No conoces el fresco de Pompeya, tengo que enseñártelo.
Es una diosa bella en un instante de movimiento leve, pero no se le ve el rostro. Se ve de espaldas, la cara un poco vuelta sólo hasta la visibilidad de su contorno dulce. Recoge a su paso una flor sin detenerse, con las ondas de la brisa que la lleva. Y en la otra mano sostiene contra el pecho una cesta con más flores. Todo en ella es aéreo y dócil. La túnica color de arcilla, ondulante hasta la movilidad sutil de sus pies descalzos, un tirante que se desliza del hombro derecho. Un manto blanco cayendo por los brazos hacia la espalda en un gesto negligente. El pelo recogido en la nuca, la zona más delicada para la ternura de un hombre. Y una cinta como una aureola. Y lo imponderable de todo su ser que pasa. Esto era lo que quería decirte de esta diosa grave y aérea. No exactamente su cuerpo esbelto como un vuelo de pájaro, sino sólo ese vuelo. No exactamente su juventud eterna sino la eternidad. No lo gracioso que hay en ella sino la gracia. La miro fíjamente para que tú estés allí y te oigo reír porque no vas a estar nunca. Lo miro y lo filtro para que su imposible permanezca conmigo hasta la muerte. La gracia breve de los pies que no pisan. Los dos dedos sutiles que recogen la flor sin recogerla y están en ella desde hace dos mil años, en la flor que nunca recogieron. La cadera dulce en movimiento, lo etéreo de su divinidad. La forma de su cuerpo vaporoso por el céfiro que la lleva. El deslizar del manto y de la túnica que no se deslizan, para que la desnudez no sea excesiva. Y la espalda desnuda para empezar a aprenderla y que pueda existir en una avidez asustada. Y la cesta de flores en la que lleva su alegría. Y el espacio verde y vacío para que no suceda nada más fuera de ella. La sigo mirando, la miro siempre. Pasa aérea y de espaldas. Y así su belleza es invisible, anunciando lo que jamás podremos ver. Así su belleza es la más bella porque está cerca y lejos, en la realidad tangible e intocable para siempre. En el rostro oblicuo de quien nunca conoceremos el rostro. En la mirada que inunda todo el cuerpo como es propio de toda mirada, pero de la que nunca conoceremos los ojos de donde proviene la fuerza. En su cuerpo de diosa y en el encanto de su movimiento que jamás podremos tener en nuestras manos porque su realidad es el pasar. En las flores que lleva y coge y que jamás recogeré con mis manos rudas y mortales. Tengo que dejar de mirar esta diosa efímera en el breve instante de ser diosa...
Dejo de mirarla y ella pasa, ¿cuándo la volveré a ver? Es un momento breve como todo lo que es grande en la vida. Desvío los ojos y probablemente no la veré nunca más. Porque ella no está allí siempre que la busco. Todo lo que sucede es siempre demasiado para que suceda en su totalidad. Ahora tengo libre mi mirada para que la diosa exista. Y todavía permanece en mí la sombra de nuestro encuentro. Y es allí donde ella existe. Es una diosa breve. Llegó con la brisa, desde el fondo de los milenios, al encuentro de mi sonrisa. Y cuando la brisa pase la sonrisa habrá pasado.
(En Vergílio Ferreira, En nombre de la Tierra, Acantilado, Madrid, 2003. Trad. de Isabel Soler y Neus Baltrons.)
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