miércoles, 19 de mayo de 2010

Sándor Márai o la fidelidad a la razón


Cuando enterramos a mi padre, tuve la sensación de haber recibido un cargo que debía asumir, un ascenso, y me embargó una extraña sensación de libertad que a punto estuvo de asfixiarme, como si me hubiesen dicho: «Ahora ya puedes hacer lo que te apetezca. Puedes afiliarte al partido anarquista, puedes suicidarte, puedes hacerlo absolutamente todo...». Desde luego, no había nada preciso en que emplear dicha «libertad». No existe más libertad que la del amor y la de la humildad. Sin embargo, tras la muerte de mi padre tuve que reconocer que en toda mi vida él había sido el único que me había tratado bien, que había sido bueno conmigo sin esperar nada a cambio, a su manera triste y civilizada —puesto que incluso para ser buenos hay que ser civilizados, porque si no la bondad resulta insoportable—, tuve que reconocer que yo no era capaz de amar a nadie más, que en mi interior había vanidad, heridas dolorosas y ganas de venganza en vez de amor y humildad. La razón y la comprensión pueden apaciguar las emociones; yo no creo en la «cura», ni siquiera en la paz interior. Sabía que nunca más sería capaz de establecer una relación humana incondicional con nadie, que debía entregarme totalmente a mi trabajo, a mi «modo de vivir», y trasladar allí todo lo que en mí y en mi mundo quedaba de humano.
Porque el mundo en el que yo vivía tampoco creía ya ni en la «paz» ni en la cura. Los pequeños burgueses de todo el mundo chillaban de miedo, no querían más que prolongar su situación, seguir regateando. Una luminosidad malévola brillaba en los paisajes de la vida. Actualmente vivo en un mundo lleno de pánico y suspicacia en el cual los jefes de Estado conceden prórrogas temporales a la humanidad, animándola de forma oficial a sembrar el trigo por última vez, a escribir un último libro o a construir un último puente; y la vida y el trabajo transcurren bajo un sentimiento constante de peligro. La clase en la cual yo nací se mezcla con otras en ascenso, su nivel cultural ha disminuido en los últimos veinte años de manera considerable, están agonizando las inquietudes espirituales del hombre civilizado. Los ideales en los que yo había aprendido a creer terminan en el basurero como deshechos y trastos inútiles, y el terror instintivo del rebaño planea por encima de los vastos terrenos de la civilización. La sociedad en la que vivo es absolutamente insensible a los asuntos del espíritu, e incluso, a los asuntos relativos al estilo humano e intelectual de la vida cotidiana. Los propósitos de mi época, presentes de forma palpable, me llenan de desesperación; aborrezco el gusto de mis contemporáneos, sus deseos y su manera de divertirse, dudo de su moral y considero terrible y fatal el interés de la época por los récords, que satisfacen casi por completo a las masas. El hombre espiritual es un fenómeno único, obligado a refugiarse en las catacumbas, como hacían los monjes escribanos, poseedores del secreto de la Letra Escrita, en la Edad Media, en la época de las invasiones bárbaras. Todas las demostraciones de la vida están impregnadas de un miedo trágico e inconfundible. Sólo me queda vivir y trabajar en esta época, la mía, como mejor pueda. Me resulta muy difícil. A veces advierto con sorpresa que me siento más cerca de las personas de sesenta años que de la gente joven. Somos así todos los que nacimos en uno de esos últimos momentos gloriosos de nuestra «clase». Quien hoy escribe pretende dar testimonio de las cosas para la posteridad... Testimonio de que el siglo en que nacimos celebraba, en otros tiempos, la victoria de la razón. Yo quiero dar fe de ello mientras pueda, mientras me dejen escribir. Quiero dar fe de una época en la que vivía una generación que deseaba celebrar el triunfo de la razón por encima de los instintos y que creía en la fuerza y en la resistencia de la inteligencia y del espíritu, capaces de detener el avance de las hordas ansiosas de sangre y muerte. Como programa vital no es mucho, pero yo no conozco otro. Lo único que sé es que quiero permanecer fiel a ese mensaje, aunque sea a mi estilo, con mi cinismo y mi infidelidad. Cierto es que he visto y he oído a Europa, que he vivido su cultura... ¿Acaso se puede pedir más de la vida? Ha llegado ya el momento de poner punto final; ahora, como último mensajero de una batalla perdida, sólo deseo recordar y callar.
[Confesiones de un burgués, capítulo final]

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