estas unas reflexiones que poseen una intensísima fuerza de sugestión y una poderosa amplitud de vibración. Pero no es sólo que la psicología de los sueños a que Schopenhauer recurre tenga ya un explícito carácter psicoanalítico. Es que tampoco faltan el argumento y el paradigma de la sexualidad. Y así, todo ese complejo de pensamiento es en tal alto grado una insinuación de concepciones propias de la psicología profunda, son en tan alto grado una anticipación filosófica de éste, ¡que uno se queda asombrado! Pues, para repetir lo que dije al comienzo: en el misterio de la unidad del yo y del mundo, del ser y el acontecer, en el percatarse de que lo aparentemente objetivo y accidental es un acto del alma, creo yo reconocer el núcleo más íntimo de la doctrina psicoanalítica.

Me viene ahora a la memoria una tesis formulada por un vástago inteligente, pero algo ingrato de esta doctrina, C. H. Jung, en su importante introducción al Libro tibetano de los muertos. "Es mucho más inmediato, mucho más sorprendente, mucho más impresionante y, por ello, mucho más convincente -dice- el ver cómo nos suceden las cosas que el observar cómo las hacemos." Es esta una tesis atrevida, incluso una tesis loca, que muestra muy claramente con qué tranquilidad se ven hoy, en una determinada escuela psicológica, ciertas cosas que todavía a Schopenhauer le parecían una osadía enorme y como un "exorbitante riesgo del pensamiento. La tesis citada, que desenmascara el "ocurrirnos cosas" como un "hacerlas nosotros", ¿sería imaginable sin Freud? ¡Jamás de los jamases! Esa tesis debe todo a Freud. Está cargada de presupuestos y no sería inteligible, y ni siquiera podría haberse escrito, sin todo aquello que el psicoanálisis ha divisado y sacado a la luz a propósito de los errores que se cometen al hablar y al escribir, a propósito de la huida a la enfermedad, a propósito del instinto de autopunición, a propósito de la psicología de las desgracias, a propósito de la magia de lo inconciente. Pero aquella frase tan densa, incluidos sus presupuestos psicológicos, tampoco habría sido sin Schopenhauer y sin su especulación, la cual fue una especulación inexacta, pero audaz y precursora.

Tal vez sea este, señoras y caballeros, el momento apropiado para polemizar festivamente un poco contra Freud. Éste, desde luego, no tiene en mucha estima a la filosofía. El sentido de la exactitud que es propio de quien investiga en el campo de las ciencias naturales, apenas le permite ver en la filosofía una ciencia. A la filosofía, Freud le hace el reproche de que esté convencida de poder ofrecer una imagen del mundo coherente e íntegra; de que sobreestime el valor cognoscitivo de las operaciones lógicas; de que incluso crea que la intuición es una fuente de saber; y de que sea esclava de tendencias animistas, en la medida en que cree en la magia de las palabras y supone que la realidad es influida por el pensamiento. Pero ¿sería esto en verdad una exagerada autoestimación de la filosofía? ¿Es que alguna vez ha sido modificado el mundo por alguna otra cosa que no fuera el pensamiento y su soporte mágico, la palabra? Yo creo que de hecho la filosofía pertenece a un orden anterior y superior a las ciencias de la naturaleza, y creo que toda la metodicidad y toda la exactitud de éstas se hallan al servicio de la voluntad histórico-espiritual de la filosofía. Pues siempre se trata, en última instancia, del quod erat demonstrandum. La ausencia de presupuesto de la ciencia es, o debería ser, un hecho moral. Pero, vista desde la perspectiva del espíritu, esa ausencia de presupuestos es probablemente lo que Freud denomina una ilusión. Llevando las cosas al extremo, podría decirse que jamás la ciencia ha hecho descubrimiento alguno para el que no haya sido autorizada e inducida por la filosofía.

Quede dicho aquí esto de paso. Demorémonos un momento, para los fines que perseguimos, en el pensamiento enunciado por Jung, el cual utiliza con predilección- y así lo hace también en aquel prólogo- resultados psicoanalíticos para tender un puente de entendimiento entre el pensamiento occidental y el esoterismo oriental. Nadie ha formulado con tanta agudeza como el el pensamiento schopenhaueriano-freudiano de que "el dador de todos los datos habita dentro de nosotros mismos; una verdad que, pese a toda su evidencia, no es sabida jamás ni en las cosas próximas ni en las mínimas, aun cuando con mucha frecuencia sería muy necesario, más aún sería indispensable saberla". Una gran conversión, una conversión llena de sacrificios, opina Jung, es necesaria sin duda para ver cómo el mundo viene "dado" desde la esencia del alma; pues la esencia animal del hombre se resiste a considerarse a sí misma como la hacedora de sus datos. Es verdad que, desde siempre, el Oriente ha mostrado ser más fuerte que el Occidente en lo que respecta a la superación de lo animal. Y, por ello, no es necesario que nos asombremos cuando oímos decir que, según la sabiduría oriental, también los dioses forman parte de los "datos" que brotan del alma y son una misma cosa con esta, son resplandor y luz del alma humana. Este saber, que, según el Libro de los muertos, se le da como viático al difunto, es para el espíritu occidental una paradoja que resulta antagónica a su lógica, pues está establece una distinción entre sujeto y objeto y se resiste a incluir a este en aquel o a hacerlo brotar de aquel. Es cierto que la mística europea conocía tales vértigos y que Angelus Silesius dejo dicho:

Yo sé que sin mí no puede Dios vivir un solo instante;
Si yo soy aniquilado, el tiene que expirar de indigencia.

Pero en conjunto una concepción de Dios que fuera una concepción psicológica de éste, la idea según la cual la divinidad no sería puro dato, realidad absoluta, sino una misma cosa con el alma y estaría ligada a ella, esa concepción y esa idea no sería tolerable para la religiosidad occidental; sin embargo, con esto esa religiosidad perdería a Dios. Y, sin embargo, religiosidad significa precisamente ligazón, y en el Génesis se habla de una "lazo" o "Alianza" entre Dios y el hombre, alianza cuya psicología yo he intentado dar en mi novela mítica titulada José y sus hermanos.

Permítanme ustedes que yo hable aquí de esta obra mía. Tal vez ella tenga cierto derecho a ser mencionada aquí, en una hora de encuentro festivo entre la literatura de fabulación y la esfera psicoanalítica. Es bastante curioso -y quizá no sólo para mí- el hecho de que en esa obra mía precisamente sea dominante aquella teología psicológica que Jung atribuye a la sabiduría iniciática de Oriente. Las poderosas propiedades que Abraham atribuye a Dios son sin duda una posesión originaria de éste. No es Abraham quien engendra esas propiedades; pero, en cierto sentido, sí las engendra, puesto que las conoce y con su pensamiento las hace reales. Las poderosas propiedades de Dios -y, con ello, Dios mismo- son sin duda algo dado objetivamente fuera de Abraham, pero a la vez, también están dentro de éste y son suyas. En ciertos instantes el poder de la propia alma de Abraham apenas es distinguible de aquellas propiedades; ese poder se entreteje y se amalgama con ellas al conocerlas, y este es el origen de la Alianza que el Señor convierta luego con Abraham y que es tan sólo la coronación explícita de un hecho interior. En la novela se dice que la Alianza es concertada en interés de ambas partes y que tiene como finalidad última la santificación de ambas partes. La indigencia humana y la indigencia se entretejen aquí de tal modo, que apenas es posible es decir de qué lado, si del divino o del humano, partió la primera incitación a esa cooperación. Más, en todo caso, la institución de esa cooperación expresa la santificación de Dios y la santificación del hombre representan un proceso doble, y que ambas partes están "aliadas", "ligadas", de la manera más íntima. ¿Para qué, si no, cabría preguntar, sería necesaria una alianza?

El alma como dadora de lo dado. Yo sé bien que en la novela ese pensamiento ha pasado a un plano irónico, a un plano irónico que es desconocido por ese pensamiento tanto en su forma de sabiduría oriental como en su forma de psicología psicoanalítica. Pero la coincidencia involuntaria, y sólo a posteriori descubierta, tiene en sí algo excitante. ¿He de llamarla influjo? Es, más bien, simpatía, una cierta proximidad espiritual, de la cual, sin duda, tuvo consciencia el psicoanálisis antes que yo y de la que brotaron aquellas atenciones literarias que yo hube de agradecer desde muy pronto al psicoanálisis.

La última de ellas fue el envío de una separata de la revista Imago, el trabajo de un docto viene de la escuela de Freud, titulado "Sobre la psicología de las biografías antiguas", un título realmente seco, en el que apenas se anuncian las cosas tan notables a que él sirve de etiqueta. El autor muestra en ese trabajo como las biografías de la Antigüedad -unas biografías ingenuas, nutridas y determinadas por las leyendas y por lo popular-, y sobre todo las biografías de los artistas, incluyeron en la historia de su héroe rasgos y sucesos fijos, rasgos y sucesos esquemáticos-típicos. Un repertorio de formulas biográficas, por así decirlo, de índole convencional. Y muestra que hacen eso como para autolegitimarse y para mostrar que son unas biografías auténticas, correctas; correctas en el sentido de "tal como ha sido siempre" o "tal como está escrito". Pues el reconocer es algo que tiene mucha importancia para el hombre: a este le gustaría encontrar lo viejo en lo nuevo, y lo típico en lo individual. En esto reside toda la familiaridad propia de la vida. Pues si ésta se presentase como algo completamente nuevo, único e individual, y no ofreciese la posibilidad de reencontrar en ellas cosas conocidas desde antiguo, entonces no podría dejar de causar horror y desconcierto.

La pregunta que se plantea el estudio a que aquí me estoy refiriendo es la siguiente: si es posible trazar una frontera neta e inequívoca entre lo que en las biografías de la Antigüedad es repertorio de fórmulas y lo que es posesión individual de la vida del artista, es decir, entre lo típico y lo individual; una pregunta que basta hacer para que reciba una respuesta negativa. La vida es de hecho una mezcla de elementos formularios y elementos individuales, una fusión de ambos, y en ella lo individual, por así decirlo, se limita a sobresalir por encima de lo formulario-impersonal. Muchas cosas extrapersonales, muchas identificaciones inconscientes, muchos elementos esquemáticos-convencionales son determinantes del vivir; del vivir no sólo del artista, sino del vivir del hombre en cuanto tal. "Muchos de nosotros -dice el autor- "vivimos" también hoy un tipo biográfico, vivimos el destino de un estamento, de una clase social, de una profesión, la libertad que el hombre tiene de configurar su vida hemos de vincularla, desde luego, de una forma muy estrecha con aquella atadura que designamos con el nombre de "vita vivida".

Y en ese mismo instante, para mi alegría, sólo para mi alegría, pero no, apenas, para mi sorpresa, el autor comienza a citar ejemplos sacados de mi novela José, cuyo motivo fundamental es precisamente esta idea de la "vita vivida", la vida considerada como una imitación, como un "seguir las huellas", como una identificación, cosas todas estas que practica, con una solemnidad humorística, sobre todo Eliezer, el maestro de José. Pues, gracias a que el tiempo queda en suspenso, todos los Eliezer del pasado confluyen en el yo actual, de tal modo que este Eliezer, el maestro de José, habla en primera persona de otro Eliezer, el que fue el siervo más viejo de Abraham, aunque, en realidad, aquel no sea este en modo alguno.

Debo confesarlo: esa asociación de ideas es extraordinariamente legítima. El artículo a que me estoy refiriendo señala con toda precisión el punto en el que el interés psicológico pasa a ser un interés mítico. Y pone de manifiesto que lo típico es ya también lo mítico, y que, en lugar de decir "vita vida", puede decirse también "mito vivido". Pero el mito vivido es la idea épica de mi novela. Y bien me doy cuenta de que a partir del momento en que yo, en cuanto narrador, di el paso que lleva de lo individual-burgués a lo típico-mítico, mi relación con la esfera psicoanalítica ha entrado, por así decirlo, en su estado agudo.

Tan congénito es al psicoanálisis el interés mítico, como congénito es a la actividad literaria fabuladora el interés psicológico. La insistencia del psicoanálisis en el retorno a la niñez del alma individual es también ya, a la vez, la insistencia en un retorno a la niñez del ser humano, a lo primitivo y a los mitos. Freud mismo ha confesado que toda la ciencia natural, toda la medicina y toda la psicoterapia ha sido para él un rodeo y una vuelta -que ha durado su vida entera- para retornar a la pasión primera de su juventud por la historia de la humanidad, por los orígenes de la religión y de la moralidad, un interés que, en la cumbre de su vida, ha hecho una irrupción tan grandiosa en su obra Totem y tabú.

En la expresión "psicología profunda", el objetivo "profundo" posee también un sentido temporal. Los fondos primordiales del alma humana son también a la vez el tiempo primordial, son aquella profundidad fontal de los tiempos en que el mito se halla como en su casa y funda las normas y formas primordiales de la vida. Pues mito quiere decir fundación de vida; mito quiere decir esquema intemporal, formula piadosa en que la vida ingresa al reproducir, a partir del inconciente, los rasgos del mito. No cabe duda de que la adquisición del modo típico-mítico de ver las cosas hace época en la vida del narrador que yo soy. Esa adquisición significa una elevación peculiar de mi temple artístico, una nueva serenidad en el conocer y en la actividad configurativa, serenidad que suele estar reservada a los años tardíos de la vida. Pues en la vida de la humanidad lo mítico representa desde luego una etapa temprana y primitiva, pero en la vida del individuo es una etapa tardía y madura. Lo que con ello se adquiere es la mirada capaz de ver la verdad superior que se representa en la realidad; es el sonriente saber acerca de lo eterno, de lo que siempre es, de lo válido; es el sonriente saber acerca del esquema en el cual y según el cual vive aquello de lo que se supone es enteramente individual, y que no se da cuenta, en la ingenua presunción de su originalidad y unicidad, de hasta qué punto su vida es fórmula y repetición, es un caminar siguiendo huellas pisadas por muchos. El carácter es un papel mítico que es representado en la cándida creencia de una unicidad y originalidad ilusorias, como si se tratase, por así decirlo, de una invención muy propia e independiente. Pero aun así es representado con una dignidad y seguridad que no le viene, a este actor que acaba de llegar al escenario y está actuando en él, de su presunta originalidad y unicidad; antes bien, él extrae esa dignidad y esa seguridad, por el contrario, de unas consciencia muy profunda de estar representando otra vez algo regulado y fundado y de estar comportándose en todo caso modélicamente a su manera, tanto si ese carácter es bueno como si es malo, tanto si es noble como repulsivo.

De hecho, si ese actor -si su realidad- estuviera situado en lo que es actual y único, no sabría comportarse en absoluto; carecería de apoyo, de consejo; estaría lleno de perplejidades y de confusiones con respecto a sí mismo; no sabría con qué pie empezar a andar ni qué cara poner. La dignidad y la seguridad con que representa su papel residen, sin embargo, de modo inconciente, precisamente en esto: en que con él vuelve a manifestarse y vuelve a hacerse presente algo intemporal; es una dignidad mítica, y esa dignidad la posee también el carácter mísero e indigno; es una dignidad natural, pues procede de lo inconciente.

Esta es la mirada que el narrador de orientación mítica dirige a los fenómenos. Y, ustedes lo ven sin duda, es una mirada irónicamente superior. Pues aquí el conocimiento mítico se da tan sólo en el contemplador, no en lo contemplado. Mas, ¿qué sucedería si la visión mítica se subjetivase? ¿Si penetrase en el yo que está representando un papel y despertase en él? ¿De tal manera que ese yo se hiciera consciente, con un orgullo complacido o sombrío, de su tipicidad, si ese yo "celebrarse", su papel en la tierra y encontrase la dignidad exclusivamente en el conocimiento de que el representa otra vez en su carne lo fundado, de que él encarna otra vez lo fundado? Sólo entonces, puede decirse, habría "mito vivido". Y no se crea que esto es algo nuevo y nunca experimentado. La vida en el mito, la vida como repetición solemne, es una forma de vida histórica. La Antigüedad así lo vivió.

Un ejemplo es la figura de la egipcia Cleopatra. Cleopatra es entera y totalmente una figura de Istar-Astarte, una Afrodita en persona. También Bachofen, en su caracterización del culto báquico, de la cultura dionisiaca, ve en la reina la imagen perfecta de una diosa dionisiaca, la cual, según Plutarco, representa el papel de la mujer convertida en encarnación terrenal de Afrodita más por un culto espiritual del erotismo que por sus encantos físicos. Esa condición afrodítica de Cleopatra, este su papel de Hator-Isis, no es sólo, sin embargo, algo objetivo-crítico que Bachofen y Plautarco hubieran dicho de ella; era también el contenido de la existencia subjetiva de Cleopatra la cual vivía ese papel. Su forma de morir lo indica. Según se cuenta, se mató colocándose en el pecho una sierpe venenosa. Pero la serpiente era el animal de Istar, de la Isis egipcia, la cual es representada también con el vestido escamoso de una serpiente. Y se conoce una estatuilla de Istar en la que ésta aparece colocándose una serpiente en el pecho. Así pues, si la forma de morir de Cleopatra fue la que dice la leyenda, esa forma de morir habría sido una demostración del sentido mítico de su yo. ¿No llevaba Cleopatra también el tocado propio de Isis, la cofia con buitres, y no se adornada con las insignias propias de Hator, los cuernos de vaca con el disco solar situado en medio de ellos? Fue una alusión significativa el hecho de que Cleopatra impusiera los nombres de Helios y Selena a los hijos que tuvo con Antonio. No cabe duda, Cleopatra fue una mujer significativa- entendiendo la palabra "significativa" en el sentido que tenía en la antigüedad-. ¡Ella sabía quién era y que huellas seguía!



El yo de la Antigüedad y la consciencia que ese yo tenía de sí mismo eran diferentes de los nuestros; no estaban delimitados de una manera tan excluyente, tan neta. Aquel yo estaba abierto hacia atrás, por así decirlo, y de lo pasado tomaba muchas cosas que luego repetía en el presente y que con el estaban "allí de nuevo". El filosofo español de la cultura Ortega y Gasset expresa esto diciendo que el hombre antiguo, antes de hacer algo, daba un paso atrás, como el torero antes de tirarse a matar. El hombre antiguo, dice Ortega y Gasset, busca en el pasado un modelo en el cual se introduce como en una escafandra de buzo, para de esta manera, a la vez protegido y deformado, zambullirse en los problemas actuales. Por ello su vivir es en cierto modo un re-vivir, un comportamiento arcaizante.

Mas precisamente esa vida como re-vivificación, como re-vivir, es la vida en el mito. Alejandro Magno siguió las huellas de Milcíades. Y con respecto a Cesar, sus biógrafos antiguos estaban convencidos, con razón o sin ella, de que quería imitar a Alejandro. Pero este "imitar" es algo que tiene un alcance mucho mayor del que hoy percibimos al escuchar o emplear esa palabra. Es la identificación mítica, que a la Antigüedad le resultaba especialmente familiar, pero que también llega hasta nuestros días y que sigue siendo posible psíquicamente en todo momento. El sello antiguo que tenía la figura de Napoleón es algo que se ha subrayado a menudo. Napoleón lamenta que la situación de la conciencias moderna no le permitiera presentarse como hijo de Júpiter-Amon, como hizo Alejandro Magno. Pero no cabe duda de que, en la época de sus aventuras orientales, Napoleón se confundió míticamente a sí mismo al menos con Alejandro Magno. Y más tarde, cuando se decantó por Occidente, declaró: "Yo soy Carlomagno". Obsérvese lo que aquí se dice. No: "Yo recuerdo a Carlomagno"; no: "Mi posición es similar a la suya"; ni tampoco: "Yo soy como él"; sino simplemente: "Yo soy Carlomagno". Es la formula del mito.

En las épocas antiguas, la vida, en todo casa la vida significativa, era, pues, el restablecimiento del mito en carne y hueso. Esa vida se refería y se remitía al mito; sólo por el mito, sólo su referencia a lo pasado se mostraba como vida auténtica y significativa. El mito es la legitimación de la vida. Sólo por el mito y en el mito encuentra la vida su conciencia de sí, su justificación y consagración. Hasta en la muerte representó Cleopatra de modo solemne su papel de Afrodita. ¿Y se puede vivir y morir de modo más significativo, de manera más digna que celebrando el mito? Piensen ustedes también en Jesús y en su vida, que fue una vida para que se cumpliese lo que está escrito. Dado el carácter de cumplimiento que la vida de Jesús posee, no es fácil establecer una diferencias entre las estilizaciones de los evangelistas y la consciencia que de sí mismo tenía Jesús. Pero sus palabras en la cruz a la hora nona, "Eli, Eli, lama asabthani", no fueron en modo alguno, contra lo que parece, un grito de desesperación y decepción, sino, por el contrario, un supremo sentimiento mesiánico de sí mismo. Pues esas palabras no son "originales", no son un grito espontáneo. Son el comienzo del Salmo 22, el cual es, desde el principio hasta el final, una pronosticación y un anuncio del Mesías. Jesús hizo una cita; y esta cita significaba: "¡Sí, el Mesías soy yo!" De igual modo, también Cleopatra hacia una cita cuando, para morir, acercó la serpiente a su pecho; también esta citas quería significar: "¡Yo soy Istar!"

Reaparecen en la palabra "celebrar" que he usado en este contexto. Es excusable e incluso obligada. La vida como cita, la vida en el mito, es una especie de celebración. En la medida en que esa vida es un "hacer presente", un "rememorar", se convierte en una acción festiva, en la realización, por un celebrante, de algo prescripto en un acontecimiento importante, en una fiesta. El sentido de la fiesta ¿no consiste en el retorno como "hacer presente", como actualizar el rememorar algo? Todas las Navidades vuelve a nacer en la tierra el Niño que salvará al mundo y que está destinado a sufrir, morir y ascender.

La fiesta es la abolición del tiempo, es un suceso destacado, es una acción solemne que se desarrolla de acuerdo con un prototipo acuñado. Lo que en ella acontece no acontece por vez primera, sino que acontece de manera ceremonial y de acuerdo con un modelo. Eso que ahí acontece se actualiza y retorna, de igual modo que sus fases y sus horas se siguen las unas a las otras en el tiempo de acuerdo con el acontecimiento primordial. En la Antigüedad toda fiesta era esencialmente, un asunto teatral, una máscara, era la representación escénica, realizada por sacerdotes, de historias de los dioses; de la vida y la pasión de Osiris, por ejemplo. La Edad Media cristiana tenía por ello los llamados Misterios, con su cielo, su tierra y sus venganzas horrorosas en el infierno, tal como vuelven a aparecer en el Fausto de Goethe; tenía las farsas de Carnaval, el mimo popular. Hay una óptica mítica del arte para mirar la vida; y en esa óptica la vida parece como farsa, como realización teatral de algo prescripto por la fiesta, con comedia de polichinelas, en la cual unas marionetas-caracteres míticos ejecutan y realizan una "acción" fija que ya ha existido con frecuencia y que vuelve a actualizarse en broma.

Y sólo hace falta que esa óptica penetre en la subjetividad de los personajes mismos que actúan, sólo hace falta que sea representada en ellos como conciencia mítico-festiva, para que surja una épica tal como que aparece, de manera bastante prodigiosa, en mis Historia de Jacob, sobre todo en el capítulo titulado "La gran farsa". En ese capítulo, entre personas que saben bien todas ellas quiénes son y qué huellas siguen, es decir, entre Isaac, Esaú y Jacob, se desarrolla también, de manera jocosa y trágica, como mágica farsa festiva, para gozo del pueblo cortesano, la historia cómica-amarga de como a Esaú, el Rojo, el diablo burlado, le roban la bendición de su padre.

Y sobre todo el protagonista de esa novela, ¿no es un celebrante de la vida? ¿No es un tal celebrante José mismo, el cual actualiza en su persona, como una encantadora forma de estafa religiosa, el mito de Tammuz-Osiris, y "deja que suceda" en la vida del dios desgarrado, sepultado y resucitado, y juega festivamente con aquello que, por lo común, determina y configura secretamente la vida tan sólo desde la profundidad: ¿el inconsciente? El secreto del metafísico y del psicólogo, es decir, el secreto de que el alma es la dadora de todo lo dado, ese secreto se vuelve ligero, lúdrico, artístico, jovial, más aún, embustero y mendaz, en José. En este, el secreto revela su naturaleza infanfil...Y esta palabra nos permite darnos cuenta, para nuestra tranquilidad, de que, pese a unos rodeos aparentemente tan grandes, muy poco nos hemos alejado de nuestro objeto, del objeto de nuestro homenaje festivo, muy poco hemos dejado de estar hablando en honor de ese objeto.

Infantilismo, o dicho de otra manera: niñería rezagada. Este elemento auténticamente psicoanalítico, ¡qué papel tan importante desempeña en la vida de todos nosotros! Y desde luego, ¡qué papel tan importante representa ante todo y precisamente en la forma de la identificación mítica, del re-vivir, del caminar en seguimiento de unas huellas! La vinculación con el padre, la imitación del padre, el representar el papel del padre, las trasposiciones de esas imágenes paternas sustitutivas, de una especie más elevada y más espiritual; ¡qué influencia tan determinantes, tan troqueladora, tan formativa, tienen esos infantilismos en la vida individual! He dicho: influencia "formativa". Pues la definición más alegre, más dichosa, de eso que se llama formación es para mí, dicho sea con toda seriedad, ese ser-formado y ser-troquelado por lo que uno ama y admira, por la identificación infantil con una imagen paterna elegida desde la simpatía más íntima.

Sobre todo el artista, ese hombre auténticamente juguetón, apasionadamente infantil, sabe mucho, por experiencia, de los influjos secretos, y sin embargo, también manifiestos, que tal imitación infantil ejerce sobre su biografía, sobre su vida producida, la cual a menudo no es más que un revivir la vida de un héroe en condiciones temporales y personales muy distintas y con medios distintos, o digamos: con medios infantiles. De esta manera la imitatio de Goethe con sus recuerdos de la etapa de Wherther y del Wilhem Meister, y de la fase senil correspondiente al Fausto y al Diván, puede guiar todavía hoy, desde el inconciente, una vida de escritor y determinarla míticamente: guiarla desde lo inconciente, he dicho, aunque en el artista el inconciente pasa a ser en cada momento lo conciente, lo profunda e infantilmente advertido.

El José de la novela es un artista en la medida en que juega, es decir, en la medida en que juega en el plano de lo inconsciente con su imitatio de Dios. Y sé qué sentimiento de vislumbre y alegría del porvenir se apodera de mí cuando pienso en cómo el inconciente se convierte alegremente en juego, en cómo se vuelve fecundo para una producción festiva de la vida, cuando pienso en este encuentro narrativo entre psicología y mito, que es a la vez un encuentro festivo entre fabulación literaria y psicoanálisis.

"Porvenir". En el título de mi conferencia yo he puesto esa palabra sencillamente porque el concepto de porvenir es el que más me gusta a mí unir con el nombre de Freud, el que de manera más involuntaria asocio con él. Pero mientras les estaba hablando, tenía que preguntarme si no me he hecho culpable de un engaño al anunciarles que hablaría de "Freud y el porvenir". "Freud y el mito": ese sería acaso el título correcto, si atendemos a lo que yo he venido diciendo hasta ahora. Y, sin embargo, mi sentimiento no quiere dejar de vincular el nombre "Freud" con la palabra "porvenir" y desearía percibir una conexión entre esa fórmula y lo que yo he dicho. Si, de igual modo que me atrevo a creer que en aquel juego de la psicología en el plano del mito yacen encerrados gérmenes y elementos de un sentimiento nuevo de la humanidad, de un humanismo futuro, así también estoy completamente convencido de que alguna vez se reconocerá en la obra de Freud uno de los sillares más importantes que han sido aportados a una nueva antropología que hoy se está formando de múltiples maneras y, con ello, al cimiento del porvenir, a la casa de una humanidad más inteligente y más libre.

Este psicólogo médico será honrado, así lo creo, como el precursor de un humanismo del porvenir que nosotros presentimos y que habrá de atravesar por muchas cosas de las que nada supieron los humanismos anteriores, de un humanismo con las fuerzas del inframundo, de lo inconsciente, del "ello" mantendrá unas relaciones más atrevidas, más libres y serenas, más maduras artísticamente de las que pudo mantener una humanidad como la actual, acosada por la angustia neurótica y por el odio nacido de ella. Freud ha opinado que el futuro juzgara probablemente que el significado del psicoanálisis como ciencia del inconciente supera en mucho su valor como método terapéutico. Pero también como ciencia del inconciente el psicoanálisis es método terapéutico, método terapéutico sobreindividual, método terapéutico de gran estilo. Tomen ustedes lo que ahora voy a decir como utopía propia de un fabulador literario; pero, en conjunto, no carece de sentido el pensamiento de que la liquidación de la gran angustia y del gran odio, su superación por el establecimiento de una relación irónico-artística y, sin embargo, no carente necesariamente de piedad, con lo inconciente, pueda alguna vez ser considerado como el efecto terapéutico de esa ciencia para la humanidad.

El saber psicoanalítico es algo que transforma el mundo. Con él ha venido al mundo una suspicacia serena, una sospecha desenmascaradora, que descubre los escondites y los manejos del alma. Esa sospecha, una vez despertada, no puede volver a desaparecer nunca del mundo. Se infiltra en la vida, socava la tosca ingenuidad de ésta, le quita el pathos de ignorancia, favorece su des-pathización, en la medida en que educa el gusto de understatement, como dicen los ingleses, para la expresión suave en vez de exagerada, para la cultura de la palabra normal, no hinchada, para la palabra que busca su fuerza en lo moderado... La modestia (Bescheidenheit) -no olviden ustedes que en alemán esa palabra viene de "tener noticia" (Bescheid wissen), no olviden que, en su origen, modestia tenía ese sentido, y que sólo a través de ese primero sentido adquirió el segundo, el de moderatio-, modestia nacida de un "tener noticia"; vamos a suponer que ese será el talante básico de un mundo de paz, de un mundo sereno y alegre. Acaso la ciencia del inconciente esté llamada a contribuir a que ese mundo llegue.

La mezcla que en dicha esencia se da entre lo pionero y lo médico justifica esas esperanzas. En una ocasión Freud dijo que su teoría de los sueños era "una parte de un nuevo continente científico", "conquistado a la mística y las creencias populares". En esa palabra, "conquistado", están el espíritu y el sentido colonizadores de su investigación. "Dónde estaba el ello, allí debe llegar a estar el yo", ha dicho Freud epigramáticamente. Y él mismo afirma que el trabajo psicoanalítico es una obra cultural, comparable a la desecación del Zuidersee. Y así, al final, los rasgos del venerable varón al que aquí estamos rindiendo homenaje se confunden con los rasgos del Fausto en su vejez, el cual aspiraba a "alejar de la orilla el poderoso mar, a estrechar las fronteras de la húmeda vastedad".
(Thomas Mann, "Freud y el porvenir", en Shopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona, Plaza Janés. Trad. de Andrés Sánchez Pascual, 1986 pp. 226-253. Este texto es una versión parcial de la conferencia).

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